Выбрать главу

Se veían pocos animales salvajes por allí. Espantó a un ciervo que pastaba, y un perro lo descubrió en el extremo de un pequeño barranco y salió alegremente en su persecución, aunque no tenía la menor posibilidad de alcanzarlo. En la orilla de un gran estanque, descubrió huellas de lobo, pero no eran excesivamente recientes, de modo que se dedicó a contemplar su reflejo en el agua.

Su rostro tenía un aspecto anodino; los ojos hundidos, la barba rala y los cabellos enmarañados servían para completar un semblante macilento. Se sentó en la orilla y buscó en su bolsillo un pequeño cuchillo. Tras afilarlo sobre una piedra, se afeitó, y a continuación cortó los nudos de sus cabellos. Una rápida inmersión en el estanque lo refrescó, y después, contó las escamas pequeñas de la pierna.

—Veintinueve —dijo—, veintinueve de esas malditas cosas.

Se puso en pie y volvió a correr. Al cabo de otra hora, vislumbró tres jinetes al este; eran las primeras personas que había visto en todo el día. Por sus angulosos perfiles, tuvo la seguridad de que llevaban armaduras; tal vez se tratara de más caballeros de la Legión de Acero. Intentó rodearlos para colocarse detrás de ellos, pero se movían con rapidez y tomaron una calzada que se dirigía al sudeste, y Dhamon no tenía intención de alejarse tanto de sus compañeros.

Dhamon regresó al valle pasado el mediodía, y encontró a Maldred hablando aún con la tierra. Se volvió a marchar y corrió durante unas cuantas horas más, hasta que las botas le dejaron los talones en carne viva y sintió, por fin, un atisbo de fatiga. Oscurecía cuando regresó. Varek y Rikali estaban sentados junto a una pequeña fogata, asando algo que se parecía sospechosamente a un cordero. Maldred se encontraba tumbado de espaldas, profiriendo sonoros ronquidos, y el draconiano se hallaba de pie junto a él.

—No pretendo comprender lo que intentaba hacer con su magia —dijo Varek, señalando al hombretón—, pero, fuera lo que fuera, no funcionó.

Rikali asestó un codazo a su esposo.

—Mal nos ha dicho que sencillamente éste no es el lugar correcto; que iremos un poco más al sur mañana y lo volverá a intentar.

Rikali se puso a devorar, sin respirar siquiera, un pedazo de carne que Varek le había entregado, hasta que no quedó más que el hueso.

Dhamon comió muy poco. Le apetecía sobremanera un poco de alcohol con el que bajar la comida y también relajarse. Transcurrieron horas antes de que consiguiera dormirse.

Para cuando dejaron atrás el mediodía del día siguiente, Maldred ya los había conducido a otro lugar prometedor, pero también éste resultó infructuoso. Deambularon por el territorio durante tres días; dejaron atrás un pueblo y un grupo de casas de pastores, atravesaron una pradera y llegaron, por fin, a una estrecha franja de árboles, cuyo aspecto parecía indicar que los leñadores habían trabajado allí en primavera.

Maldred volvió a tumbarse en el suelo, y de nuevo Dhamon se marchó a correr, desapareciendo de la vista en cuestión de minutos. Los dedos del hombretón examinaron cuidadosamente la hierba, que era quebradiza y amarillenta.

—El otoño se está instalando con fuerza aquí —dijo—. El tiempo no tardará en refrescar.

Transcurridos unos instantes, ya estaba canturreando y hundiendo los dedos en la tierra. Minutos más tarde, se levantó y se encaminó hacia el oeste, donde volvió a tumbarse y repitió el proceso.

A Maldred, la magia le había resultado mucho más fácil de llevar a cabo cuando era joven, pero entonces se le hacía laboriosa, incluso en los hechizos más simples. El sudor empapaba sus ropas y discurría por su frente, a pesar de que el día no era especialmente caluroso. Tenía la garganta seca y la lengua hinchada, y pidió agua a Rikali antes de dirigirse a otro punto, y luego a otro y a otro más. Estaba a punto de volver a pedirle agua cuando su mente tocó algo que era de madera bajo las ramas de un algarrobo. No se trataba de raíces, y la madera no estaba viva, sino que estaba podrida y salpicada de clavos.

—¿Dónde está Dhamon? —consiguió decir Maldred, jadeando.

Varek y Rikali se encogieron de hombros al unísono.

—Corriendo —respondió el sivak—. Vigilando por si hay caballeros.

—Búscalo por mí, ¿quieres? —pidió Maldred a Varek.

El joven crispó los labios en una retorcida mueca de desagrado y sacudió la cabeza. Sin embargo, Riki dedicó a su esposo una sonrisa suplicante, y éste consintió de mala gana y se marchó veloz para seguir las huellas de Dhamon. La semielfa le siguió con la mirada mientras se alejaba; luego, devolvió su atención a Maldred.

—¿Qué encontraste, Mal? Puedes confiar en mí.

El hombre no respondió. Volvía a canturrear; cavaba hasta que sus manos quedaban cubiertas de tierra y, a continuación, las sacaba para avanzar con cuidado unos centímetros y volver a iniciar todo el proceso. La semielfa lo siguió, insistiendo en sus preguntas, y Ragh se mantuvo también a poca distancia, observándolo con atención.

Antes de que transcurriera una hora, Maldred estaba agotado, debido a la gran cantidad de energía que había tenido que depositar en su conjuro, pero se negó a parar. Cavó la tierra en media docena de lugares más antes de trasladarse a lo alto de un terraplén cubierto de maleza, sobre el que se dejó caer de espaldas, jadeante.

—¿Mal? ¡Mal!

—Estoy bien, Riki —respondió él tras unos instantes—. Sólo deja que descanse medio minuto.

Sin que él se lo pidiera, la mujer fue en busca de otro odre de agua, le sostuvo la nuca con una mano y prácticamente vertió todo el contenido del recipiente en la garganta del hombretón. Le secó el sudor de la frente con las manos.

—¿Aprendiendo a ser maternal, Riki? —preguntó él, una vez que hubo recuperado el aliento, y vio su expresión de angustia—. ¡Eh!, no quería decir nada ofensivo.

El rostro de la semielfa se relajó sólo un poco, y él rodó sobre su estómago, empezó a tararear otra vez e hincó de nuevo los dedos en la tierra.

—Hay algo aquí —anunció al cabo de unos minutos con voz rasposa a pesar del agua que había bebido—. Grande, roto.

Maldred apoyó el rostro contra el suelo para concentrarse en el contacto de la hierba seca y del polvo contra su piel, esforzándose por conseguir que sus sentidos penetraran todavía más en el interior del terreno.

La magia permitió que su mente viajara. Excavando como un topo, la mente dejó atrás los restos de raíces de un árbol que había estado allí en el pasado; dejó atrás rocas y los caparazones resecos de insectos, incluso el esqueleto de un animal pequeño. Apareció una fina lámina de pizarra, y a continuación se encontró viajando a través de más tierra, de más rocas, traspasando enormes pedazos de piedra que parecían haber sido tallados: tal vez se tratara de los restos de un edificio. Había trozos de madera finos y pulidos y, en cierto modo, conservados, a pesar del peso de la tierra, o quizá debido a ello.

—Patas de una mesa —musitó—. Un cazo.

Aparecieron más piedras talladas, con una uniformidad tosca. Sin duda, eran los ladrillos de una casa o un pozo. Y así pues, se levantó y se dirigió a otro punto situado cien metros más allá; luego, a cien más.

—Hierro —susurró—. Más hierro. No hay madera esta vez.

Se dejó caer, desilusionado, y estuvo a punto de dejarlo correr por aquel día, pero su mente seguía inquieta, seguía errando y tocaba un objeto tras otro.

—Hierro —repitió, y sus ojos se abrieron de par en par—. ¿Hierro? ¡Un áncora!

Maldred se negó a dejarse llevar en exceso por la excitación. Aquello rompería su concentración en el conjuro de búsqueda… y amenazaría el hechizo que ocultaba su cuerpo de ogro.

Ahondó más, buscando en círculos concéntricos lejos del ancla. ¿Qué tamaño tenía el áncora? Sus mágicos sentidos no podían decírselo. ¿Pertenecía a un bote de pesca? ¿Qué antigüedad tenía? ¿Era de un barco que navegaba por aquel río que había visto en el viejo mapa? Su hechizo no podía responder a ninguna de aquellas preguntas, y no quería detenerse para consultar el antiguo mapa.