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La fumarola se va agrandando a medida que el viajero empieza a acercarse a ella. Parece ya un hongo atómico más que el humo de un volcán. De todos modos, no es la única señal de humo que se avista en el paisaje. A lo lejos, en la dirección de Chaves, otra columna de humo se eleva de entre los montes y aún se ve otra más allá, en dirección hacia la frontera. Son más pequeñas que aquélla, pero igual de amenazantes.

En una curva, un ensanchamiento y cuatro árboles solitarios aconsejan al viajero hacer un alto. Aunque apenas lleva andados 10 kilómetros, le vendrá bien para espantar el sueño. El lugar, además, es estratégico: en lo alto de una loma, en medio del ancho páramo, le permite dominar todo el paisaje hasta la misma raya de la frontera. Con la ayuda de su mapa, y mientras fuma un cigarro, el viajero se entretiene en buscar por las montañas las aldeas cuyos nombres ha ido viendo en los letreros. Hay más de las que parece. Alguna, incluso, quizá sea ya de España, aunque en la lejanía todas parezcan iguales. El viajero está mirándolas, sentado contra una acacia, cuando un coche se detiene junto a él. Lleva adosada una caravana y lo conduce un corsario, a juzgar por los tatuajes que luce por todo el cuerpo. Que el viajero recuerde ahora, dos cruces (una entre rayos divinos), un corazón, un triángulo y un casco con un fusil bajo la tetilla izquierda.

El hombre, que viaja con su mujer y con dos niños pequeños, le pregunta en francés los kilómetros que faltan para Chaves.

– Sesenta -dice el viajero, consultándolo en el mapa.

– ¿Cuántos?

– Sesenta -vuelve a decirle al viajero.

El corsario le ha entendido a la primera. Si lo ha vuelto a preguntar no es porque no le hubiera entendido, como creía el viajero, sino porque le parecen muchos. Al parecer, el francés lleva viajando 10 horas y pensaba que Chaves estaba ya más cerca.

– Si quiere, le digo menos -le dice aquél, sonriendo.

– ¿Cómo dice?

– Digo que, si le parecen muchos -repite-, le digo menos kilómetros. -No entiendo dice el francés.

– No importa dice el viajero. Y, sin insistirle más, vuelve a desplegar el mapa para ver lo que a ambos les espera.

Lo que les espera a ambos es lo mismo que ya han visto: montañas, curvas, calor y algún perro atropellado y tirado en la cuneta. Hasta Curopos, que es el siguiente pueblo en el mapa, la carretera sigue subiendo y bajando montes y retorciéndose por las cuestas. Es como una montaña rusa, pero de polvo y asfalto. Desde Sobreira, además, apenas hay ya letreros. Aparte del de Curopos, que está muy viejo, y del de la carreterilla que va a Candedo -y a la ermita o santuario de su nombre-, durante varios kilómetros el viajero sólo encuentra una pintada, y además, incongruente: Viva Espanha ha escrito alguien en un muro en correcto portugués.

Curopos, como Sobreira de Cima, está en lo alto de un monte, al pie de la carretera, pero, a pesar de su situación, parece también desierto. Al viajero, en cualquier caso, le llama más la atención el nombre de otro que queda cerca: Vale de Janeiro. Debe de ser, como aquél, un pueblo insignificante, quizá incluso más pequeño todavía (Vale, al revés que Curopos, queda fuera del camino), pero al viajero le hace pensar, quizá para no dormirse, en la hipotética relación que el pueblo Pudiera tener con Río, aunque Brasil quede ahora tan lejos. Al fin y al cabo, piensa mientras conduce, de aquí salieron muchos de los pioneros que fundaron y dieron nombre a las ciudades del país americano, a partir muchas veces de los nombres de sus pueblos.

Las fumarolas siguen creciendo. En tamaño y en el número. A las tres que ya había antes, se han unido por lo menos otras tantas. Parece como si toda la terrafría estuviera ardiendo hoy. El viajero las mira mientras conduce, temeroso de encontrarse alguna de ellas en su ruta. Sobre todo el hongo atómico, que cada vez lo tiene más cerca.

El paisaje, mientras tanto, sigue pelado y desértico. La carretera de Chaves, que ahora busca Rebordelo, avanza entre matorrales y alguna encina raquítica sin dejar a sus costados otra cosa que el silencio. A lo lejos, hacia el norte, aún se ven algunos pueblos (Candedo, quizá Sandim, puede que Soutochao, ya en España), pero, alrededor de aquella, la soledad va en aumento. El viajero, adormilado, cruza montes y más montes, sube cuestas y más cuestas, dobla docenas de curvas (siempre con la esperanza de hallar algo al otro lado) y lo único que encuentra, aparte de nuevas curvas, son las señales de humo, que cada vez son más grandes. El viajero mira al cielo esperando cuando menos que una nube rompa la monotonía, pero tampoco la encuentra. Sólo el sol, que sigue inmóvil como si fuera un tatuaje grabado en mitad del cielo.

Poco a poco, sin embargo, la carretera empieza a cambiar. Tímidamente al principio y, luego ya, abiertamente a medida que se acerca a Rebordelo, los montes van suavizándose y comienza a aparecer algún olivo y alguna viña por las laderas. Son viñas pobres, raquíticas, como quemadas por los incendios, pero que dan al paisaje un poco de humanidad y de esperanza al viajero. Junto a una de ellas, de hecho, una familia ha detenido su coche, quizá para merendar, al lado de una caseta. En otra, en cambio, alguien abandonó definitivamente el suyo, incapaz seguramente de volver a ponerlo en marcha. El coche, irreconocible, está ya tan oxidado que parece, como las viñas, quemado por los incendios.

Por fin, después de varios kilómetros, un hombre que viene andando y tres o cuatro tractores anuncian al viajero la cercanía de Rebordelo. El pueblo se le aparece de pronto, al coronar una loma, como si estuviera escondido detrás de ella para que nadie lo viera.

Rebordelo, sin ser grande, tiene ya empaque de villa, comparado sobre todo con los pueblos que el viajero ha visto desde Vinhais. El pueblo, de casas grandes, muchas de ellas de granito -un poco al uso gallego-, se agolpa en una colina, al pie de la carretera, y, aunque el calor todavía aprieta (son las cinco de la tarde), la gente está sentada por las calles mirando pasar los coches y las columnas de huno de los incendios. Una de ellas, la más grande, está justo frente al pueblo.