Pero había más: no habían detenido a Ray Santana. La policía no sabía cómo justificar que un hombre armado con un revólver, en pijama y descalzo lograse salir de un hospital rodeado por todos los miembros de seguridad del centro y decenas de agentes. El locutor no pudo resistir la tentación de dar su propia opinión: al fin y al cabo, aquello era Nueva York, y por más extraña que fuese su indumentaria, a lo mejor había salido tranquilamente por la puerta y se había mezclado con la multitud de Manhattan.
A las siete de la tarde, la directora de relaciones públicas del CMM, Barbara Hinkle, dio una conferencia de prensa, que la WINS resumió en uno de sus informativos.
El Centro Médico de Manhattan, dijo Barbara Hinkle, se felicitaba de que nadie hubiese resultado herido en el desgraciado incidente. El hospital no daría más comunicados hasta que hubiese concluido una investigación preliminar de lo que había estado a punto de ser una tragedia. Lo que sí añadió Hinkle fue que, por el momento, la dirección del hospital no había logrado localizar al doctor Harry Corbett, el médico que hizo que el autor de los disparos ingresara en la habitación 218, en la planta 2.
«Estoy segura -había dicho Hinkle-, de que el doctor Corbett ha estado sometido últimamente a una gran tensión como consecuencia de la trágica muerte de su esposa. Tengo entendido que ha precisado atención médica para superar su gran pesadumbre, así como por las secuelas de su estrés postraumático, consecuencia de su heroico comportamiento en Vietnam…»
¡Estrés postraumático!
– ¡Vaya, hombre! ¡Menuda lengua tiene la Barbie del hospital! -exclamó Harry.
Estaba claro que los médicos más influyentes del hospital ya se habían reunido y decidido una estrategia común para afrontar el colectivo desastre a que los abocaba el doctor Harry Corbett… ¡Estrés postraumático! Harry temblaba al pensar qué otro «síndrome» se sacarían de la manga si a alguien se le ocurría preguntar quién era su psiquiatra.
«… aventuramos que el doctor Corbett pudo utilizar el nombre de Max Garabedian para hospitalizar a otra persona por la que debe de sentir especial aprecio pero que no está afiliado a la Seguridad Social -proseguía Hinkle-. Quizá un compañero, ex combatiente de Vietnam. Y todo se ha descubierto ante el desquiciamiento del paciente.»
«Bonito -pensó Harry-. Muy bonito. Y… no muy lejos de la realidad.»
El resto de la conferencia de prensa de Barbara Hinkle no añadía nada sustancial, salvo que examinaban la identidad y el historial de las enfermeras particulares que atendían al falso Garabedian.
Durante cuarenta minutos, las emisoras no dieron más noticias. Luego, media hora antes de que Harry tuviese que salir en dirección a Nueva Jersey, una noticia aseguraba que se había aclarado uno de los muchos misterios relacionados con el caso. Un electricista que reparaba el circuito de calefacción había sido encontrado por un empleado de mantenimiento atado y amordazado en el subsótano. Un hombre que respondía a la descripción del fugitivo le había robado la ropa, los zapatos y los veinticinco dólares que llevaba (aunque la cartera se la devolvió en seguida). La policía la había examinado, por si había huellas dactilares; igual que la habitación que «el loco del revólver» había ocupado durante tres días.
«Creo que estaba nervioso y asustado -comentaba el electricista-. La verdad es que se ha portado bastante bien conmigo. Me ha devuelto la cartera porque me ha dicho que sabía el engorro que significa tener que pedir un nuevo carné de conducir. No me ha hecho ningún daño, aunque creo que sí me lo hubiese hecho de haberme resistido…»
Harry miró el reloj: eran las 20.10; por tanto, ya oscurecía y se encendían las luces de la ciudad. Puso en marcha el motor del BMW y lentamente, muy lentamente, bajó por la rampa del parking.
A las 20.15 en punto apagó la radio y se adentró en el tráfico. Empezaba la partida.
Aunque no creyese estar excesivamente nervioso, Harry tenía las manos blancas de tanto crisparlas en el volante. Miró el reloj: eran las 20.20 ¿Dónde estaba? ¿Y la llamada? Volvió a mirar el reloj. «Bueno -pensó-. A lo mejor son sólo las 20.18.» Entonces sonó el teléfono.
– Sí.
– Estoy en un árbol, Harry -susurró Maura casi sin resuello-. En la copa de un árbol de una fronda contigua al descampado. ¿Increíble, no? Si llego a saber que conocería a un hombre que me iba a hacer subir a los árboles de los vertederos de Nueva Jersey en plena noche con un revólver entre los muslos, no me hubiese molestado en darme a la bebida.
– Pues yo no estoy en un lugar tan exótico -dijo Harry en un tono innecesariamente bajo-. En la calle noventa y seis, en dirección a la avenida. ¿Se ve ya a alguien?
– Ni un alma. He encontrado un sitio estupendo para dejar el coche y un excelente puesto de observación.
– ¿Estás segura de que nadie te ha visto?
– Completamente. ¿Crees que te sigue alguien?
– No lo sé.
– Da igual que te sigan o no. Espera… Me parece que se acerca un coche por la carretera. Te volveré a llamar a las nueve menos diez, salvo que el que esperamos esté demasiado cerca del árbol.
– Lo estás haciendo estupendamente, Maura. ¿Vas bastante abrigada? Me parece que no tardará en llover.
– Estoy muy bien. Ya te lo he dicho antes: esta noche va a quedar todo solucionado.
Con un ojo en la carretera y otro en el retrovisor, Harry enfiló por la avenida Henry Hudson. A cierta distancia, volvió a ver el mismo turismo de color oscuro que estaba casi seguro que iba detrás de él desde el principio. Pero Maura tenía razón: daba igual que su anónimo comunicante lo hiciese seguir. Iba a cumplir con las instrucciones al pie de la letra. Maura era el as que guardaba en la bocamanga.
Nada más cruzar el puente George Washington empezó a lloviznar. A Harry lo molestaba mucho conducir con el limpiaparabrisas funcionando. Sólo lo conectaba cuando no tenía más remedio. En esta ocasión, no obstante, lo puso en marcha en cuanto cayeron las primeras gotas. Si algo se torcía aquella noche, no iba a ser porque él cometiese alguna estupidez.
En cuanto hubo cruzado el río, ya en Nueva Jersey, consultó el mapa de carreteras. A tres kilómetros de la orilla dejó la carretera principal y se adentró por un barrio obrero de arboladas calles. Los patios y los pequeños jardines de las casas, de madera en su mayoría, rebosaban de toda la parafernalia propia de familias con hijos de corta edad. El coche oscuro que seguía al BMW iba a unos doscientos metros y llevaba las luces apagadas. A Harry le pareció ver que eran dos las personas que iban en el coche.
Harry reconoció fácilmente el cruce en el que el informador le había indicado que se detuviese durante un minuto. Estaba a punto de volver a arrancar cuando sonó el teléfono. Maura llamaba con varios minutos de antelación. Ya antes de contestar, Harry intuyó algún contratiempo.
– ¿Sí?
– ¡Para inmediatamente, Harry! -le susurró Maura, muy asustada-. Hay policía por todas partes. Una docena de agentes, por lo menos. O puede que más. Como no se ven los coches patrulla, cualquiera diría que no ocurre nada. Pero el caso es que están aquí.