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Pero la carretera sigue. Y el tiempo (aunque no lo vea). El viajero, con pesar, acabado su cigarro, deja tan plácido lecho, se lava un poco en la fuente, mea al amparo de un pino y vuelve a su condición, que no es otra que seguir a donde le lleve aquélla. Aunque le lleve, como esta tarde, por lugares tan desiertos y perdidos como éste.

A donde le lleva ahora es hacia Lebuçao, que está, según dice el mapa, a apenas cinco kilómetros, pero que, de no ser por éste, nunca habría imaginado. Por delante, hacia el Oeste, el viajero sólo ve tomillos y matorrales, los mismos que viene viendo desde Bragança y que cada vez son más grandes y más espesos. En muchos tramos, de hecho, ni siquiera le permiten ver los montes que le escoltan por el norte y por el sur y que también son las mismos que lo hacen desde hace rato. Aunque, al revés que los matorrales, cada vez son más pequeños.

Tras uno de ellos, precisamente, aparece Lebução, un pueblo tan solitario como el que quedó ya atrás, pero que al menos tiene letrero. Está a la izquierda, según se llega, junto a la parada del autobús en la que varios niños están sentados, no se sabe si esperando el autobús o a que alguien se los lleve. Quizá sería lo mejor que les pudiera pasar a la vista del futuro que les espera en el pueblo. Que se lo pregunten si no a ese viejo que está sentado junto a su casa, a la sombra de una parra retorcida, y que tiene grabados en su rostro todos los vientos de Trás-os-Montes. Aunque, posiblemente, el que mejor lo sabe -aunque no pueda decírselo- es ese burro negro, impávido y esquelético que el viajero encuentra solo en una era, a la salida del pueblo, y que le mira pasar con una inmensa tristeza. Es el mismo burro viejo, tristísimo y somnoliento que el viajero ha visto siempre en lugares como éste y que le hace recordar una vez más el lamento que otro viajero lanzara atravesando un lugar tan vacío como éste. Era Ortega, y recorría los montes de Guadalajara, en España: "Pobres gentes de Soria y de Guadalajara. ¿Habrá en el mundo una tierra más pobre que ésta?".

Quizá haya sido el silencio, o el lugar, o la tristeza. Puede que también a él el sol y la soledad se le hayan subido ya a la cabeza. Pero al viajero, mientras se iba, le ha parecido escuchar al burro, que le respondía a Ortega:

– Sí. Trás-os-Montes, en Portugal.

La piedra bolideira

Al contrario que Lebução, la piedra de Bolideira es uno de los parajes más singulares de Portugal. Al revés que Lebuçao, la piedra de Bolideira no figura ni en los mapas, pero debería venir en todos los anuncios y las guías no sólo de Portugal, sino de Europa y del mundo entero. El viajero la vio por casualidad, que es como se suelen ver estas cosas, pero se la recomienda a todos los viajeros y los físicos y sobre todo a los levantadores de piedras. A aquéllos, por la sorpresa, y a éstos, por humildad.

La piedra bolideira (que baila) está en Bolideira, un villorrio desolado y moribundo a tres leguas de Pedhome y a cinco de Lebuçao, que le debe a la piedra el nombre, lo que indica hasta qué punto el lugar depende de ella. Bolideira, de hecho, no es ni siquiera un pueblo; es un conjunto de casas, la mayoría de ellas deshabitadas y con el cartel de en venta colgando de sus ventanas, que antaño fueron quizá posadas de carreteros, pero que ahora semejan un poblado abandonado del Oeste. De no ser por el garaje que todavía subsiste al pie del camino y de tres o cuatro casas con geranios, nadie diría que en Bolideira viviera alguien. El viajero, de hecho, cuando llegó, no vio a nadie, y pensaba seguir sin detenerse, pero cambió de opinión al ver en una pared un cartel escrito a mano: Pedra bolideira. A 100 metros. El viajero no sabía qué era aquello, pero su sexto sentido, ése que siempre le guía, le advirtió de que quizá podía valer la pena.

¡Y vaya si la valía!. El viajero, después de andar los cien metros, ve gente entre unos arbustos y, tras ella, en un montículo, el objeto de sus pasos: una roca de granito, como una hogaza invertida, apoyada sobre otra y partida por el medio. Al principio, el viajero no la entiende; quiere decir: no entiende cuál es su gracia. Piedras iguales que ésta las ha visto hoy por millares y ninguna le ha llamado la atención, ni mucho menos venía anunciada. Ni siquiera es la más grande o la más original. Poco a poco, sin embargo, a medida que la observa, comienza a ver algo extraño, sobre todo cuando uno de los hombres se despoja del reloj y la camisa y comienza a empujarla con los hombros, como queriendo emular a los héroes de la mitología griega. El viajero, sorprendido, observa con atención. ¿Cómo va a mover siquiera, por mucha fuerza que tenga, una mole como ésa? Para lograrlo harían falta dos mil hombres como él. Pero el hombre no parece que esté loco; como tampoco parece estarlo la gente que le acompaña y que le observa con atención mientras él sigue en su empeño. ¿Cuál es el misterio entonces?

– Se mueve -le dice el hombre, descansando y limpiándose el sudor después de tan arduo esfuerzo-. ¿No lo ha visto?

– Pues no -le reconoce el viajero.

El hombre, que no está loco, como tampoco lo están sus acompañantes (su mujer, sus suegros, sus hijos y unos amigos, todos vecinos de Chaves), le dice que mire bien, pues va a repetir el número.

– ¿Ve este palo? -le señala, apoyándolo en la piedra de forma que queda fijo entre la curva de esta y el suelo-. Pues fíjese bien en él.

El viajero observa con atención. El hombre, después de tomar aliento, vuelve a ponerse en cuclillas y comienza a pujar contra la roca como si pretendiera darle la vuelta. La vuelta no se la da (la roca, de unos diez o doce metros de diámetro y otros dos o tres de altura, debe de pesar muchísimas toneladas), pero, ante la estupefacción del viajero, el palo empieza a moverse y se desliza varios centímetros por la barriga de aquélla, prueba evidente de que la roca se mueve. Al final, cuando el hombre abandona, el palo, que es una vara, y por tanto es flexible, queda combado hacia adentro, aplastado como un arco por el peso de la piedra.