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—¡Deteneos! —gritó el hombretón.

Escuchó la palabra por encima de los gemidos y sintió cómo la energía que emanaba de su cuerpo aporreaba la pared del cañón. Aparecieron grietas alrededor de sus dedos, y se concentró aún más para insuflar más energía en el interior de la piedra. Las grietas se ensancharon.

—¡Deteneos! ¡De lo contrario, os mataré a todas vosotras!

Los lamentos cesaron al instante, y el único sonido que se dejó oír fue la penosa respiración de Maldred y el sordo silbido del viento que azotaba las paredes.

—Deteneos, y dejadnos pasar.

—¿Qué? —Dhamon meneó la cabeza, y sus cabellos lanzaron una lluvia de barro—. Me he vuelto loco.

Miró con fijeza al otro lado del río para contemplar los rostros. Todos ellos tenían las bocas cerradas entonces, y sus ojos, entornados con una expresión colérica, eran oscuras hendiduras.

—No es locura —dijo jadeando Maldred—. No estás loco, Dhamon. Ellas lo están.

Dhamon se acercó lentamente a su amigo. Los dedos del hombretón estaban enterrados en la piedra, y a su alrededor habían aparecido finísimas grietas. Alzó los ojos. Había más rostros en ese lado, por encima de él.

Galeb duhr —indicó Maldred—. Criaturas de piedra, tan viejas como Krynn tal vez. Son anteriores al Cataclismo, desde luego. Son ellas las que están locas.

—Intentaron atraerme al interior del río.

—A lo mejor hicieron lo mismo con Riki y los otros —repuso Maldred, asintiendo—. Ve. Ocúpate de ellos; yo te seguiré enseguida.

Dhamon no vaciló, volviéndose para mirar. Tenía la cabeza confusa aún, martilleada, y le silbaban los oídos con el recuerdo del sonido de los gritos. El cañón describía una curva, y corrió tan deprisa como pudo a lo largo de la pared, hasta que encontró a los otros en el borde del fangoso río.

Varek estaba dentro del caudal, hundido hasta la cintura, mientras que Rikali sacudía la cabeza, lanzando al aire una lluvia de barro, y tiraba del joven. El sivak estaba inclinado al frente, con las zarpas sobre las rodillas, los amplios hombros encorvados y la cabeza caída sobre el pecho.

—¡Moveos! —rugió Dhamon mientras se aproximaba.

La palabra sonó como un susurro, y señaló al extremo opuesto de la caverna, donde distinguía una abertura.

—Seguidle —dijo Ragh, jadeando.

El draconiano también vio la abertura, una estrecha hendidura junto a una aguja casi vertical, y siguió a Dhamon. Los enormes pies golpeaban con fuerza el pétreo suelo del valle Vociferante.

Estaba a punto de ponerse el sol cuando encontraron un arroyo, y todos ellos se dejaron caer junto a él y se limpiaron el lodo de los doloridos cuerpos.

No habían hablado mucho desde que habían salido del valle, principalmente porque les costaba mucho oír cualquier cosa, ya que los oídos les seguían zumbando.

—Las he amenazado con derrumbar el valle —explicó Maldred a Dhamon más tarde, aquella noche—; las he amenazado con matarlas a todas. No podría haberlo hecho, claro está.

—Pero ellas no lo sabían —indicó Dhamon.

—Por suerte, están locas —asintió el hombretón. Y al cabo de un instante, añadió:

»Es una lástima. Las galeb duhr son criaturas impresionantes, y la mayoría razonablemente benévolas.

—Si son tan antiguas como tú dices, amigo mío, puede que sobrevivir al Cataclismo las volviera locas.

Maldred se recostó sobre los codos.

—A lo mejor, también nosotros estamos locos, después de todo —siguió Dhamon—: avanzamos por ríos de lodo para ir en busca de tesoros enterrados siglos atrás, con la creencia de que puede existir una cura para mis escamas.

—El tesoro y la cura existen —repuso Maldred, que a continuación se tumbó sobre la espalda y se quedó dormido al instante.

15

Atalayas rotas

La mañana los sorprendió en un campo en pendiente, en el que pastaban ovejas y un puñado de cabras jóvenes. Varek señaló una lejana elevación, donde se hallaba una pequeña granja y un viejo granero peligrosamente inclinado.

—Estamos cerca —declaró Maldred—, muy cerca ya. El tesoro pirata se encuentra en algún lugar bajo nuestros pies.

—Para lo que nos servirá —refunfuñó el joven—. Carecemos de palas, y me atrevería a decir que tomar prestadas algunas de esa granja sería una mala idea.

—No necesitaremos palas —replicó el hombretón.

Maldred se pasó el resto del día tumbado boca abajo en diferentes zonas de los pastos, con los dedos hundidos en la tierra, al mismo tiempo que sus mandíbulas se movían, tarareando de vez en cuando.

Varek se mantuvo cerca, en ocasiones fascinado, pero las más de las veces aburrido.

—Animalito, ¿por qué no has huido? —Rikali se había acomodado en el suelo, a prudente distancia del draconiano—. Sé que no puedes levantarte y salir volando, pero has tenido oportunidades, pues ninguno de nosotros te ha estado vigilando de cerca. Dhamon ni siquiera se encuentra aquí en estos momentos.

La criatura soltó un profundo suspiro, siseando como una serpiente.

»¿Animalito?

—Me llamo Ragh. —La susurrante voz hizo que corriera un escalofrío por la espalda de la semielfa—. A lo mejor es que no tengo nada mejor que hacer; a lo mejor lo que sucede es que encuentro a tu pequeña banda… interesante.

—O quizá quieras una parte del botín pirata —repuso ella, enarcando una ceja—. Y eso no va a suceder.

—Las monedas y las chucherías no significan nada para mí —manifestó el sivak, cerrando los ojos.

—Entonces, ¿qué? ¿Qué…? —los ojos de la semielfa se abrieron de par en par mientras se inclinaba hacia él—. Animalito…, Ragh…, ¿estás aquí porque crees que has contraído alguna especie de deuda con nosotros después de que te rescatamos de aquel pueblo?

El sivak le dirigió una veloz mirada; luego, volvió la cabeza.

—¿Un draconiano honorable? —insistió ella—. Es eso, ¿no es cierto? Bueno, no te preocupes. Guardaré tu secreto. Todo el mundo tiene algún secreto, ¿no es cierto?

Dhamon se había alejado con la excusa de explorar la zona para asegurarse de que no hubiera caballeros de la Legión de Acero por los alrededores. Sabía que no había nada que pudiera hacer para ayudar a Maldred, ya que el gigantón estaba usando magia, y la magia necesitaba tiempo. Así pues, él, por su parte, decidió utilizar ese tiempo para correr.

Sus zancadas eran largas y pausadas, y se concentró en el ritmo y la velocidad, pues el ejercicio mantenía la mente apartada de todo lo que no fuera la acción de moverse. De vez en cuando, estudiaba el paisaje que tenía delante; luego, cerraba los ojos y corría ciegamente, confiando en su memoria, permitiendo que el aire bañara su rostro. Cuando abría los ojos se dedicaba a acelerar el ritmo, con los pies golpeando el suelo con energía bajo el bombeo de las piernas, hasta que éstas ya no podían ir más deprisa. Mantenía aquella velocidad durante algún tiempo, sintiendo cómo el corazón tronaba salvajemente en su pecho y el sudor cubría su piel. Después, aminoraba el paso de mala gana, hasta dejarlo en un andar rápido, arrastrando enormes bocanadas de aire al interior de sus pulmones antes de reanudar la carrera. El ejercicio le sentaba bien, y en lugar de agotarlo, parecía darle más energías.

Recorrió una extensión de terreno considerable, observando la presencia de los restos de un diminuto poblado que había sido sitiado por el fuego muchos meses atrás. Una única granja seguía en pie, con un extenso terreno de labranza. La zona más alejada del campo estaba llena de maíz y mostraba algunas señales de recolección. Distinguió delgadas y sinuosas calzadas a lo lejos, y sospechó que conducían a unas cuantas de las pequeñas poblaciones que había visto en el mapa. También vio una enorme extensión de pasto, agostado por la falta de lluvia.