Выбрать главу

A Harry se le heló la sangre. Miró el retrovisor. El coche oscuro seguía detrás, a unos ciento cincuenta metros. Harry arrancó y siguió despacio calle adelante.

– ¿Y qué más?

– Tu amigo Dickinson está aquí. Durante unos momentos lo he tenido a tres metros del árbol. Ahora ha ido a comprobar que todos sus hombres estén en sus puestos.

– ¿Estás segura?

– ¡Y tan segura! Colabora con él un teniente que parece ser de por aquí y estar muy entusiasmado por participar en… tu captura. Los he oído comentar que has concertado una entrevista aquí con una persona. Supuestamente, le has ofrecido veinticinco mil dólares para que se deshaga de un cadáver que tienes oculto, para que se lo lleve a mil kilómetros de aquí y lo entierre donde jamás lo encuentre nadie. El supuesto comunicante ha dicho que estabas loco, y que te divierte matar. Dice haber llamado porque te tiene miedo. Debes huir, Harry.

Aunque desconcertado y confuso, Harry optó por hacerle caso a Maura y aceleró.

– Pues tú procura que no te vean -dijo Harry-; aléjate de la zona y ve a mi apartamento en cuanto puedas. Te llamaré allí.

– Ten cuidado, Harry.

Nada más colgar, Harry consultó el plano. Al llegar al próximo cruce tomaría a la izquierda o seguiría hacia delante, en lugar de girar a la derecha como le indicó el supuesto informador. Los dos del coche oscuro que lo seguía tardarían, a lo sumo, tres o cuatro segundos en percatarse de que se apartaba del plan inicial.

Harry pensó que lo más seguro para él era tratar de volver a la autopista. Aceleró hasta ponerse a poco más de 60 km/h.

¿Enterrar un cuerpo? ¿Cómo se le ocurría a Perchek que podía crearle problemas con algo tan inverosímil? A menos que…

En cuanto comprendió de qué se trataba, Harry apagó las luces, giró bruscamente a la izquierda y pisó a fondo el acelerador. Al llegar al siguiente cruce volvió a girar, pero esta vez a la derecha y luego a la izquierda. Oía la sirena de un coche patrulla muy cerca y veía los luminosos haces azules entre los árboles. El firme de las calles, tan agrietado y seco durante las dos últimas semanas a causa del intenso calor, estaba ahora resbaladizo debido a la lluvia y al aceite derramado por los coches.

Harry llegó al fin a una calle que desembocaba en la carretera principal. Aunque Harry era un conductor muy prudente, y rara vez corría, ni siquiera en autopista, iba ahora a más de 130 km/h. Un coche que saliese marcha atrás de una casa… un niño en bicicleta… Era muy peligroso ir a semejante velocidad por allí. No cabía duda de que los agentes del camuflado coche policial que lo seguía habían pedido refuerzos.

No sabía qué hacer. Circulaba por unas calles casi inundadas, en una zona que no conocía, de noche, en un BMW que tenía diecisiete años y, muy probablemente, con un cadáver en el maletero. Un minuto. En cosa de un minuto lo alcanzaría el coche que lo perseguía o le cortaría el paso el que llegaba con refuerzos.

Se acercaba a gran velocidad a una carretera principal. Si era la misma por la que había llegado a la zona, era de dos carriles por sentido y sin valla divisoria. El turismo estaba ahora a menos de tres manzanas y le ganaba terreno rápidamente. Harry pensó en frenar, dar la vuelta y enfilar por la autopista hacia el norte. No obstante, en el último momento vio que había un perceptible hueco en el tráfico, en ambos sentidos. Pisó a fondo y cruzó los cuatro carriles de la autopista como una exhalación. Estuvo a punto de chocar con dos tractores que iban a cruzarse. Los esquivó de milagro. Oyó un desafinado concierto de bocinas y un estridente chirrido de neumáticos.

Su perseguidor no tendría más remedio que renunciar a cruzar, porque el tráfico de la autopista volvía a ser fluido en ambos sentidos.

Harry vio una bocacalle y se adentró por allí. Redujo un poco, miró hacia atrás y vio que uno de los tractores había volcado.

Oía varias sirenas a lo lejos. Se metió por una calle secundaria y se adentró hasta la mitad de una rampa de acceso a una casa. No se veía luz en el interior.

Las sirenas aullaban cada vez más cerca. Bajó sigilosamente del coche, temeroso de que de un momento a otro se encendiesen todas las luces de la casa y de que un perro guardián se abalanzase sobre él. Miró en derredor. No tenía ni idea de dónde estaba, salvo que la fachada de la casa daba al río y la parte de atrás al oeste, a un bosquecillo. Con un poco de suerte podría ocultarse entre los árboles y darse un respiro para ver qué hacía.

Harry abrió el maletín y se llenó los bolsillos con lo que calculó que podían ser alrededor de 7.000 dólares. Llevaba unos elegantes zapatos, que podrían ser muy adecuados para impresionar a los empleados del banco, pero muy poco para huir de la policía.

Cogió la llave del maletero y fue a abrirlo. Sintió el impulso de dejarlo correr… y correr. Temblaba al pensar qué nueva pesadilla le tendría reservada Perchek. Ya se enteraría después, por las noticias, del contenido del maletero.

Oyó una sirena muy cerca y vio un coche patrulla lanzado a toda velocidad calle abajo. Harry se ocultó entre las sombras. El círculo se estrechaba. Disponía de muy poco tiempo. Introdujo la llave en la cerradura del maletero, vaciló un poco en el último momento, pero al fin abrió. Un nauseabundo hedor le dio en la cara como un bofetón. El cuerpo de Caspar Sidonis estaba allí, desmadejado. Su rostro estaba blanco como la cera, y en ambas sienes tenía costras que correspondían a los orificios de entrada y salida de una bala.

Con el estómago revuelto, Harry titubeó. ¿Qué iba a hacer ahora? Tragó saliva y cerró lentamente el maletero.

– Pobre hombre -musitó Harry, que en aquel mismo momento vio acercarse un segundo coche patrulla.

Iba muy despacio, sin la sirena y con las luces apagadas.

Dos agentes inspeccionaban con las linternas las casas y accesos de ambos lados de la calle.

Harry volvió a ocultarse entre las sombras. De un momento a otro enfocarían hacia donde él estaba. Miró el maletero, echó a correr hacia el fondo del patio y saltó una valla de tela metálica que separaba la casa del bosquecillo colindante.

En cuanto dio con los pies en tierra, sintió un dolor en el pecho que lo dejó sin aliento. Partía del esternón y le llegaba a la mandíbula y las sienes. Tropezó y cayó sobre un empapado rodal cubierto de musgo. Se puso perdido, no sólo a causa del agua sino de su intensa sudoración.

El aullido de las sirenas le llegaba ahora desde todas las direcciones. Se adentró a gatas en el bosque y no se enderezó hasta que llegó junto a un árbol de grueso tronco. Se ocultó detrás. El dolor empezó a remitir. Respiró hondo para dominar sus náuseas y tranquilizarse.

No debía descartar entregarse. No era imposible que algunos creyesen que le habían preparado una trampa. Mel Wetstone ya había hecho más de un milagro con él. Quizá pudiera librarlo también de aquello.

Pero no. La idea de que lo detuviesen y lo encarcelasen, pensar en cómo se cebaría en él el inspector Albert Dickinson, se le hacía insoportable.

Capítulo 37