—¡Cerdos, no me gusta esto! —exclamó la semielfa.
—En ese caso, deberías haberte quedado arriba.
La severa respuesta llegó de Maldred, que instantes después había conseguido ya que un largo tablón empezara a arder.
Entretanto, el draconiano había regresado con un farol oxidado, pero ardiendo, colgado alegremente de una zarpa. En el otro brazo, llevaba por las asas otros tres faroles sin encender.
—Tienes un animalito muy útil, Dhamon —declaró la semielfa, que se apresuró a tomar uno de los faroles que llevaba el sivak—. ¡Cerdos, esto está mugriento!
—Había unos cuantos barriles pequeños de aceite en la bodega de aquel barco —dijo Ragh a Dhamon, le entregó uno de los faroles apagados, y los otros dos, a Maldred y a Varek—. No había muchas más cosas de valor entre lo que pude ver.
Rikali sostuvo su farol en alto y tomó aire con fuerza.
—Mirad todo esto. Tendré algo maravilloso que contar a mi bebé —musitó, asombrada—. Todos estos barcos, metidos bajo tierra y tan lejos del mar. Esto es…, bueno, es… increíble. —Avanzó hacia el frente despacio, con la mano extendida—. ¡Qué relato para contar a mi bebé, en especial si encontramos un tesoro en todos y cada uno de esos barcos! Gemas y también collares de perlas. Crecerás en una casa magnífica.
—Riki —advirtió Maldred—, espéranos. No podemos saber hasta qué punto es estable el suelo.
Al sur había una nave de aspecto achaparrado, una que parecía casi tan ancha como larga. Se trataba de un antiguo barco de transporte con un palo mayor casi intacto por completo. La parte más elevada se había desprendido, y la bodega estaba profundamente enterrada en la arena y el barro.
—Por aquí —dijo Dhamon al mismo tiempo que avanzaba hacia la embarcación.
—Ya he dicho que no había nada de valor en ese barco —indicó el sivak, entrecerrando los ojos.
Dhamon no respondió durante unos segundos, limitándose a hacer una seña a Maldred.
—No pasa nada si todos le echamos un vistazo —dijo, por fin, al sivak—. Además, me iría bien un poco de aceite en este farol.
Adelantó, presuroso, a todos ellos, pues no quería que vieran la extraña sonrisa que había aparecido en su rostro y la excitación que había estado ausente durante tanto tiempo de sus ojos.
Los tablones agrietados de la popa facilitaban el ascenso a la nave, y en cuestión de minutos, ya se encontraba sobre una cubierta que crujía con cada paso que daba. La madera era tan vieja y débil que las planchas se doblaban bajo su peso, y Dhamon comprendió que podía precipitarse sobre las cubiertas situadas más abajo en cualquier momento.
Divisó la escotilla que conducía al compartimento de carga, que se hallaba parcialmente cubierto por una vela cuadrada por completo amarillenta, y avanzó despacio hacia ella, apartando la tela y las cuerdas podridas para avanzar con más facilidad. Detectó marcas de zarpas en la puerta y el tirador, obra del sivak. El draconiano había estado allí primero.
Una escalerilla descendente se perdía en la oscuridad, y Dhamon contuvo el aliento para, a continuación, iniciar el descenso con suma cautela, contando con la buena suerte para que los peldaños no se partieran.
—Si resistieron el peso del draconiano —musitó para sí—, entonces tendrán que…
Sobre su cabeza la cubierta crujió de manera amenazadora, lo que indicaba la llegada de sus compañeros. Las pisadas más sonoras y fuertes procedían del sivak.
—¡Aquí dentro! —les gritó mientras proseguía el descenso—. ¡Tened cuidado!
—La búsqueda podría llevarnos días, ¿verdad, Varek? —Maldred lanzó una carcajada mientras se encaminaba hacia la escalerilla—. Ya lo creo, espero que nos lleve muchos días. ¡Semanas! —Una sonrisa se extendió por su curtido rostro, al mismo tiempo que sus oscuros ojos brillaban alegremente—. Y si existe algún tesoro que encontrar…, ¡oh!, y desde luego que debe haber un tesoro…, ¡ojalá haya tantas riquezas que no tengamos que volver a robar en toda nuestra vida, ni una vez en todo lo que nos quede de nuestras espero que muy largas vidas!
Registraron la bodega durante casi una hora. Hallaron varios faroles más y el aceite del que el sivak les había hablado. Llenaron todos los que llevaban con el combustible, pero decidieron encender sólo uno cada vez, para conservar el aceite lo mejor que pudieran.
No había nada más de valor en el barco, y Ragh dedicó a Dhamon una mirada que venía a decirle: «Ya te lo dije». Había gran cantidad de huesos, y barriles que contenían alimentos tan petrificados que parecían piedras de colores curiosos. «Debió haber doscientos esqueletos en esta nave de inmensa bodega», se dijo Dhamon, fijándose en los cráneos, todos hechos pedazos cerca de cadenas para los tobillos sujetas a vigas y columnas.
—Un barco negrero, desde luego —anunció Dhamon con un lúgubre movimiento de cabeza—. No sabía que los piratas traficaban con mercancía humana.
—Al menos los negreros perecieron con ellos —observó Ragh.
Dhamon y los otros se apresuraron a explorar las otras dos cubiertas del barco, donde hallaron otra docena más de esqueletos. Sólo había algunas chucherías que valía la pena coger: una cadena de oro, un broche adornado con alhajas, unos cuantos botones y hebillas de cinturón. Tal vez, la riqueza que transportaba la nave habían sido los esclavos, y el capitán no tuvo tiempo de venderlos antes de que ocurriera el Cataclismo. O a lo mejor alguien había bajado allí ya, décadas atrás, y se lo había llevado todo.
Los únicos sonidos eran los que producían ellos al mover cajas y cofres, al hacer tintinear objetos metálicos, al pisar maderas que se partían ahí y allá bajo su peso, al conversar apagadamente. Cuando se detuvieron y se quedaron inmóviles, la atmósfera fantasmal del lugar se instaló entre ellos.
«Silencioso como una tumba», pensó Dhamon. Y a decir verdad se trataba de una tumba enorme. El ambiente resultaba sorprendentemente seco, a pesar de que el aire poseía un fuerte aroma rancio, y hasta que se acostumbraron a respirar el aire de la parte inferior, todos regresaban sobre sus pasos para colocarse bajo el agujero y llenarse los pulmones del aire más cálido y puro que penetraba lentamente por él.
Maldred eligió la siguiente embarcación que exploraron. Ésta era un sohar de tres mástiles, en el que aún se apreciaban algo sus finas líneas, no obstante los maderos rotos que sobresalían de ella. El barco tenía una longitud de casi treinta metros, y los costados habían estado pintados de verde, aunque sólo quedaban trocitos de pintura, que daban al caso el aspecto de escamas secas de pescado. Había un enorme agujero cerca de la proa, donde algo había golpeado la nave.
—Trae la luz, Riki —pidió Maldred—. Apenas veo nada.
Se aseguró de que todos lo seguían antes de deslizarse hacia el interior de la hendidura abierta en la bodega.
Hizo falta más de un día para registrar a fondo los primeros barcos, y Dhamon imaginó que el sol se había vuelto a levantar, a juzgar por la luz que se filtraba por el agujero de lo alto. Habían tenido un éxito moderado en su registro del sohar y de una carabela, pues encontraron un cofre pequeño pero pesado, lleno de monedas de oro, en vez de las monedas de acero que se habían estado usando como moneda corriente en Ansalon durante al menos las últimas dos docenas de décadas. Las monedas eran finas y redondas, con agujeros en el centro. En una cara, había erguidos tallos de trigo; en la otra, una escritura que ninguno de ellos consiguió descifrar.