¿Había imaginado simplemente las aves y el olor a agua salada?
—Estoy cansado —se dijo en voz baja.
No obstante, regresó al taburete y al libro. Echó de nuevo un vistazo a la página y le pareció que la nave se movía otra vez bajo sus pies, como si surcara las olas en un mar embravecido por la fuerza del viento.
—Imposible —declaró.
Los maderos del buque crujían suavemente con cada movimiento del oleaje, y una lámpara que colgaba del techo se encendió de improviso y empezó a balancearse con cada ascenso y descenso de la proa. Dhamon cerró el libro de golpe, y la habitación recuperó su antigua soledad.
—La Tempestad de Abraim —repitió.
El título del cuaderno se correspondía con las letras de la proa. ¿Era Abraim el capitán de ese buque? ¿Era un hechicero? ¿O simplemente había adquirido un magnífico libro mágico? Dhamon regresó de nuevo al diario; en esa ocasión, empezó por las primeras páginas. Inmediatamente escuchó el chasquear de velas hinchadas por el viento en la cubierta superior.
—El libro revive el viaje de la nave —musitó—. Extraordinario.
Se acomodó en el lecho. La luz que procedía del farol situado sobre su cabeza era más que suficiente para poder leer, y el colchón, cómodo.
El sonido de las gaviotas aumentó de volumen, y el crujir de los maderos y el chasquido de las velas se unió a ellas. Se escucharon pisadas en la cubierta y cómo alguien gritaba órdenes: «¡Orienta la vela mayor! ¡Navegamos a gran velocidad, muchachos! —Y luego—: ¡A virar, camaradas! ¡Conducidla hacia el viento para cambiar de rumbo!».
Dhamon se concentró en las proezas de La Tempestad, sintiéndose como si formara parte de la tripulación; abordando barcos mercantes con los vientres tan repletos que navegaban muy hundidos en el agua; transportando el cargamento a las bodegas de la nave pirata; encontrando secretos placeres en los brazos de una moza tras otra, o permaneciendo en pie sobre la proa y volviendo el rostro para recibir las salpicaduras del agua marina.
Transcurrieron las horas, y él seguía leyendo, saltándose páginas ahí y allá, pero jurando siempre que volvería atrás y lo leería todo más tarde. Un libro mágico como ése podría alcanzar un precio increíble.
—Un libro excepcional —murmuró.
Eso sería lo que entregaría a la sanadora, y sin duda sería suficiente para cubrir sus honorarios por curarlo.
Pero primero leería un poco más, para saborearlo. «Sólo una página más», se dijo mentalmente, pero a ésa siguió otra y otra. Con la siguiente anotación se sintió como si lo hubieran arrojado al Abismo.
Se encontró mirando directamente el rostro de Abraim, un hombre de nariz ganchuda, cruelmente curtido por el mar y el sol. El marino agitaba los brazos de manera frenética, ordenando a sus hombres que recogieran velas y sujetaran los barriles de agua. El viento había arreciado sin advertencia previa mientras navegaban por el río en dirección al puerto pirata.
—De modo que eras un pirata, Abraim —murmuró Dhamon—, y este libro es tu mayor tesoro.
A los hombres les preocupaba la posibilidad de encallar, pero Abraim tomó el timón y dedicó todas sus energías a mantener el rumbo de la nave. Sus labios empezaron a moverse, y Dhamon reconoció la formación de un conjuro. El capitán-hechicero intentaba calmar el viento alrededor del barco, y durante varios minutos pareció como si lo hubiera conseguido, de modo que la tripulación de la cubierta se tranquilizó.
El viento volvió a arreciar y adquirió una velocidad aún mayor.
—¡Invierta el rumbo, capitán!
El hombre negó con la cabeza y continuó con su magia, una mano sobre la cabilla del timón, y la otra describiendo ademanes en dirección al cielo. El viento volvió a calmarse, pero no por mucho tiempo.
El vendaval cayó entonces sobre La Tempestad con la fuerza de una galerna, y el capitán se dio cuenta demasiado tarde de que debería haber invertido el rumbo y dirigido la nave de vuelta al mar. Dhamon sintió cómo el miedo del hombre se elevaba por su propia garganta, notó cómo le martilleaban las sienes, cómo las manos sujetaban con más fuerza las aspas del timón.
—¡Mi magia no puede oponerse a esto! ¡A la bodega! —gritó el capitán a la tripulación.
El brutal temporal estaba provocado por los enfurecidos dioses, y ningún hombre —no importaba cuánta magia dominara— podía enfrentarse a él. Cuando empezaron los terremotos y el río se encabritó como un ser enloquecido, cuando la borrasca los persiguió río arriba, el capitán se dio por vencido. Al darse la vuelta, vio un muro de agua que se alzaba por encima y por detrás de la nave.
Dhamon escuchó el atronador rugido de las aguas y los débiles chillidos de los hombres arrojados por la borda. Oyó cómo la madera se astillaba al partirse el palo mayor; oyó el tremendo retumbo de la tierra a ambos lados del río.
Escuchó y vio sólo agua encima de él y tierra debajo, allí donde el río se abría; sintió una enorme fuerza que presionaba su pecho, y lo sumergía en una oscuridad eterna. Dhamon lanzó una exclamación ahogada y sacudió la cabeza.
Quedaban unas pocas páginas más en el libro, pero estaban en blanco. La historia finalizaba con la muerte de Abraim y de La Tempestad. El camarote volvió a oscurecerse, únicamente la luz del farol brillaba tenuemente sobre el escritorio, con el aceite agotado casi por completo. Dhamon se levantó de la cama y se tranquilizó; introdujo con cuidado el libro bajo el brazo, y fue a reunirse con sus compañeros. «Este libro pagará con creces a la sanadora», se dijo.
Él y Mal podrían marchar por la mañana en busca de la mujer. Una sonrisa tiró de las comisuras de sus labios, y dio una palmada al volumen. Podría librarse, por fin, de la maldita escama. Rikali y Varek —y también el sivak bien mirado— podían quedarse y explorar el resto del lugar durante tanto tiempo como quisieran.
Descendió de La Tempestad y dirigió la vista a la pared trasera de la cueva, donde estaba el estrecho túnel que él y Maldred habían descubierto por primera vez hacía apenas dos días. Él y Maldred podrían marcharse por la mañana…, pero quizá valdría la pena echar una rápida mirada ahí abajo primero.
17
Magia deliciosa
Podían ver su propio aliento en el estrecho corredor, cuyas paredes de piedra caliza eran frías al tacto. Dhamon iba en cabeza; Maldred sostenía el farol en alto detrás de él, y Rikali y Varek los seguían.
El sivak se detuvo un instante, contemplando cómo se alejaban; luego, impelido por una mezcla de deber y curiosidad, fue tras ellos. Encontró el pasadizo un poco justo, pues sólo sobraban unos pocos centímetros a cada lado de sus amplios hombros, y los afilados fragmentos de cristales que quedaban triturados bajo las botas de los otros se clavaban en sus pies. Volvió a detenerse unos doce metros más tarde, pasando las zarpas sobre nudosos grupos de corales y pedazos de conchas incrustados ahí y allá en la pared. Con los dedos, siguió la forma de un fósil de cangrejo.
Algo más lejos el pasillo se ensanchaba, y el techo, que había estado apenas unos pocos centímetros por encima de sus cabezas, desapareció en la oscuridad.
Tras casi toda una hora de marcha, Dhamon se detuvo y se volvió hacia Maldred.
—Ha llegado el momento de dar la vuelta —anunció—. Hay que ir en busca de la sanadora. No hay nada aquí.
Su amigo asintió y giró para retroceder, pero al cabo de un instante Dhamon alargó la mano para detenerlo.
—Espera. Oigo algo. —Se volvió de nuevo y siguió por el pasillo unos cuantos minutos más—. El viento, creo, Mal. —La desilusión se reflejaba con claridad en su voz—. Lo admito: fue idea mía entrar aquí, idea mía malgastar nuestro tiempo.
El pasadizo de piedra había ido a parar a una pequeña caverna circular, cuyo suelo estaba ocupado casi por completo por un estanque.
Los dos hombres levantaron la vista hacia lo alto, y Dhamon distinguió una delgada grieta por la que podría haber entrado el agua de lluvia que había originado el estanque.