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—Por eso, realmente, podrían enviar a un ejército.

El sivak contempló a su compañero con expresión glacial.

—Nadie enviaría a tantos hombres tras una pequeña banda de ladrones —respondió él, negando con la cabeza—. Sospecho que a la Legión no le importa en absoluto una ciudad polvorienta en Khur. Se limitan simplemente a colocar los carteles a lo largo de su ruta.

Los caballeros se dedicaron a colgar carteles durante casi toda una hora. Dhamon se alejó un poco más de la calle principal, pero no tanto como para que no pudiera seguir escuchando y captando parte de las órdenes de Lawlor. El comandante parecía estar dirigiendo a sus hombres al este, y mencionaba una pequeña población a la que debían llegar al anochecer.

«Realmente, maravilloso», se dijo Dhamon. ¿En cuántas poblaciones habrían colocado ya los carteles? Viajar resultaría, sin duda…, incómodo…, debido a ello.

Se mencionaron de pasada los bosques de Silvanesti y los elfos, y los caballeros negros de Neraka, y Dhamon, que había sido miembro de los caballeros negros, deseó tener la posibilidad de oír más.

Finalmente, los hombres se pusieron en marcha, y Dhamon se recostó contra la pared, aliviado. Aguardó hasta que el sonoro y monótono sonido de los pasos de los hombres le indicó que habían abandonado la calzada principal y habían penetrado en los altos pastos situados al norte de la ciudad; luego, salió despacio a la calle. Su intención era arrancar los anuncios de la pared, ir en busca de Varek y, luego, dirigirse rápidamente hacia donde se encontraban Maldred y Rikali. Después, se marcharían en busca del tesoro pirata.

—No te muevas de aquí —indicó al sivak—. Regresaré enseguida.

No había dado ni media docena de pasos cuando dos caballeros que salían de la tienda del curtidor se cruzaron en su camino. Tal vez no le hubieran prestado la menor atención, pero la expresión normalmente imperturbable de Dhamon se transformó en una de sorpresa y, por si fuera poco, todavía llevaba el capote solámnico vuelto del revés.

El caballero más alto inspeccionó a Dhamon; le dedicó toda su atención sin dar la menor muestra de reconocimiento, a pesar de que el cartel con su dibujo y nombre en letras de molde colgaba sólo a menos de un metro de distancia en la pared. No obstante, su compañero, más robusto, alargaba ya la mano hacia la espada.

—¡Dhamon Fierolobo! ¡Asesino! ¡Ladrón! —exclamó el caballero.

El hombre más alto también sacó su arma, aunque por la expresión de su rostro aún no había efectuado la relación.

—El comandante Lawlor me recompensará cuando te presente ante él. Se te ahorcará y…

Dhamon no escuchó el resto de las palabras del fornido soldado, ya que giró en redondo y salió corriendo en dirección al callejón donde había dejado al sivak. Desde las ventanas que daban a la calle, se escucharon las preguntas que gritaban los habitantes del lugar.

—¿Asesino? ¿Dónde?

—¡Ladrón!

La gente abandonaba las tiendas para salir a la calle principal, donde todavía se arremolinaba el polvo levantado por la marcha de los caballeros.

Dhamon desenvainó su espada y se metió en el callejón.

—¿Cuántos malditos caballeros hay en esta ciudad? Creía que se habían ido todos —murmuró—. ¿Y dónde está ese condenado sivak?

Al draconiano no se le veía por ninguna parte.

Los dos miembros de la Legión de Acero entraron a toda velocidad en el callejón tras él, y Dhamon paró sus primeros mandobles.

—No siento un ardiente deseo de mataros —les dijo—, pero no dejaré que me hagáis prisionero.

El caballero más robusto no respondió, pero poseía una considerable pericia con la espada, y Dhamon tuvo que esforzarse para impedir que el otro lo ensartara.

El hombre más alto buscaba la oportunidad de intervenir en la pelea, pero su compañero y Dhamon se movían deprisa, describiendo círculos y regateando, y ello hacía que le resultara difícil conseguir asestar un buen golpe sin herir a su camarada.

—Llamaré a los otros —anunció finalmente el caballero más alto, que retrocedió para regresar a la calle.

—Me parece que no —indicó una voz ronca.

El sivak salió de detrás de un montón de cajas, cogiendo al otro por sorpresa. Antes de que el hombre pudiera alzar el arma, el draconiano se había adelantado ya, y agarrando la cabeza del adversario, la retorció con violencia hasta romperle el cuello. El caballero se desplomó en el suelo, y Ragh contempló el cadáver con un leve interés, para a continuación empujar el cuerpo tras las cajas y concentrarse. Los plateados músculos se ondularon en las sombras, doblándose sobre sí mismos al mismo tiempo que cambiaban de color, y al cabo de un instante el sivak se había transformado hasta parecerse al caballero asesinado.

—¡Asesino! —escupió el caballero superviviente a Dhamon—. ¡Ladrón!

—Sí —admitió.

Dhamon se agachó para evitar el ataque de la espada del hombre a la vez que apuntaba con la suya y lanzaba una cuchillada al frente, localizando una abertura en las placas metálicas de la armadura de su oponente.

—Soy ambas cosas. —El acero siseó sobre las costillas del soldado; luego, Dhamon extrajo el arma—. Aunque no era mi intención matarte.

Asestó otro golpe, y el caballero de la Legión se desplomó hecho un ovillo. Dhamon se inclinó y limpió la espada en la capa del hombre; después hizo rodar el cuerpo hasta ocultarlo entre las sombras.

En la calle, Dhamon vio aparecer otra media docena de miembros de la Legión, que respondían evidentemente a los gritos de sus camaradas. Uno de ellos avanzaba a grandes zancadas hacia el callejón.

—¡Maldita sea! —exclamó.

Apretó la espalda contra la pared y preparó el arma para enfrentarse al caballero, pero el sivak —que mostraba entonces el aspecto del caballero alto— le hizo un gesto con la mano para que retrocediera. Ragh fue hasta la entrada del callejón y llamó la atención del caballero que se acercaba.

—Vi al ladrón —indicó el sivak—. Era uno de los hombres de los anuncios. —Su voz ronca provocó una expresión perpleja en el otro, sin embargo el disfrazado draconiano señaló calle abajo—. Huía en aquella dirección. Estoy registrando este callejón por si están sus compañeros.

Aquello pareció satisfacer al hombre, y éste se dio la vuelta. Ragh regresó a toda prisa junto a Dhamon, que había ocultado el cuerpo de su víctima tras una caja y seguía sujetando con fuerza la espada mientras echaba una veloz mirada a la calle principal.

—Ahora… deberías matarme —declaró el draconiano—. Mi utilidad ya se ha cumplido. Mi cuerpo tomará tu aspecto, y los caballeros de la Legión de Acero que quedan en la población pensarán que alguien te mató. Muriendo, te seré de ayuda.

Dhamon aspiró con fuerza y consideró la posibilidad de hacer exactamente aquello.

—¿Mostrarías mi aspecto, revelando quién te mató? —dijo—. Creía que os volvíais de piedra, o estallabais, o algo así.

—Los bozaks.

Dhamon enarcó una ceja.

—Los draconianos bozaks estallan cuando los matan. Los baaz se quedan petrificados como rocas.

Dhamon asintió, recordando que el sivak que había matado en el manglar había adoptado su aspecto. Lo cierto era que no había tenido demasiada experiencia con draconianos.

El sivak desvió la mirada al escuchar el paso de un caballero por la calle. El hombre hablaba para sí mismo y agitaba los puños en el aire. No se había percatado de su presencia entre las sombras y, por lo tanto, el sivak devolvió la atención a su compañero.

—Disfrutarás de poca tranquilidad en esta parte del mundo si los caballeros siguen colocando anuncios e intentan…

—¿Llevarme ante la justicia? —Dhamon lanzó una seca carcajada—. No he conocido la tranquilidad desde hace bastante tiempo.

El sivak lanzó un profundo suspiro.

—Obtendrías la tranquilidad si me mataras, si los caballeros encontraran tu cuerpo aquí, en este callejón. Te creerían muerto y dejarían de colocar anuncios.