– ¿Pero a cuánto está Verín de aquí?
– Cerca -responde el hombre-. Detrás de aquellas montañas -dice indicándole con la mano las que azulean al fondo, hacia la raya de la frontera.
El viajero no sale de su asombro. El viajero sabía que estaba cerca de España, pero no tanto como para alcanzarla de un cañonazo, por mucha fuerza que tengan los cañones y las bombas portugueses. Sobre todo, teniendo en cuenta la época en que debió de ocurrir aquello.
– ¿Y cuando fue?
– No sé. Cuando la guerra dos mouros sería -dice el hombre por decir.
– Sería cuando la de los españoles -le corrige el viajero, sonriendo.
– Sería -concede el hombre, que se ve que le da igual.
Pero al viajero no le da igual. El viajero aún no comprende por qué sus antepasados lucharon contra los mouros, así que menos contra los portugueses. El viajero, quizá por su condición, nunca ha entendido las guerras, cuanto menos entre hermanos y vecinos. Sobre todo cuando son tan amables como éstos.
– Lo mejor es llevarse bien dice, mirando el castillo.
– Sí -le da la razón el hombre.
– Y que no haya guerras.
– Sin duda.
– Ni fronteras.
– Quizá -considera el hombre, que además de servicial es complaciente.
Pero el viajero aún no está contento.
– ¿Firmamos la paz? -dice, dándole la mano.
– ¿Cómo dice?
– Digo que si firmamos la paz.
– Si usted quiere… -dice el hombre, que no sabe si va en serio.
– ¿Cómo se llama?
– Emilio Artur Queiroz, para servirle -responde el hombre, sonriendo.
Aquae Flaviae
Los últimos kilómetros antes de llegar a Chaves son como un sueño. Lo eran ya desde el castillo de Monforte, con el monte en primer plano y la vega allá, a lo lejos, pero lo son aún más a medida que el viajero se aproxima a la ciudad, que resplandece como un espejo bajo el resol de la tarde.
Para empezar, los últimos kilómetros antes de llegar a Chaves son ya todos de bajada. La carretera, que en Bolideira cambió su rumbo, quizá por mor de la piedra, se desliza suavemente por las cuestas de Monforte entre maizales y viñas y paredes de granito por las que trepan las parras y las hiedras de los huertos. Hay también flores silvestres. Y bojes. Y madreselvas. Y diminutos jardines con acequias y cisternas para el riego. La carretera va dando curvas. ciñéndose a la montaña y dejando a su derecha una cortina de árboles, castaños principalmente, entre los que se cuela el cielo y el sol verde de la vega. La vega, de hecho, no está muy lejos; al contrario, va surgiendo poco a poco, como el estuario de un mar, entre los pinos y los castaños y alrededor de los pueblos que va cruzando la carretera. Monforte, por ejemplo, aunque todavía en el alto, es tan verde como aquéllos. Como Falhões, ya a media cuesta, con su iglesia de granito y su tilo centenario y su viejo cementerio, también de losa y granito; y, por supuesto, con su cruzeiro. Porque, desde que empezó a bajar, aparte de maizales y de postes de granito (los de los kilómetros que va cumpliendo), la carretera se ha ido llenando de cruces, algunas ya muy antiguas, como esta de los Sagrados Milagros que mira al valle desde una curva y que tiene una hornacina con un Cristo que parece pintado por su peor enemigo.
Por lo demás, las casas, como la tierra, empiezan ya a ser más ricas; incluso hay pazos entre los pueblos. Pocos, porque el terreno es escaso y el que hay se lo reparten los jardines y las viñas que cultivan en terrazas desde tiempo inmemorial los dueños de estas haciendas. En algunas se ven hombres trabajando, pero, por lo general, la gente viene ya de regreso. Pronto será la hora de ir a cenar y a acostarse o de bajar a Chaves a divertirse (los jóvenes, sobre todo), pues mañana es día de fiesta.
Por fin, después de unas cuantas curvas, la carretera llega a la vega. Irrumpe en ella de pronto tras una hilera de árboles y continúa ya en línea recta. Es como si se relajara, como si después de todo lo que ha visto y ha pasado hasta este instante se entregara en cuerpo y alma al abrazo de los huertos. La verdad, no es para menos. En las riberas del Támega, cuya cinta azul y blanca se divisa ya a lo lejos, los huertos y los jardines se funden directamente. No se sabe si hay más vides, más flores o más acequias. Como tampoco se sabe dónde termina la vega. Un resplandor vegetal asciende desde la tierra y un olor verde y caliente invade la carretera. Un resplandor y un olor que al viajero le golpean y le ciegan brevemente y que le obligan a reducir la velocidad del coche hasta que se acostumbra a ellos. Después de la nitidez de la luz de las montañas, a los ojos les cuesta volver a mirar el verde.
La carretera sigue entre huertos y prados recién segados. Hay también campos de flores e invernaderos en torno a ellos. En algunos se ven hombres trabajando, inclinados tras la azada o agachados en la tierra. Otros, por contra, están sentados, mirando pasar los coches o descansando, a la sombra de algún árbol o a la puerta de las casas que se alzan entre los huertos y que salpican toda la vega. Son casas pobres, pequeñas, edificadas en sus orígenes para guardar los aperos y utensilios de labranza, pero que algunos han ampliado hasta convertirlas en almacenes o en pequeños chalecitos de una planta donde ir a merendar con la familia en las tardes de verano como ésta. La vega entera, de hecho, hasta donde la vista alcanza, está sembrada de ellas.
En los alrededores de Chaves, hacia donde el viajero se acerca ya después de desembocar en la carretera, más importante y mejor, que viene de la frontera (A Espanha 8, dice un cartel), el agua es tanta y el calor es todavía tan intenso que algunos niños se bañan en las acequias. Hay también gente mirándolos. Y caballos. Y cometas. Y coches que van y vienen en dirección a Chaves o a la frontera. La ciudad va apareciendo poco a poco, junto al espigón del río, como una continuación de las pequeñas casas huertanas que va enhebrando la carretera. El viajero, de hecho, no se da cuenta de que está en ella hasta que descubre el puente, que constituye su imagen más conocida, y su puerta de entrada más hermosa y más antigua…