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Llegaron a un corredor que no tenía salida, y Rig estaba a punto de indicar a los que los acompañaban que dieran media vuelta cuando Dhamon lo detuvo.

—Hay una corriente de aire aquí.

Palpó los ladrillos, oprimió dos, y la pared giró a un lado. Él y Ragh se deslizaron rápidamente al pasillo situado al otro lado, seguidos por el resto.

—Vamos a tener compañía aquí —indicó Dhamon al sivak, pues su agudo sentido del oído así se lo indicaba.

Más adelante se escuchaban los apagados siseos de unos dracs. Se trataba únicamente de dos, y a los pocos instantes no eran más que charcos de ácido sobre el suelo.

El siguiente túnel que tomaron estaba seco y olía a cerrado. El techo estaba repleto de telarañas, que la cabeza del sivak iba apartando. Lo siguieron durante casi una hora mientras serpenteaba y giraba sobre sí mismo, pasando junto a innumerables antorchas mágicas, colocadas en candelabros esculpidos.

—Ya no estoy seguro de qué dirección estamos siguiendo —dijo Dhamon al draconiano—, pero da la sensación de que vamos hacia el norte. Y…

Una pizca de aire fresco llegó hasta él, proveniente de una grieta en la pared, y Dhamon se apresuró a introducirse por ella, haciendo una seña a los demás para que lo siguieran.

Algunos minutos más tarde, penetraban en una cueva recubierta de moho. Las pocas antorchas que los hombres sostenían no proyectaban luz suficiente como para llegar a todas las paredes, pero la luz que llevaba uno de los hombres mostró otra grieta, ésta más amplia y con escalones que ascendían. Sin una palabra, Dhamon encabezó la marcha, escuchando con atención, con la esperanza de oír lo que pudiera aguardarles más adelante, pero no detectó otra cosa que el golpear de pies sobre los peldaños a su espalda.

Dhamon encontró a un único drac en la parte superior, y se lanzó sobre él, blandiendo su arma antes de que su adversario pudiera reaccionar. Dos rápidos golpes acabaron con el drac, y el ácido roció una celda llena de cadáveres. Entraron, entonces, en otro pasillo, que fácilmente mediría unos seis metros de anchura y al que se abrían más celdas, aunque todas, excepto una llena de cadáveres, estaban vacías.

—Moveos.

Dhamon dejó atrás las celdas y cruzó una puerta que distinguió al otro extremo. Ascendió a toda velocidad por otro tramo de escalones, sin detenerse más que el tiempo suficiente para asegurarse de que los otros lo seguían. Llegó a otro callejón sin salida, pero detectó fácilmente las rendijas en los ladrillos, pues entonces sabía qué buscar. Escuchó antes de presionarlos, sin oír nada al otro lado. La pared se abrió a otro pasillo sinuoso, uno que apenas medía un metro de anchura. Pasó al otro lado, indicando a los otros que se mantuvieran junto a él.

Prosiguieron su viaje por los túneles durante casi una hora antes de ir a parar a un corredor cubierto de pequeñas y relucientes escamas negras, tal y como lo habían estado los árboles en el poblado de los dracs. Dhamon alzó una mano para tocarlas. Tenían un tacto suave, como si pertenecieran a algo vivo.

—¡Por el Remolino! —musitó Rig.

Dhamon apresuró el paso. El túnel se elevó y giró hacia atrás; después se hundió bruscamente, para, a continuación, volver a elevarse de nuevo.

—Escaleras —anunció lanzando un suspiro de alivio; éstas eran de madera y ascendían hacia lo alto para mostrar el cielo nocturno—. Estamos fuera.

Los prisioneros liberados recuperaron energías con sus palabras, y en unos minutos habían subido todos los escalones y se encontraban de pie en las ruinas de lo que podría haber sido un templo décadas atrás. Las estrellas centelleaban desde las alturas.

—Ragh, ¿exactamente en qué parte de esta condenada ciudad estamos?

El sivak asomó la cabeza con cuidado por detrás de una desmoronada columna para orientarse.

—No lejos del mercado. Sospecho que hemos estado andando en círculos.

—Estoy tan cansada —susurró Fiona a Rig—. Mis piernas.

La mujer estaba apoyada contra él, con los cabellos pegados a los costados del rostro debido al sudor.

Dhamon salió a la calle. La ciudad parecía distinta de noche, cuando la oscuridad ocultaba gran parte de su fealdad. No vio a nadie por allí y adivinó, por la posición de las estrellas, que era pasada la medianoche. Faltaban sólo unas pocas horas para el amanecer. Cruzó la calzada y empezó a descender por una acera de madera. Se detuvo cuando divisó algo familiar: el establecimiento del comerciante enano. El mercado se encontraba sólo a unas manzanas de allí, y cerca de él, la posada donde encontraría a Maldred.

Regresó a toda prisa junto al sivak y los otros, y frotándose las manos en los pantalones, habló a los prisioneros liberados.

—No puedo deciros qué hacer —empezó—. Estamos cerca del centro de la ciudad. Sugiero que todos vosotros os marchéis, subáis la colina y sigáis andando hasta que hayáis abandonado el pantano.

—Yo conozco el modo más seguro de salir —dijo un hombre canoso de mediana edad—. Fui guardián aquí, antes de caer en desgracia. Hacia el este hay un paso que nadie vigila.

Dhamon asintió.

—Tómalo entonces, y todos los demás contigo. Rig, Fiona, vosotros os vais, también. No estáis en condiciones de seguirme. Tengo que encontrar a Maldred, y luego también yo me marcharé.

—Incluso aunque salvarnos fuera un accidente, te estoy agradecido por ello.

El marinero tendió su mano, y el otro la estrechó.

A continuación Dhamon se alejó, con el sivak pegado a sus talones, para correr hacia donde las sombras eran más espesas, en dirección a la desvencijada posada situada más allá del mercado. Los hombres que había liberado siguieron su misma ruta, aunque sin moverse tan deprisa y por el otro lado de la calle. Dhamon vio cómo el hombre canoso los conducía.

Justo en el momento en que la zona del mercado aparecía ante su vista, Dhamon observó que el antiguo guardián los conducía por una calle lateral en dirección este. En lo alto, escuchó el batir de unas alas, y al alzar la vista distinguió a un drac que volaba sobre su cabeza. Recortadas contra las estrellas vio otras figuras, dracs o draconianos que patrullaban la ciudad.

—La posada —anunció Ragh, deteniéndose al final de la acera y señalando más allá de la colección de jaulas del mercado.

Había unas cuantas luces encendidas en las ventanas más bajas, y también unas pocas en otras partes, pero ni con mucho tantas como Dhamon esperaba en una ciudad de ese tamaño.

Hizo intención de dirigirse hacia la posada, pero se detuvo al llegar a la hilera de jaulas. Los cabellos se le erizaron en la nuca.

—Algo no va bien —murmuró.

—En esta ciudad —le respondió el sivak en otro susurro—, nada va bien.

—No. Es más que eso.

Escudriñó las jaulas. Unas cuantas criaturas dormían, bien enroscadas en su limitado espacio, pero otras estaban despiertas. Los ojos moteados de dorado del enorme búho estaban bien abiertos y vigilantes. Los manticores también se hallaban despiertos, y el de más tamaño miraba en dirección a Dhamon. Dos dracs patrullaban el mercado por aquel lado, pero Dhamon sospechó que había más.

—Algo. Quizás algo nos está vigilando; quizás…

Sus palabras se apagaron cuando escuchó un gemido agudo que provenía del lugar por el que habían marchado los prisioneros liberados.

Echó una ojeada al cielo. El drac y los draconianos habían desaparecido de la vista, pero de todos modos seguía oyendo batir de alas, y el sonido de pies que corrían y de gritos desesperados.

—Han descubierto a los hombres que liberaste —indicó el sivak—. Será mejor que nos ocultemos, o también nos perseguirán a nosotros.

Dhamon no se movió, vigilando aún la calle lateral por la que habían desaparecido los esclavos. Vislumbró a un hombre flaco y sin apenas ropas, uno de los últimos que había sacado de las celdas. Rig y Fiona se hallaban justo delante de él; el marinero les gritaba a todos que permanecieran agrupados, mientras que Fiona les indicaba que buscaran cualquier cosa que pudieran utilizar como arma. Aunque sólo brillaba un poco de luz procedente de las estrellas y de unas pocas ventanas, Dhamon distinguió con claridad la expresión de pánico del rostro de la mujer.