—Hay una luz allí, a nivel del suelo. Es amplia, como si fuera un fuego de campamento. También huele como si se estuviera cocinando algo. Deberíamos echar un vistazo.
El estómago de Rig rugió; no había comido bien desde hacía más de cuarenta y ocho horas.
—Espero que no giráramos en redondo en la oscuridad —indicó Fiona—. ¡Por Solamnus que podríamos muy bien habernos perdido! Espero que no se trate de la fogata de Dhamon y Maldred.
Una diminuta parte de ella, en realidad, esperaba que sí lo fuera, pues había ensayado mentalmente innumerables veces la diatriba que pensaba lanzar sobre ellos.
Aspiró con fuerza, apartó a un lado las hojas y dio unos cautelosos pasos en dirección al fuego.
3
Promesas rutilantes
El fuego de la posada chisporroteaba suavemente detrás de Dhamon Fierolobo, impregnando el aire con el penetrante aroma ahumado de la madera de abedul demasiado verde y la fragancia mucho mejor recibida de un cerdo que se asaba poco a poco. Ambos aromas eran más agradables que el resto de los olores presentes: sudor de ogro y la irreconocible vaharada de comida y bebida derramadas quién sabía cuánto tiempo hacía y que jamás habían sido limpiadas.
—Dhamon, hace demasiado calor hoy para tener un fuego encendido de este modo.
La protesta provino de Maldred, un gigantón con una masa de cabellos aclarados por el sol que le caía por encima de la frente. Las gotas de sudor salpicaban generosamente la bronceada piel. Suspiró, meneó la cabeza y acercó la silla unos centímetros más en dirección a la mesa, alejándola de esa forma unos centímetros de las llamas.
—Calor —repitió, y la palabra sonó como un juramento—. Debería decirle al propietario que bajara la intensidad del fuego. Hace un calor infernal.
—Sí, amigo mío, este final de verano está resultando una bestia particularmente malévola. Pero me apetece un poco de ese cerdo como cena, y por lo tanto toleraré un poco de calor extra. Además, la luz del fuego está resultando bastante útil.
Dhamon indicó con la mano un mapa que quedaba iluminado; el pergamino estaba extendido sobre la superficie de una desgastada mesa, con cuatro jarras vacías que, sujetando los extremos, lo mantenían inmóvil.
—Fuiste tú quien dijo que necesitábamos un lugar donde pudiéramos extender este supuesto mapa del tesoro para mirarlo con más atención. Tú escogiste este cuchitril y esta mesa.
El otro refunfuñó una respuesta ininteligible.
—Eras tú —añadió al cabo de un instante— quien necesitaba un lugar donde descansar… después del ataque que padeciste este mediodía por culpa de la escama de tu pierna.
Dhamon mantuvo los ojos fijos en el pergamino.
—Encontrar el tesoro pirata al que dices que conduce este mapa ayudará a mi bolsillo, pero no servirá para solucionar mi problema con la escama. —La palabras de Dhamon apenas eran más que un murmullo y estaban dirigidas más a sí mismo que a su compañero—. No tengo esperanzas de hallar una cura jamás.
El hombretón respondió de todos modos, manteniendo la voz baja, de manera que el resto de parroquianos no pudieran oírlo.
—Creo que podrías estar equivocado, amigo mío. Me parece, si mi memoria sobre las tradiciones locales no me falla, que el tesoro que se oculta al final de este mapa lo solucionará todo.
Se encontraban en el rincón más apartado de una taberna miserable, a un largo día de viaje de Bloten, la capital del territorio ogro, y todo lo lejos que podían estar de la ventana cubierta de mugre a la que los ogros que deambulaban por el exterior echaban ojeadas al pasar. También había ogros en el interior del establecimiento, cuatro en concreto sentados unas pocas mesas más allá, todos bebiendo y jugando, y echando miradas hostiles de vez en cuando en dirección a Dhamon y Maldred. El primero sabía que no tardaría en haber más ogros en cuanto el sol se pusiera al cabo de una hora más o menos, que era la señal para cualquier raza de que había llegado el momento de ir de copas y confraternizar.
—Estamos fuera de lugar aquí —indicó el gigantón—. No he visto a un solo humano pasar ante la ventana. Apuesto a que no hay ni uno en toda la ciudad. Había más humanos en Bloten.
—¿Estamos fuera de lugar? —repitió su compañero con una carcajada—. No, amigo mío. Yo estoy fuera de lugar. Ésta es tu gente, aunque ellos no puedan saberlo por tu aspecto. No pueden ver debajo de ese cascarón mágico que has pintado. No importa; estaremos lejos de esta taberna y esta ciudad dentro de poco. Unos cuantos días más y afortunadamente habremos salido del territorio de los ogros; para siempre. —Golpeó el mapa con un dedo—. Ahora, respecto a ese tesoro, lo cierto es que el mapa parece distinto de cuando lo vimos en casa de tu padre. ¿No crees?
Maldred se inclinó sobre el pergamino y asintió.
—Diferente. Pero hay algo en él…
Era viejo, con la tinta tan descolorida en algunas partes que la mayoría de palabras no se podían distinguir. Incluso algunas de las figuras que la luz de las llamas iluminaba estaban tan pálidas que los dos tenían que adivinar si las manchas querían indicar bosques o lagos.
El dedo de Maldred revoloteó por encima de un trozo del color de la sangre seca.
—El valle —musitó—. Había olvidado el valle. —Sacudió la cabeza, y algunas gotas de sudor cayeron sobre el mapa—. El valle Vociferante lo llaman, una de las pocas cosas de esta tierra que no cambiaron después del Cataclismo.
La expresión de Dhamon le indicó que prosiguiera.
—No tardarás en verlo por ti mismo, amigo mío, cuando nos adentremos en las Praderas de Arena. No he estado jamás en el valle, pero conocí a alguien que penetró en ese lugar. Dijo que no pudo recorrerlo por completo; dijo que lo estaba volviendo loco.
—Pero nosotros lo atravesaremos… si es el camino más corto para llegar al tesoro. Además, no creo demasiado en cuentos de ogros; en cualquier clase de cuentos, a decir verdad. —Había una tranquila fuerza en las palabras del otro—. Creo que tardaríamos demasiado rodeando el valle, si es que el tesoro está ahí, como tú crees. —Señaló un punto junto a un río—. En línea recta hasta las riquezas es por donde iremos.
»No importa adonde viajemos; el terreno tendrá un aspecto distinto del que muestra este viejo mapa. No he pisado jamás las Praderas de Arena, pero sé, y lo mismo ha sucedido en todas las zonas de Krynn, que han cambiado desde que se dibujó esto. El Cataclismo. La Guerra de Caos. Incluso este valle Vociferante tuyo tiene que haber cambiado.
—Tal vez.
Dhamon echó una veloz mirada a su amigo, observando que los ojos del hombretón estaban fijos en la parte central del mapa.
—Tú ya estuviste en las Praderas, ¿verdad, Mal?, hace unos cuantos años. Recuerdo que me dijiste algo sobre espiras aullantes y…
Su compañero no respondió, pero alzó un dedo para acallar a Dhamon, que luego bajó hacia el mapa. Al cabo de un instante, pasaba las yemas de los dedos por la superficie del pergamino, moviendo los ojos de un extremo a otro, para después posarlos en un río que iba a desembocar en un mar situado al sur. La piel le hormigueó ligeramente mientras el dedo índice pasaba sobre las débiles marcas y borrones que en una época podrían haber sido rótulos de ciudades o accidentes geográficos importantes.
—Hay magia aquí —declaró finalmente Maldred, después de transcurridos unos minutos.
—Sí. Lanzaste…
—No. —El otro negó con la cabeza—. Esta magia no tiene nada que ver con lo que yo pudiera hacerle al pergamino. El mapa mismo parece contener un hechizo. Se trata de magia muy antigua, fuerte. Percibo un atisbo de hechicería Túnica Roja.
Olvidados el calor del verano y el fuego, Maldred se permitió verse consumido durante varios minutos más por el antiguo mapa, girando el cuerpo de modo que no obstruyera el paso de la luz del fuego. El suave resplandor de los pocos faroles que colgaban por la estancia no era suficiente para iluminar adecuadamente el pergamino.