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Dhamon silbó por lo bajo.

—¿Es debido a los supervivientes que la gente averiguó la existencia de la ciudad pirata y del río desaparecido?

Su compañero asintió distraídamente.

—Algunos piratas llevaban sus naves río arriba, más allá de este puerto, y almacenaban su botín en cuevas fuertemente custodiadas, desconfiando de sus compañeros piratas de la ciudad. Las cuevas se encuentran, creo, justo más allá del valle Vociferante.

—Mapa, muéstranos el territorio tal y como es ahora —instó Dhamon.

En un abrir y cerrar de ojos, el plano cambió, reflejando la geografía de entonces, mucho mayor y temperada, con llanuras cubiertas de pastos que alcanzaban hasta un horizonte donde ondulantes colinas bajas estaban salpicadas de una amplia variedad de árboles.

Dhamon deslizó los dedos sobre el mapa, jurando que podía sentir afilados bordes rocosos en el oeste, donde estaban dibujadas las montañas. Según ese panorama, las Praderas de Arena tenían casi quinientos kilómetros de anchura en su punto más amplio, discurriendo durante unos trescientos kilómetros de norte a sur en la parte central. Tan sólo un reducido grupo de poblaciones aparecía marcado alrededor de los bordes del interior: al oeste, Tarsis y Rigitt; al sur, Zeriak, y al noroeste, Dontol, Willik y Rosa Pétrea. Polagnar se encontraba un poco al nordeste de El Tránsito de Graelor. En dirección norte, en el borde del mapa se encontraba la Ciudad del Rocío Matutino, junto con unos cuantos lugares más pequeños que recibían sus nombres de exploradores muertos hacía mucho tiempo.

En el extremo meridional del mapa, las Praderas estaban bordeadas por el inhóspito glaciar del Muro de Hielo. El mapa lo señalaba con líneas irregulares que querían parecer montañas, pero que en realidad recordaban carámbanos. Dhamon se inclinó sobre ellas y sintió un viento helado alzándose desde el pergamino.

—Sorprendente —musitó.

Si bien había montañas indicadas en la sección oeste del mapa —lo que la mayoría consideraba territorio de los enanos—, en general existían pocas marcas que representaran colinas. Dhamon sabía, porque había viajado hasta allí, que había innumerables bosques y colinas ondulantes. No se veía ni rastro del anónimo antiguo río por el que habían viajado los piratas; sólo aparecía el río Toranth, que tenía su origen en la ciénaga de Sable y atravesaba el corazón de las Praderas de Arena, dividiéndose en afluentes para extenderse como los dedos de una mano abierta. Existían unos cuantos poblados a lo largo de un afluente del Toranth situado al oeste, más allá de una línea irregular, que, según Maldred, era el valle Vociferante.

—Podríamos conseguir un carro aquí —indicó el hombretón, señalando un pueblo justo al norte del valle—. En… Trigal, se llama. Y un par de caballos. Necesitaremos algo en lo que transportar el tesoro.

—Mapa, ¿hay caballeros de la Legión de Acero en la zona? —inquirió Dhamon con un carraspeo—. ¿En Trigal?

En cuestión de segundos, unas motas refulgentes que recordaban rechonchas libélulas aparecieron en varias zonas del mapa, incluida la población que Maldred había señalado.

—No hay modo de saber cuántos caballeros hay en cada punto —dijo Dhamon, pensativo—. Tal vez, uno; tal vez, cien.

—No vale la pena arriesgarse a averiguarlo —indicó su compañero, meneando la cabeza.

—De modo que encontraremos el tesoro primero; luego, ya nos preocuparemos de conseguir un carromato.

—Y tenemos a nuestro sivak con nosotros, amigo, para que transporte una buena carga.

Llevaban viajando casi tres horas, con el sol de la mañana ya muy alto en el cielo, cuando el paisaje cambió de manera espectacular para pasar de suaves llanuras cubiertas de pastos a un terreno tan agrietado y yermo que parecía las arrugas del rostro de un viejo marinero. Durante un rato, pudieron ver aún los pastos, al oeste y a su espalda, y oler débilmente el dulce aroma de las flores silvestres de principios de otoño. Pero cuando las llanuras desaparecieron por completo de su vista, el aire se tornó acre y con cierto sabor a azufre, como si algo ardiera a poca distancia. Los ojos les escocían y lloraban, pero no había ni rastro de llamas o humo.

Maldred iba en cabeza, absorto en sus pensamientos y avanzando con sumo tiento por el lecho de un río, seco desde hacía mucho tiempo. El draconiano se encontraba unos pocos metros por detrás de él, al lado de Dhamon, moviendo los ojos constantemente de izquierda a derecha y con la nariz estremeciéndose sin parar.

—¿Qué te molesta? —preguntó Dhamon.

El sivak no respondió. En su lugar, alargó un dedo terminado en una afilada uña hacia el sur y entrecerró los ojos como si intentara enfocarlos sobre algo.

—¿Qué, Ragh? —insistió, y siguió con los ojos la mirada del otro, pero no vio nada.

—¿Hay algo allí? —dijo la semielfa—. Todo lo que veo es terreno horrible, llano y maloliente, y tu espalda sin alas. —Se aproximó por detrás del draconiano, tirando de Varek—. ¿Qué es lo que ves, animalito?

Un gruñido escapó de la garganta del sivak.

—Nada —respondió al cabo de un instante—. Creí ver movimiento ahí delante. Algo grande. Pero…

—¡Mal! ¿Ves algo? —inquirió Dhamon.

El aludido negó con la cabeza.

—Mi imaginación —decidió el sivak—. Mis ojos están cansados.

—Toda yo estoy cansada —refunfuñó la semielfa.

—Descansaremos unos cuantos minutos.

Maldred se detuvo y alargó la mano para coger el mapa, que abrió a continuación con cuidado, para estudiar detalles que ya había memorizado antes.

—El valle —declaró—. ¿A qué distancia estamos del valle?

Un punto sobre el pergamino se iluminó con suavidad a modo de respuesta.

—Prácticamente, encima de él —dijo el hombretón, dirigiéndose a sí mismo, al mismo tiempo que volvía a guardar el mapa y cruzaba los brazos sobre el pecho—. Nos hallamos prácticamente encima de él, pero no se le ve por ninguna parte. No lo comprendo.

—Yo sí. —El rostro de Dhamon adquirió una expresión preocupada—. Obtuvimos ese mapa de tu…, de Donnag. A lo mejor es tan inútil como la espada.

Maldred frunció el entrecejo y siguió estudiando el paisaje.

—El mapa nos mostró el camino hasta el poblado de los dracs, ¿no es cierto? Vamos. Encontraremos el valle.

Tras unos cuantos kilómetros más, el hombretón volvió a detenerse.

—Sigue sin haber valle —indicó Dhamon.

—Nada, excepto terreno horrible y llano —añadió la semielfa.

—Tiene que estar aquí. —Maldred se apartó de ellos, consultando el mapa de nuevo, para a continuación escudriñar el horizonte—. En alguna parte, pero ¿dónde?

El sivak ladeó la cabeza, con la nariz estremeciéndose aún. Frunció el labio superior para proferir un gruñido.

—¿Qué sucede, animalito? —Rikali hundió el dedo en el brazo de Ragh para atraer su atención—. ¿Vuelves a ver algo?

—Oigo algo —respondió éste.

—Tu respiración chirriante es todo lo que yo oigo —replicó la semielfa—. De hecho…

Dhamon se llevó un dedo a los labios para acallarla.

—También yo oigo algo —susurró—. Alguien que llora de un modo débil. No puede estar cerca.

—Alguien que chilla —corrigió Maldred—, y creo que es muy…

Sus palabras se apagaron cuando el suelo cedió bajo sus pies, y el hombretón desapareció.

Dhamon corrió hacia adelante, y aunque se detuvo justo antes de llegar al agujero, no fue suficiente. El terreno se agrietó bajo sus pies.

—¡Corred! —gritó a los otros mientras sus pies se agitaban en el vacío y caía.