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—Nos dirigimos fuera de Blode —explicó Dhamon—. Estamos hartos del territorio ogro. Somos ladrones, querida Elsbeth, como la mayoría de los que pasan por aquí. Pero no quisiera divulgar demasiados secretos del oficio.

Lanzó una carcajada hueca, pasándose la mano por la frente. Le dolía la cabeza; llevaba demasiado tiempo sin tomar un nuevo trago de ron. El calor de ese verano resultaba abrasador; eso, y el calor del cuerpo de la mujer frotándose contra él le impedían respirar con facilidad. Deseaba otro trago.

—Ladrones apuestos.

La mujer jugueteó con un fino aro de oro que colgaba de la oreja del hombre. Después, sonrió ampliamente y se acurrucó más sobre él.

—Ahora, respecto a esos pantalones…

—No —respondió Dhamon de manera tajante, y le sostuvo la mirada hasta estar seguro de que ella se sentía más que un poco incómoda—. Cuando oscurezca —añadió al cabo de unos instantes—. Entonces, me quitaré los pantalones.

—Un ladrón y un caballero —gorjeó ella, dirigiendo de nuevo la vista a la cadena de oro que rodeaba el cuello del hombre—. ¿Y a quién le robaste todas esas joyas, cielo?

—Ésas las gané —repuso Dhamon con una carcajada.

—¿Las ganaste? ¿Quieres contármelo?

Él negó con la cabeza.

—¿Qué tal si nos lo cuentas a cambio de algo de beber? —Satén se encontraba de pie ante la pareja, con una jarra de cerámica de cuello largo en cada mano—. Ron con especies, ¿de acuerdo? —Se movía tan silenciosamente que Dhamon ni siquiera se había dado cuenta de que había regresado.

Se sentó en la cama y alargó la mano hacia la que parecía la más grande de las dos jarras. Quitó el corcho con el pulgar y bebió copiosamente, dejando que el potente licor resbalara por su garganta. Ardió allí un instante, y luego se convirtió en un agradable calorcillo, que se extendió hacia su cerebro y ahuyentó el dolor de cabeza y el resto de males. Tomó otro buen trago y ofreció la jarra a Elsbeth.

—¡Oh, no!, cielo —gorjeó ella—. Ya beberé después.

—Tal vez no quede nada más tarde —replicó él.

Tomó otro buen trago y sostuvo el recipiente bajo su nariz. El aroma del licor con especias era preferible al de Pasión de Palanthas y a cualquiera que fuera el nauseabundo perfume dulzón que Satén se había echado por encima.

La ergothiana alargó la segunda jarra en dirección a la otra cama. El brazo de Maldred salió disparado hacia el exterior desde debajo de la sábana para sujetar el cuello del recipiente. Farfulló un «gracias» mientras introducía la jarra bajo las ropas.

—Sí, después, señor Fierolobo —ronroneó Elsbeth—. Tomaré un poco después de que nos cuentes la historia de esas gemas. Y después de que oscurezca —añadió mientras volvía a tirar, juguetona, de sus pantalones.

Satén se unió a ellos, trepando por encima de Dhamon para ir a tumbarse junto a él, en el otro lado.

—Si tu historia es buena, querido, iré a buscar otra jarra de ron. O dos.

Los oscuros ojos del hombre centellearon. No era de los que acostumbran a jactarse o a explicar historias, pero todavía había luz en el exterior y quedaba mucho tiempo. Pasó el pulgar por el borde de la jarra, bebió casi la mitad del contenido de otro largo trago y empezó.

—Mal y yo teníamos que llevar a cabo una misión para el gobernante de Blode, un feo ogro llamado Donnag. Nuestra tarea consistía en rescatar a unos esclavos de unas minas de plata para su señoría y transportarlos, una vez liberados, de vuelta a Bloten. Un lugar muy animado, Bloten.

—Era las minas de plata de la hembra de Dragón Negro Sable —contribuyó Maldred desde debajo de la sábana—. Las minas estaban custodiada por dracs. —Se produjo una pausa—. Pero como dije, Dhamon es muy bueno matando dracs, aunque no es tan bueno en sus tratos con las gentes de Bloten. Sigue, Dhamon. Cuéntales nuestro viaje a la ciudad de los ogros…

5

Recordando Bloten

Dhamon, Maldred y los esclavos liberados de las minas de plata se hallaban ante una desmoronada pared que tenía quince metros de altura en algunas partes. Las zonas más altas eran los tramos en mejor estado. En algunas secciones, la pared se había desplomado por completo, y las aberturas habían sido rellenadas alternativamente con rocas amontonadas y sujetas con argamasa, y con maderos hundidos profundamente en el suelo rocoso y sujetos con tiras de hierro oxidado y gruesas sogas. Se habían clavado lanzas en la parte superior de la pared, con las puntas inclinadas en distintas direcciones para mantener fuera a los intrusos.

En lo alto de una barbacana particularmente deteriorada se encontraba un trío de ogros bien acorazados. Tenían las espaldas encorvadas y estaban cubiertos de verrugas; las grisáceas pieles se veían llenas de furúnculos y costras. El de mayor tamaño mostraba un diente roto, que sobresalía en un ángulo extraño desde su mandíbula inferior. Gruñó algo y golpeó su garrote de púas contra el escudo; luego, volvió a gruñir y señaló a Dhamon y a Maldred, para a continuación alzar el arma con gesto amenazador y escupir. El guardia se sentía receloso. Conocía a Maldred, pero no reconoció al mago ogro de piel azulada bajo esa apariencia humana.

El otro respondió al guardia en la misma lengua gutural, y prácticamente gritó, mientras acercaba una mano al pomo de la espada, y la otra, a la bolsa de monedas colgada de su cinturón. Tras un momento de vacilación, la desató y la lanzó al centinela. El ogro entrecerró sus ojillos redondeados, dejó en el suelo el garrote e introdujo un dedo rechoncho en la bolsa para remover el contenido. Aparentemente satisfecho con la tasa —o soborno—, gruñó a su compañero, que abrió la puerta.

En el interior, varios ogros deambulaban por la calle principal. Con unas estaturas que oscilaban entre los dos metros setenta y cinco y los tres de altura, diferían bastante en aspecto, aunque la mayoría lucían rostros amplios con enormes narices gruesas, algunas decoradas con aros de plata y acero y huesos de animales. La piel que los cubría iba de un tono marrón claro —el color de las botas de Dhamon—, a un caoba brillante. Había algunos que mostraban una enfermiza coloración de un verde grisáceo, y una pareja que paseaba cogida del brazo por la calle tenía un color ceniciento.

—Rikali podría seguir aquí —indicó Maldred a Dhamon mientras penetraban en la ciudad—. Al fin y al cabo, le dijiste que ibas a regresar a buscarla. El sanador Sombrío Kedar sabrá si todavía anda por ahí, y su establecimiento no está muy lejos.

El gigantón ladrón indicó en dirección a la zona sudeste de la ciudad de los ogros.

—Mal, si Riki fuera lista, no me habría esperado —repuso el otro, sacudiendo la cabeza—. Si se molestó en esperar…

Hizo una pausa mientras se frotaba el cuello para eliminar la tortícolis.

»Bueno, entonces es que no es muy lista, y es culpa suya si no se ha marchado. Espero que se sienta feliz aquí. ¿Yo? Me marcharé enseguida. Nuestra intención es entrar y salir de este lugar en un par de horas, ¿no es cierto?

Al mirar hacia una callejuela lateral, Dhamon observó la presencia de una docena de ogros que cargaban grandes sacos de lona en carretas. Los trabajadores llevaban ropas harapientas y andrajosas pieles de animales, y cubrían sus pies desnudos con sandalias. Cada uno de ellos tenía un aspecto mugriento, tan terrible en todos los sentidos como los esclavos liberados, que seguían avanzando pesadamente detrás de él y de Maldred.

—No quiero estar aquí —musitó, asustado, uno de los pocos humanos liberados, pero el agudo oído de Dhamon captó el comentario y mentalmente le dio la razón.

—Es mejor que las minas —replicó el enano que iba a su lado—. Cualquier cosa es mejor que aquel agujero infernal. No veo a nadie encadenado aquí.