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– ¿Y ahora? -dice el titán, victorioso.

– Ahora sí -dice el viajero.

La verdad es que es curioso. El viajero, por más que mira, no ve moverse la roca, pero lo que está claro es que se ha movido. Ahí está el palo para probarlo si alguien tiene alguna duda. Mientras el hombre sigue empujando (se ve que le gusta hacerlo), el viajero rodea la roca buscando en alguna parte el misterio que ésta encierra. Porque de lo que está seguro es de que algún misterio hay. Si no, ¿cómo va a moverse?

Pero, por más que la mira, el viajero no ve nada. La piedra bolideira es una roca de granito igual que tantas, tan grande y firme como cualquiera. Si acaso, lo único que la distingue de otras es que está puesta al revés, es decir, apoyada sobre su parte más curva, y que está partida en dos justo por el mismo medio. Pero eso no explica que un solo hombre pueda moverla. Aunque sea tan fornido como el que lo estaba haciendo.

– ¿Quiere intentarlo usted? -le cede el honor el hombre cuando la ha dado la vuelta.

– ¿Yo?

– Es muy fácil, ya verá -le dice el hombre, animándolo-. Ni siquiera hay que hacer fuerza.

Obligado, más que animado, a intentarlo, el viajero se decide a dar el paso y a comprobar por sí mismo si es cierto lo que le cuentan. Es cierto. Incluso más de lo que pensaba. Aunque el viajero no es ningún Hércules (al revés: es más bien flojo, sobre todo hoy, que no ha comido), en cuanto empieza a empujar la roca, comienza a notar su peso a la vez que ve también cómo los palos se mueven. Primero se destensan brevemente, como si fueran ballestas, y luego empiezan a deslizarse, como ya había visto antes, por lo menos un centímetro hacia adentro. Cuando termina, los palos están más curvos, prueba evidente de que se han vuelto a mover y de que, por tanto, la roca también lo ha hecho. El viajero se separa y resopla satisfecho.

– ¿Lo ve? -le dice el hombre, sonriendo.

– Lo veo dice el viajero.

Pero, aún así, no termina de creerlo. Los palos se curvan, sí, y los de Chaves siguen mostrándoselo, pero el viajero no termina de creer que un solo hombre pueda mover esa roca; tiene que haber un misterio. Así que, después de mirar un rato, y mientras los otros siguen pujando (ahora ya hasta las mujeres y los niños), el viajero vuelve al pueblo en busca de alguien que se lo explique, si es que hay alguien que lo sepa.

Que lo sepa o no lo sepa, el único que se lo puede contar es el dueño del garaje, un hombre de edad mediana, pero con el pelo blanco, que trabaja en ese instante con la cabeza metida dentro del motor de un coche y que parece ser la única persona que hay ahora en Bolideira.

– No lo sé. Yo siempre la he visto ahí y lo cierto es que se mueve; pero por qué no lo sé -le confiesa abiertamente el del garaje, interrumpiendo su trabajo para atenderle.

Pero alguna teoría habrá -vuelve a insistir el viajero.

– Teorías, muchas -le dice el hombre-; pero fiables, ninguna.

– Por ejemplo…

– Por ejemplo, que es un meteorito. O que la puso ahí el diablo. O que está hueca por dentro.

– Pues hueca no parecía -dice el viajero, muy serio.

– Ni lo está, se lo aseguro -le dice el otro, sonriendo.

El hombre enciende un cigarro y mira la carretera. No pasa nadie por ella. El pueblo, o lo que sea, está tan solitario que da hasta miedo.

Pero es sólo en apariencia. Mientras continúan hablando (de la piedra y del garaje y de la ciudad de Chaves, que al parecer ya está cerca), aparece por la calle un vecino de paseo. El hombre, que ya es muy viejo, no sabe de lo que hablan, pero en seguida interviene. Según dice a preguntas del mecánico, que ahora hace de intérprete entre el forastero y él (no tanto por el idioma como porque el viejo está sordo), su abuelo y su bisabuelo ya conocieron la piedra, y ya entonces se movía igual que ahora. Incluso, afirma, se mueve sola cuando el viento sopla fuerte.

– ¿Y usted por qué cree que es? -vuelve a insistir el viajero.

– ¿Cómo dice?

– ¿Que por qué baila la piedra?

– ¿Y quién lo sabe? -responde el viejo. El viejo, como el mecánico, no sabe por qué se mueve. El viejo, como el mecánico, no sabe cuál es su origen, ni por qué baila, ni quien bautizó la piedra y, de rebote, a su pueblo. Pero lo que sí sabe el viejo, al contrario que el mecánico, que ya ha vuelto a su trabajo después de hacerles de intérprete, es por qué está rota al medio. Se lo dice al viajero cuando se alejan, señalando hacia el lugar donde se alza y donde todavía se oyen las voces de los de Chaves. No fue por causa de un rayo, como le dijeron éstos:

– La partió de un puñetazo un español -le dice el viejo, muy serio.

– ¿Cómo dice?

– Que la partió de un puñetazo un español -repite el viejo gritando como si el sordo fuera el viajero y no él.

Y, luego, con gran confianza, como si éste no lo supiera:

– Los españoles son muy brutos, ¿sabe usted?

El castillo de Monforte

A partir de Bolideira, justo al final de las casas, la carretera empieza a bajar y se comienza a ver ya, en efecto, como decía el mecánico, la vega del río Támega, sobre la que se asienta Chaves. La vega todavía está lejos, sumida bajo la bruma y el humo de los incendios, pero por la carretera se ven ya viñas y cultivos de maíz. Son el anuncio de aquélla.

El viajero, al volante de su coche, baja la ventanilla, se recuesta en el respaldo de su asiento y empieza a pensar que al fin se terminó el largo páramo por el que viaja desde hace horas. Incluso empieza, a pesar del polvo, a sentirse ya más fresco. Una dulce y agradable sensación que hacía ya tiempo que no sentía y a la que contribuye el verde (de los viñedos y del maíz), pero también el sol, que ya ha empezado a caer y lo tiene ahora justo enfrente de sus ojos.

Curva a curva, mientras baja, el viajero va mirando los maizales y las viñas y los pueblos que se alzan entre ellos. Están más diseminados, pero hay muchos más que antes; y, a su alrededor, los prados y los sotos de castaños sustituyen poco a poco al matorral y al centeno. Como los que dejó ya atrás, son pueblos pobres, pequeños, tendidos en las solanas como la ropa en los huertos, pero, al contrario que aquéllos, sus casas son de granito y tienen hórreos y galerías al más puro estilo gallego. Se nota que están ya cerca de la raya con Orense. Aunque, si se lo dijera, sus habitantes corregirían, y con razón, al viajero. Al estilo trasmontano, le dirían, con orgullo de su tierra.