– Lo que somos es muy viejos.
La señora se ríe y mira a sus compañeras. La señora lleva aquí cuarenta años, de los 63 que tiene, y está encantada en la Vila, como le llaman los bragantinos al casco antiguo, aunque no haya más que viejos. Los novos prefieren, dice, la ciudad nueva.
Nova, aunque ya con hijos, es, no obstante, una de ellas. Se llama Irene y es rubia y sonríe todo el rato. Como sus compañeras de charla, vive aquí desde hace años, desde que se casó en Bragança con un peón de albañil, aunque es de Mirandela. Añora, por supuesto, su ciudad, que está a 60 kilómetros, pero dice vivir a gusto en la Vila porque es, dice, como un pueblo. Y porque, además, añade, ante la complacencia de sus vecinas más veteranas, como vienen muchos turistas, se entretiene hablando con ellos.
El viajero, aunque no es turista, o al menos así lo cree (turista es el que viaja por capricho y viajero el que lo hace por condición), también está entretenido hablando con Irene y sus vecinas, pero, después de un rato, se despide y reanuda su paseo por la Vila, entre los callejones llenos de flores y gatos, hasta que sin darse cuenta desemboca otra vez en la explanada del castillo, al lado del edificio que se alza junto a la iglesia. Una mujer ya mayor, con una llave en la mano, se dispone en ese instante a enseñarlo a unos turistas y el viajero se une a ellos. Al viajero, al contrario que a Irene y a sus vecinas, no le gustan los turistas, pero quiere saber lo que hay ahí dentro.
– Ésta es la Domus Municipalis, también conocida como la Casa del Agua, joya única del románico portugués y la Domus más antigua del país -recita de corrido la señora mientras agita la llave, joya única también, al menos por su tamaño, de la forja portuguesa, en el centro de este enorme cobertizo de granito abierto a todos los vientos y bordeado de un largo poyo al que el viajero ya ha ido a sentarse. El viajero está cansado después de su paseo por la Vila y, como además entiende mal el portugués, sobre todo cuando lo hablan tan rápido, prefiere enterarse por sus guías de lo que la señora dice: que el edificio fue construido sobre una cisterna de agua allá por el siglo XII; que es, en efecto, la más antigua Domus de Portugal; que tiene planta pentagonal; que es de raís griega o romana y que, mientras estuvo en activo, era el foro comunal de las gentes de Bragança.
– ¿Y cómo se llama usted? -le pregunta el viajero a la señora cuando acaba de leerlo.
– Matilde -responde ésta.
– Pues muchas gracias, Matilde -le dice, dándole la propina y saliendo otra vez a la explanada.
No es que el viajero no sea educado. El viajero lo es, y mucho, al menos para los tiempos que corren, pero, como ya sabe lo que es la Domus, y como además no entiende bien el portugués de la señora (como tampoco cree que lo entiendan los turistas), prefiere seguir su ruta e ir a fumar un cigarro junto a la porca que ha visto antes, al llegar junto al castillo. Es un berraco de piedra, quizá de la Edad del Hierro (al menos, según las guías), y cuya profusión en Tras-os-Montes hacen suponer a éstas que fuera un animal especialmente temido o venerado en la región. La porca, partida en dos por una picota, a la que sirve de base, parece, sin embargo, ya bastante muerta y el viajero se sienta a fumar su cigarro al lado, a la sombra de los tilos que han plantado en torno a ella, mientras observa el ir y venir de la gente que despierta -ya tarde- a la mañana de verano en esta ciudad dormida, como la porca, en la leyenda de su castillo y en el tiempo. Ellos son los verdaderos bragantinos, los verdaderos reyes. de Portugal, aunque sus vecinos de allá abajo no lo sepan.
Segunda feira en Bragança
En las calles de Bragança (la ciudad nueva, aunque tampoco es tan nueva), hay ya mucha animación cuando el viajero regresa a ella. Son las diez de la mañana y la gente viene y va de un sitio a otro o se agolpa en los comercios y en las tiendas. Hoy es segunda feira, día de mercado en Bragança, y como además es fiesta (Nossa Senhora das Graças, cuya festividad se conmemora mañana, pero cuyas celebraciones empiezan hoy al decir de los carteles), los bragantinos están todos en la calle comprando o haciendo recados o, simplemente, matando el tiempo. Hay también mucha gente de los pueblos, campesinos que han venido a la ciudad a hacer sus compras o a ver al médico o al abogado y emigrantes que han venido a visitarla aprovechando que están de vacaciones en sus pueblos y a los que se les nota en seguida su condición y su procedencia. Mientras que aquellos visten de pobre y llegan en autobuses o en camionetas atiborradas de gente hasta lo imposible, éstos visten de turistas y circulan por las calles de Bragança en sus flamantes coches de importación y con matrículas extranjeras.
El viajero, después de abrirse paso entre ellos, consigue al fin aparcar el suyo, en una acera frente a la Sé, y, tras desayunar frugalmente en el Café A Chave D'Ouro, un enorme cafetón situado en una esquina de la plaza, se dedica a pasear por la ciudad confundido entre la gente. Primero va hacia la catedral, una modesta iglesia encalada que antaño fue de los jesuitas, sin mayores atractivos desde fuera (y, por lo que dicen las guías, tampoco dentro: el interior posee algunos azulejos notables, un órgano con carpintería policromada y los altares del coro en madera esculpida y dorada), y, luego, sin visitarla, da media vuelta y se pierde por las calles que confluyen en la plaza frente a aquélla. Al viajero le gustan las catedrales, pero las de verdad.
El viajero va contento. El viajero acaba de desayunar y, como, además, hoy es su primer día de viaje y está fresco todavía -pese a que el sol ya empieza a pegar-, pasea por las calles de Bragança feliz por estar aquí y deseoso de conocerla. Aunque, a decir verdad, lo que menos le atraen son sus monumentos. Lo que al viajero le atrae, y lo que mira al pasar, es la gente, esos hombres y mujeres que hablan en los portales o entretienen la mañana en las terrazas de los cafés o ante los escaparates de los comercios. El viajero no sabe portugués, pero entiende lo que dicen, aunque sea solamente por sus gestos. Por gestos se explica él, aparte de en español, cuando quiere saber algo o cuando, como ahora, entra a comprar a una tienda comida y agua para el camino, y todos le entienden perfectamente. Al fin y al cabo -piensa mientras camina-, el portugués y el español son dos idiomas hermanos, aunque Portugal y España hayan estado enfrentados durante tanto tiempo.