– ¿Que fiesta?
– La de la padroeira -le dicen muy contentos al viajero sus amigos Tiago y Pedro.
Los niños, en su papel de guías improvisados, y el perro, que al parecer le ha perdido el miedo, le acompañan serviciales hasta el interior del templo. La puerta está
abierta de par en par y se oyen voces cercanas, pero no se ve a nadie dentro. Sólo los santos, que contemplan Impasibles su llegada y ni siquiera se inmutan por ver a un perro en la iglesia.
Tampoco se sorprenden las mujeres que, tras recorrerla entera, el viajero encuentra al fin en la sacristía y que son las propietarias de las voces que venía oyendo desde que cruzó la puerta. Son tres, y están barriendo la iglesia y preparando las flores que adornarán el altar en la misa que se celebrará mañana en honor de la padroeira. La Virgen de la Asunción, según le explican a coro las tres mujeres.
Una de ellas, la más vieja, en seguida se ofrece para enseñarle la iglesia. Se llama Clotilde Graça y es la sacristana de ésta, aunque, como ya tiene muchos años, está adiestrando a una sustituta, que es la mayor de sus compañeras. Clotilde, pese a todo, conoce bien su iglesia:
– Éste es San Sebastián… Ésta la Crucifixión… Ésta, la virgen… Éste de las barbas, Judas… -le va diciendo al viajero, mostrándole las imágenes, mientras recorren el templo.
– ¿Judas? -dice el viajero, extrañado.
– Judas Tadeo. El bueno -precisa ella.
– ¡Ah! Pensé que era el Iscariote -dice el viajero riendo.
La mujer se ríe también (con sus dos únicos dientes) y sigue nombrando santos mientras recorren la iglesia. Anda por ella como si fuera su casa. Se le nota que está orgullosa de ella.
– ¿Y le pagan por cuidarla? -le pregunta el viajero, más pragmático.
– ¿Quién?
– No sé, el cura…
– ¡Qué! dice la vieja, sonriendo-. Si el pobre no tiene ni para él… Lo hago yo porque quiero.
– Pues irá al cielo.
– ¿Quién, el cura?
– No, usted.
– ¡Ah! -se ríe la sacristana cuando por fin le entiende-. Si soy buena…
Buena lo es, y mucho, y el viajero da fe de ello. Hasta que no le enseña toda la iglesia no para, y lo hace con interés y cariño, aunque sin muchos conocimientos. De la iglesia sólo sabe, por ejemplo, que es la más vieja del pueblo, y del confesionario, una magnífica pieza labrada, posiblemente del XVIII, que hace años que ya no se utiliza porque los curas de ahora son muy modernos.
– Será que ya no hay pecados -insinúa el viajero, poniendo cara de bueno.
– ¡Uff¡ Si yo le contara… -exclama la sacristana, enseñándole al reírse los dos dientes.
Tiago y Pedro, mientras tanto, les siguen entre los bancos, subiéndose a los altares y jugando con el perro. Al fondo, en la sacristía, se oye hablar a las otras, que siguen con su trabajo mientras su compañera le hace de guía al viajero. Ya han llegado ante la puerta.
– Bueno, Clotilde, pues muchas gracias.
– De nada -responde la sacristana mientras recoge la escoba para volver a su puesto.
Pero el viajero tiene aun una última pregunta para ella:
– ¿Y éste, cómo se llama?
– ¿Cuál?
– El perro.
– ¡Ah! Guilherme -le dice la mujer, mientras el aludido, asustado, se esconde al oír su nombre entre las piernas de la mujer, que resulta que es su dueña.
– Pues hasta luego, Guilherme -saluda el viajero al perro, despidiéndose a través de él de la mujer y de sus amigos Tiago y Pedro.
Señales de humo
La música de Vinhais, que cada vez se escucha más alta, acompaña al viajero hasta las afueras del pueblo. Es una música alegre, de fiesta, que anuncia a los que se acercan la que empezará esta noche cuando se enciendan los arcos de bienvenida y las luces de la iglesia de Clotilde Graça. Aunque para esa hora, quizá, la sacristana ya esté durmiendo.
El que se duerme, y ahora, es, sin embargo, el viajero. Entre el calor de la siesta, que cada vez es mayor, y con el runrún del coche, comienza poco a poco a adormilarse a medida que se aleja de Vinhais hasta quedarse, como en el Tuela, prácticamente traspuesto. La verdad es que hoy ha madrugado mucho para lo que es habitual en él.
Para evitarlo pone la radio. Las emisoras tienen ahora programas de variedades salpicados de canciones y de anuncios; son programas parecidos a los que también le llegan del otro lado de la frontera. Los anuncios varían según la cobertura de aquéllas (de Coca-Cola o de coches en las nacionales y de pequeños comercios o fiestas en las locales), pero las canciones no. Son los discos del verano en Portugal, canciones de amor y fados que cantan voces oscuras, normalmente de mujeres, y que impregnan el paisaje de una profunda tristeza. O quizá sea al revés. Desde que dejó Vinhais, el viajero no ha vuelto a cruzar un hombre ni una casa ni una huerta. Sólo algún coche de cuando en cuando y las montañas, que se suceden una tras otra hasta donde la vista alcanza y que se convierten en transparencias en dirección hacia la frontera.
La frontera, aunque lejana, va paralela a la carretera. Lo viene haciendo desde Bragança y lo seguirá haciendo hasta Chaves, según comprueba el viajero en su mapa y en los letreros que encuentra a través de aquélla: a Moimenta, 21; a Seixas, 15; a Santalha, 19… Pueblos todos, los nombrados, encaramados en las montañas, al borde mismo de la frontera. Incluso traza, al pasar Sobreira de Cima, el primer pueblo desde Vinhais -prácticamente desierto-, una curva hacia la izquierda, que es la misma que hace la carretera siguiendo el espinazo de los montes en dirección hacia Rebordelo. De haber seguido como hasta ahora, habría acabado en España.
El sol está quieto, inmóvil. Las montañas reverberan como espejos bajo él y, a lo lejos, hacia el sur, una columna de humo se eleva en el horizonte como la fumarola de un volcán. Es lo único que se mueve en el paisaje, el único signo de vida que alcanza a ver el viajero en este inmenso desierto, en el que apenas se ven ni pájaros. La verdad es que hace tanto calor ahí fuera que los que hay deben de estar durmiendo.