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Riki, Varek y Ragh lo acompañaron en la caída.

El aire restallaba a su alrededor y resonaba en él un gemido agudo. El sonido no hizo más que aumentar de intensidad cuando chocaron contra el fondo, unos quince metros más abajo, donde un río de lodo cenagoso amortiguó su caída.

Maldred fue el primero en salir, y se quedó de pie en una orilla rocosa, cubriéndose las orejas con las manos y con los ojos fijos en el cieno que fluía lentamente. Después, salió a la superficie Rikali, que moviendo los brazos con energía sobre el barro logró llegar a la orilla opuesta. Se arrastró fuera de la corriente y se tumbó, jadeante. Varek y Dhamon la siguieron —ambos con aspecto de hombres de barro—, calados de pies a cabeza. Todos ellos se taparon los oídos, esforzándose por no escuchar el entumecedor gemido.

Se limpiaron el lodo de los ojos, y Varek se ocupó de Rikali.

—¿El bebé? —gritó por encima del ruido.

Ella asintió y se tocó el vientre.

—Cre…, creo que está bien. La caída no nos ha causado daños a ninguno de los dos. Ha sido como saltar dentro de un flan. ¡Cerdos, estoy cubierta de esta porquería! Quítamela, Varek.

Dhamon intentó limpiarse el lodo del rostro con los brazos mientras mantenía las manos sobre las orejas. Distinguió a Maldred, que en el otro lado hacía lo mismo.

—¿El sivak? —gritó Dhamon.

Maldred sacudió la cabeza, pues no podía oír a su amigo. Los gritos aumentaron aún más de volumen.

El sonido resonaba en los muros de la caverna, que se alzaban en ángulos rectos, tan empinados que resultaría imposible escalarlos sin el equipo adecuado. El sonido era agudo un momento, luego sordo y gimoteante al siguiente. Parecía como si se tratara de varias voces, un coro de chillidos que ellos no podían apagar de ningún modo.

—Hemos encontrado tu maldito valle —gritó Dhamon a Maldred—. ¡Deberíamos haber hallado otro modo de cruzarlo!

Sus ojos se vieron atraídos hacia el río de lodo, de donde surgió una mano cubierta de barro. Una segunda mano siguió a la primera, sujetando un bastón.

—¡Mi bastón! —chilló Varek—. Lo solté durante la caída.

Al cabo de unos instantes, el sivak trepó a la orilla y dejó caer el arma a los pies del joven. El rostro de la criatura aparecía crispado por el dolor, ya que los gemidos martilleaban su agudo sentido del oído.

—¡Salgamos de aquí! —gritó Dhamon.

El sivak vio el ademán y se puso en camino por la orilla en dirección sur justo detrás de Dhamon. Ninguno se molestó en ver si Varek y Riki los seguían.

Al otro lado del río, Maldred los imitó, dando tumbos contra la pared del cañón, con los dientes bien apretados mientras aspiraba tenues bocanadas de aire, una detrás de la otra.

—Esto es una locura —musitó Dhamon para sí.

El volumen de los gemidos, que se clavaban como un cuchillo, pareció incrementarse. Dhamon lanzó un jadeo cuando sus rodillas amenazaron con doblarse, y el draconiano le dio un codazo para que siguiera andando.

Las sombras corrían por los muros de roca, creando rostros de ancianos que los contemplaban con las bocas abiertas y los ciegos ojos fijos en ellos.

Los alaridos prosiguieron, y el eco tenía cada vez mayor intensidad. El suelo vibraba suavemente bajo sus pies en respuesta al constante ruido, y pedazos de roca y arenisca descendían por las paredes desde las alturas y también desde el fino techo de piedra.

Aunque intentaron hablarse, se vieron reducidos a comunicarse mediante ademanes y la lectura de los labios. Dhamon se esforzó por acelerar el paso, a fin de escapar antes de que sucumbieran al odioso sonido.

Recordó que Maldred le había contado semanas atrás que el valle era peligroso, que se rumoreaba que volvía locas a las personas. En aquel momento, habían decidido que valía la pena arriesgarse a tomar aquella ruta por el tesoro y la esperanza de encontrar a la sabia sanadora, pero no habían imaginado que sería algo como eso.

¿Se estaba volviendo loco? Habría jurado que un rostro pétreo lo observaba, abriendo y cerrando la boca, al mismo tiempo que sus ojos pestañeaban.

—¡Mal! —llamó, pero su amigo no podía oírle de ningún modo.

El sonido pareció cambiar de tono, entonces; se hizo más agudo, más fuerte, los consumía. Dhamon vio cómo su amigo daba un traspié en la orilla opuesta y luego vacilaba cuando ésta finalizaba en el punto donde una pared del cañón se introducía en el río.

Maldred miró a su alrededor; los ojos parecían enormes y blancos en contraste con el enlodado semblante. Divisó a su amigo y articuló algo; después se zambulló en el agua llena de barro y empezó a cruzar, bamboleante, hacia la otra orilla.

Dhamon empujó a Riki y a Varek para que continuaran adelante, indicándoles por gestos que no pararan. Ragh los siguió, empujando a la pareja y volviendo la cabeza sobre el escamoso hombro para vigilar a Dhamon.

Maldred necesitó varios minutos para llegar junto a su amigo, y unos minutos más aún para conseguir ponerse en pie. Vomitó lodo y se apretó las palmas de las manos contra las orejas.

—Posees magia de la tierra —chilló Dhamon—. ¿Por qué no pruebas algo?

—Demasiado fuerte —articuló él, sacudiendo la cabeza—. No me puedo concentrar.

Viajaron durante horas, o tal vez minutos, pues el tiempo no significaba nada en medio de un sonido tan martirizante. El paisaje no cambiaba, y el perezoso río fluía sin pausa, bordeado por paredes de mármol y caliza, que se elevaban sobre sus cabezas.

Dhamon se detuvo, y Maldred estuvo a punto de chocar contra él.

—Loco —articuló—. Estoy loco.

Dhamon volvió a ver un rostro enorme en lo alto, al otro lado de la corriente, cuya boca se movía y escupía guijarros. Había otros rostros cercanos a ése.

—He perdido el juicio.

Dhamon cayó de rodillas y contempló con fijeza los rostros, que parecían mirarlo directamente.

Maldred también observó las caras, con creciente comprensión, y dio una patada a su compañero para atraer su atención.

—¡Muévete! —articuló; le dio otra patada, y el caído se incorporó—. ¡Deprisa!

Volvieron a correr, sin que Dhamon se sintiera seguro de nada que no fuera el ruido, que seguía envolviéndolo. Ya no parecía doloroso, sino que se había convertido en algo reconfortante en cierto modo, como un querido compañero.

—Quedaos —parecía decir el gemido—; quedaos con nosotros para siempre.

Se detuvo de nuevo y observó varios semblantes distintos que surcaban esa parte del cada vez más oscuro desfiladero. Maldred intentó empujarlo al frente, y esa vez él se resistió.

—Loco —articuló Dhamon.

Maldred sacudió la cabeza y gritó algo que su compañero no comprendió.

—¡Muévete! —dijo, pero Dhamon se negó a moverse.

El hombretón introdujo los dedos en los oídos y avanzó, tambaleante, hasta la pared del cañón; se recostó contra ella a la vez que llenaba de aire sus pulmones. Se concentró en su corazón, y sintió cómo palpitaba; a continuación, buscó con desesperación la chispa que habitaba en su interior.

—Es demasiado fuerte —se dijo en voz baja—. No puedo…

Dhamon estaba bajo el influjo de las voces. Riki, Varek y Ragh habían desaparecido de la vista…, también bajo el influjo de las voces.

Maldred contempló cómo su amigo se aproximaba al fangoso río arrastrando los pies.

—Quedaos con nosotros para siempre —escuchó Maldred débilmente entre los gemidos—. Respirad el río. Quedaos con nosotros para siempre.

—¡No! —gritó, y concentró todos sus esfuerzos en encontrar la chispa, instándola a brillar—. Demasiado difícil —farfulló—. No puedo pensar.

Pero de algún modo lo consiguió, y su mente se arrolló a la esencia mágica de su interior, soplando sobre ella igual que soplaría una llama que acabara de prender, suplicándole que creciera.

—Debo pensar.

Maldred sintió el calor y se concentró en él, empujando los gritos al fondo de su mente. Apoyó las manos en la pared del desfiladero y sintió cómo la energía surgía de su pecho, penetraba en sus brazos, seguía adelante y llegaba a los dedos, y de allí, a la pared. La pared del cañón retumbó, y las vibraciones aumentaron en el suelo de piedra.