Rikali dejó de pasear y dirigió una ojeada al hombretón.
—¿No podrías crear unos cuantos peldaños con tu magia? Podríamos descender y…
—Ya sabes que mi magia no es tan precisa, en especial con el… barro —repuso él, negando con la cabeza.
—¿Y alguna luz?
—Eso lo puedo hacer —respondió—, aunque no durará mucho.
—Bien…, las ropas serán de ayuda.
Dhamon se alejó en dirección a sus exiguos suministros y extrajo pantalones y camisas de recambio de las mochilas, y un vestido largo de la bolsa de Riki. No obstante las protestas de Varek y de la semielfa, empezó a rasgar las prendas para conseguir gruesas tiras, que luego ató entre sí. Enrolló una pequeña tira alrededor de una rama seca que recogió del suelo.
—No es una antorcha exactamente —indicó a Maldred, entregándosela—. No durará mucho, pero tendrá que servir.
Disponían de una sola manta, que Varek había cogido en el poblado de los dracs para Riki, y Dhamon la hizo jirones también para dar más longitud a su cuerda. Cuando hubo terminado, aseguró un extremo alrededor de unas rocas situadas algo más allá y comprobó la resistencia.
—Debería funcionar —anunció.
Maldred sostenía la improvisada antorcha cerca del tórax, acariciándola al mismo tiempo que le farfullaba cosas. Por un instante, el calor palpitó en su pecho, y luego, en su brazo; de pronto, la tela que envolvía el extremo de la rama se encendió.
Dhamon dirigió una mirada al sivak.
—Tú eres el que pesa más, de modo que serás el último, pero también vienes.
«Así podremos vigilarte», añadió en silencio.
—Yo soy liviano. Iré el primero —se ofreció Varek.
Maldred dio un paso para impedírselo, pero Dhamon posó una mano en el hombro de su amigo.
Dirigiendo a Riki un saludo con un movimiento de la cabeza, el joven agarró la antorcha y se introdujo velozmente en el agujero.
—Tu magia aflojó la tierra, Mal —indicó Dhamon en voz baja—. No pasa nada si nuestro muy excitado amigo es el primero en comprobar lo firme que está el suelo ahí abajo.
Observó cómo el muchacho llegaba al final de la soga de ropa y saltaba, después, los tres metros restantes. Varek describió un cerrado círculo antes de hacer una seña a los otros para que lo siguieran.
—¡No veo gran cosa! —gritó—. ¡Quizás uno de estos barcos tenga un farol!
La semielfa alargó la mano para sujetar la cuerda de tela.
—Las damas a continuación —dijo.
—No. Tú te vas a quedar aquí arriba —le indicó Dhamon, quitándole la soga de las manos—. Alguien tiene que vigilar por si aparecen caballeros de la Legión de Acero, o por si viene el granjero a quien pertenece esta tierra.
La mujer estrelló el pie contra el suelo, enfurecida.
—No ha aparecido nadie en todo el tiempo que llevamos aquí, aunque tú tampoco lo sabrías, Dhamon, ya que no has parado de corretear por ahí. Lo que sucede es que no quieres que vea lo que hay ahí abajo, ¿no es cierto? No quieres que tenga la parte que me corresponde del tesoro. Quiero lo que me toca, Dhamon Fierolobo. No vas dejarme atrás otra vez y…
—No quiero que te suceda nada, Rikali —la atajó él, posando un dedo encallecido sobre los labios de la mujer—. ¿Ves a Varek ahí abajo? La cuerda no llega hasta el suelo. Tuvo que saltar. —Bajó el dedo hasta el redondeado estómago de la semielfa—. No estás en forma para hacerlo.
—No quieres que me suceda nada —repitió ella en voz baja—. Entonces, ¿por qué me dejaste tirada en Bloten?
—Riki, yo…
—No sabía que te importaba, Dhamon Fierolobo. —Su tono era escéptico—. No sabía que te importara nadie, excepto tú mismo.
El hombre abrió la boca para replicar; luego, se lo pensó mejor. Al cabo de un instante, desapareció en el interior del agujero.
—¡Cerdos! Pero en cambio sí que estaba en forma para salvaros a ti y a Maldred de las ladronas —bufó Rikali, colérica—. Salvé tu despreciable vida. Estoy embarazada. No soy ninguna inválida. Puedo saltar, Dhamon Fierolobo, y puedo…
—Obtendrás más que la parte que te corresponda de cualquier tesoro que hallemos, Riki —dijo Maldred—, si es que hay algún tesoro.
Se aseguró de que Dhamon había abandonado la cuerda antes de empezar a descender y frunció el entrecejo al ver que habían arrojado al suelo la improvisada antorcha y que ésta se extinguía.
—No te dejaremos fuera. Lo prometo. Ahora, vigila bien.
La mujer contempló cómo el hombretón descendía velozmente por la soga. Cada vez más enfurecida, esperó hasta que el sivak se deslizó torpemente tras Maldred. La cuerda hecha de pedazos de tela se tensó y amenazó con desgarrarse.
—No quiero que vuelvan a abandonarme —refunfuñó en voz lo suficientemente baja como para que los hombres del fondo del agujero no pudieran oírla—. No quiero que nadie vuelva a dejarme atrás jamás.
Sus compañeros se fueron alejando de la abertura mientras la antorcha se apagaba. La mujer dejó de verlos, y la luz del sol que se ponía empezó a desvanecerse.
—Nunca jamás.
Aspiró con fuerza, aguardó unos instantes, y luego, los siguió.
—¡Por mi padre! —exclamó Maldred, sorprendido.
Había construido otra antorcha y la había encendido, y la débil luz revelaba que los tres hombres y el sivak se encontraban en una caverna tan grande que no podían verla por completo.
—Se extiende unos cuantos metros en aquella dirección —les informó el sivak.
Mientras avanzaban, la luz que sostenían hacía que las sombras danzaran sobre las paredes de piedra y tierra, y por encima de los cascos de madera de las naves.
—Barcos —dijo Varek, atónito, y su voz se quebró—. Veo una docena de ellos, creo. Podrían hacer falta días para registrarlos todos.
Estaba de pie, inmóvil, paralizado por la visión de tantas naves antiguas, de modo que no oyó cómo la semielfa saltaba al suelo de la cueva y se acercaba hasta colocarse junto a su hombro; tampoco la oyó cuando lanzó una ahogada exclamación de sorpresa.
Riki tenía los ojos abiertos de par en par y estaba boquiabierta. Se esforzaba por absorber toda la escena mientras su mente se llenaba de posibilidades cuando Maldred dejó caer la antorcha y contempló cómo se apagaba.
—¡Cerdos, ahora no puedo ver nada! —dijo al mismo tiempo que su mano se movía en el vacío hasta tocar la carne de alguien; al cabo de un instante, sus dedos habían descendido velozmente para agarrar una mano—. ¿Dhamon?
Él no hizo ningún movimiento para soltarla.
—Te dije que te quedaras arriba.
La mujer se soltó de un tirón y tanteó hasta localizar a Varek.
—¿Ragh?
Dhamon atisbo en la oscuridad. Maldred estaba a cuatro patas, palpando el suelo en busca de un pedazo de madera seca, mientras el draconiano se alejaba de ellos en dirección al barco más próximo.
—¡Ragh!
En un santiamén, la criatura había desaparecido dentro del casco.
—¡Maldito draconiano!
Pocos instantes después, Maldred ya tenía un trozo de madera que ardía con energía.
—Esto no funcionará, Dhamon —anunció.
Hubo un fogonazo, y la madera se convirtió en una larga ascua refulgente.
—La madera aquí está tan seca que prende como astillas. Tendremos que volver sobre nuestros pasos, ir a Trigal y conseguir algunas antorchas y faroles. También podríamos hacernos con el carro cuando estemos allí y…
Sus palabras y los últimos vestigios de luz se apagaron.
—¡Cerdos, no me gusta nada toda esta oscuridad! Resulta tétrica. Y hace mucho frío.
Dhamon se dio cuenta de que la semielfa tenía razón. Había estado tan absorto en el descubrimiento de los barcos que no había prestado atención a nada más. La caverna resultaba notablemente más fría que el terreno situado arriba. El aire era francamente helado, lo que provocaba que se le pusiera la carne de gallina en las zonas que la ropa no cubría. Merced a la agudeza de sus sentidos, notó cómo el vello de sus brazos era acariciado por una leve brisa, como si la cueva respirara. Era una sensación desconcertante, que la oscuridad agudizaba. Al cabo de un rato, comprendió qué lo provocaba: el aire más caliente de lo alto se deslizaba al interior y desplazaba el aire más frío. «En cierto modo —se dijo—, la cueva sí que respira».