Se inclinó sobre él y le musitó algo al oído. Entonces él sonrió, aunque fue algo efímero, y enseguida su rostro recuperó aquella expresión impenetrable.
—¿Cuál dijiste que era tu nombre, cariño? —Elsbeth estudiaba entretanto la cicatriz del rostro de Dhamon—. No soy muy buena recordando nombres.
—La edad hace estas cosas —intervino Satén—. Te estropea la memoria.
—Dhamon Fierolobo —se escuchó decir a una voz profunda procedente del otro extremo de la habitación—. Su nombre, señoras, es Dhamon Evran Fierolobo: luchador a lomos de dragón, verdugo de dracs y extraordinario buscador de tesoros. No encontraréis a un granuja más apuesto en todo Krynn, excepto, claro está, a un servidor.
Quien hablaba era un hombre más musculoso aun que Dhamon, que medía casi dos metros diez de estatura y estaba tumbado sobre el otro lecho, uno de mayor tamaño que amenazaba con derrumbarse bajo su considerable peso… y el de las tres mujeres apenas vestidas que estaban abrazadas a su cuerpo. Las pálidas pieles de éstas destacaban violentamente sobre la figura sudorosa y bronceada por el sol, y dos de ellas saludaron con la mano al unísono a Dhamon, que había alzado la cabeza para contemplar a los otros. La tercera mujer estaba ocupada enroscando los dedos en los cabellos castaños del hombretón y cubriéndole el rostro anguloso de besos.
—¿Y vos, señor, sois…? —inquirió Elsbeth, siguiendo la mirada de Dhamon hasta el otro extremo de la estancia—. No creo haber oído vuestro nombre tampoco.
El gigantón no respondió y se limitó a echar la sábana por encima de él y sus compañeras.
—Ése es Maldred —indicó, por fin, Dhamon; su voz sonaba espesa debido al ron, y sentía la lengua torpe en la boca—. Maldred, príncipe heredero de todo Bloten. No es en absoluto más apuesto que yo. De hecho, en realidad es de color azul y…
—¡Eh! —intervino rápidamente el otro, sacando la cabeza de debajo de las sábanas—. Cuidado con lo que dices, amigo mío. Dhamon, ¿es qué no tienes nada mejor que hacer que hablar? Venir aquí fue idea tuya, al fin y al cabo.
Todas las mujeres rieron por lo bajo.
—No me importa si habla, príncipe heredero de Bloten. —La voz de Elsbeth era entonces sedosa, y sus dedos acariciaban los nudos de los cabellos del hombre—. Tú y él podéis hacer lo que os plazca. Hablar o…
El príncipe heredero no la escuchaba. Había vuelco a desaparecer, perdiéndose por completo en los brazos de las tres damas, mientras la sábana se agitaba e hinchaba como una vela al viento.
Elsbeth devolvió su atención a Dhamon, e hizo una mueca al ver que Satén estaba abrazada a él y que los dedos del hombre se movían despacio sobre las suaves facciones de la ergothiana.
—Conozco a un ergothiano —le explicaba Dhamon—, un antiguo pirata. —Hipó y arrugó la nariz al oler su propio aliento agrio—. Su nombre es Rig Mer-Krel. ¿Has oído hablar de él?
—No. —La mujer ladeó la cabeza y le tiró de la corta barba al mismo tiempo que intentaba inútilmente pegarse más a él—. Ergoth es un lugar enorme, gran verdugo de dragones.
—Verdugo de dracs —corrigió Dhamon—. Nunca he matado a un dragón.
«Bueno, hubo aquel dragón marino, Piélago —se dijo—, pero obtuve una ayuda considerable para conseguir aquella hazaña».
—Nunca oí hablar de tu Rig Mer-Krel —prosiguió ella.
—Estupendo —repuso él—. Tampoco te gustaría Rig. Es un fanfarrón y un loco. Nunca me ha gustado mucho.
—Tú me gustas —replicó la joven, consiguiendo insinuar una mano bajo su cuello—. ¿Qué tal si ahora te quitas esto? —Le tiró de los pantalones con la otra mano.
Él sacudió la cabeza y volvió a hipar.
Elsbeth dedicó a Satén una mirada pagada de sí misma y se inclinó sobre Dhamon.
—¿Y si te los quitas por mí, cariño? Tal vez aprecias a una mujer con unos cuantos años, una que no esté tan huesuda. La experiencia es mejor que la juventud, ya sabes. Como el buen vino, mejoro con la edad.
—Y luego se convierte en desagradable vinagre —susurró la ergothiana en voz tan baja que sólo Dhamon la oyó.
—No. —Sacudió la cabeza con tozudez e hizo intención de levantarse de la cama, pero Elsbeth lo mantuvo tumbado—. Creo que seguiré con los pantalones puestos, muchas gracias.
La mujer de más edad profirió un sonido gutural, que fue rápidamente copiado por Satén.
—Eres un tipo raro —musitó la joven—. Tú mantenlo quieto —indicó a Elsbeth—, y yo iré a traerle a nuestro verdugo de dracs algo que le libere de sus inhibiciones. Le gustaba aquel ron especiado, ¿verdad? A lo mejor al príncipe heredero y a nuestras hermanas de allí también les gustaría otro trago.
La sensual ergothiana se arrastró fuera de la cama, agarró la túnica de Dhamon y se la puso. Dirigió una ojeada al lecho situado al otro extremo de la habitación; luego, se volvió para guiñar un ojo a Elsbeth antes de desaparecer por la puerta.
Elsbeth acarició la mancha de pasta roja que había dejado sobre el hombre.
—Serías muy guapo, señor Dhamon Evran Fierolobo, si te limpiaras un poco. Todo elegante con esa bonita espada… —Se volvió para contemplar el arma enfundada en la vaina que colgaba de la cabecera de la cama. La empuñadura de la espada tenía forma de pico de halcón—. Apuesto a que es valiosa.
Bajó la mano hacia un morral que había sido empujado a medias bajo la cama.
—También esto. Lo oí tintinear cuando lo dejaste caer, como si hubiera muchas monedas en su interior.
—No son monedas —respondió Dhamon, tajante—. Son gemas. Hay una buena cantidad de ellas.
—También tenemos una buena gema aquí —se escuchó decir a una voz aguda desde el otro lado de la estancia, pero quien hablaba quedaba oculto por la sábana—: el príncipe heredero y lo que lleva puesto. Tiene un enorme diamante colgado alrededor del cuello.
—La Aflicción de Lahue —susurró Dhamon.
Recordó que el diamante recibía su nombre de los bosques de Lahue, en Lorrimar, donde fue encontrado, y que poseía un valor incalculable. Se lo había quitado al caudillo ogro Donnag y lo había arrojado sin pensárselo dos veces a los pies de Maldred haría unos tres meses.
Elsbeth se recostó hacia atrás, manteniendo las manos firmes sobre el pecho del hombre.
—Así que realmente eres un fabuloso buscador de tesoros, Dhamon Fierolobo. Tu amigo, también. Tesoros ocultos bajo mi cama. ¡Y collares de gemas!
Dhamon se encogió de hombros, y el inesperado movimiento arrojó a la mujer al suelo.
—De todos los piojosos…
Pero Elsbeth se detuvo y sonrió. Luego, correteó a reunirse con Dhamon. Le pasó una pierna por encima y se sentó sobre su pecho para mantenerlo inmóvil.
—También yo poseo algunos tesoros, poderoso verdugo de dracs. ¿Qué tal si intercambiamos algunos?
—A lo mejor os daremos a vosotras, señoras, unas cuantas gemas antes de que nos vayamos —dijo Dhamon, alzando los ojos hacia la mujer. Y en voz más baja añadió—: A lo mejor las usaremos para conseguir salir de este país olvidado de los dioses.
—¿Nos daréis joyas?
—Sí; os daremos algunas joyas. —«Pero no las mejores del lote», añadió para sí, pues el ron no había afectado sus sentidos hasta ese punto—. También puedes quedarte mi maldita espada, por lo que a mi respecta. Empéñala en alguna parte y cómprate un perfume mejor. Esa arma no ha hecho ningún buen servicio.
La mujer depositó sobre la frente y mejillas de Dhamon una ávida lluvia de besos, esparciendo gran cantidad de pasta roja.
—Cariño, por aquí no pasa mucha gente como tú y el príncipe heredero de ahí. Normalmente, son tramperos, ladrones, en su mayoría ogros y sus hermanos mestizos; ninguno de ellos con más de unas pocas monedas en los bolsillos, ninguno de ellos con tantas joyas hermosas. —Se balanceó sobre las caderas y clavó los ojos en un punto de la barbilla del hombre; luego, bajó la mirada hacia una gruesa cadena de oro que colgaba de su cuello—. Así que qué os trajo a ti y al príncipe heredero…