El afortunado mortal que Harry eligió era un motorista que conducía una Harley Davidson. Harry lo vio desde una arboleda contigua a una gasolinera. El motorista fue al lavabo y, en cuanto salió, Harry le hizo señas para que se acercase. Era un tipo desgreñado con tatuajes en los brazos.
Era tan poco probable que el motorista temiese acercarse a Harry como que le gustase la policía. Harry le ofreció mil dólares por un trayecto de media hora, y el motorista aceptó en seguida.
A lo largo de sus años de ejercicio de la medicina, Harry había visto las terribles consecuencias de muchos accidentes de moto, con la suficiente frecuencia como para tenerle un saludable temor a subir a lo que los médicos de urgencias llamaban con cruel sarcasmo «ciclodonantes».
Por lo menos, aquel motorista, que dijo llamarse Claude, iba mínimamente preparado. Harry se puso el casco de acompañante que llevaba Claude, se agachó todo lo que permitía el asiento trasero, apretó los dientes y se abrazó a aquel motorizado oso.
– Eh… Si va a seguir tan cariñoso, tendré que cobrarle otros cien -dijo el motorista.
– Si no corres, me comportaré -replicó Harry.
A lo largo del primer par de kilómetros se cruzaron con cuatro coches patrulla.
– Algo muy gordo has debido de hacer, tío -gritó Claude.
– Sí. No pagar multas de aparcamiento -gritó a su vez Harry.
Durante la media hora que Harry estuvo agazapado en el matorral contiguo a la central eléctrica, vio pasar cinco vehículos policiales y un coche patrulla de Montclair.
Harry se secó el sudor de la frente y trató de ver claro cuál debía ser el siguiente paso a dar. En cierto modo, no podía quejarse, ya que había escapado milagrosamente a la trampa que Perchek le había tendido en Fort Lee. Con todo, al término de su vertiginoso viaje de cuarenta minutos en Harley Davidson, a Harry le castañeteaban los dientes. Le dio cien dólares de propina al motorista con el mismo desenfado que si le diese uno, y aceptó a cambio un pin que representaba una calavera.
Ahora, a medida que crecía su temor de no haberse entendido bien con Phil respecto del punto de encuentro, pensaba que ojalá Claude hubiese seguido con él.
Sendas curvas equidistaban del lugar en el que Harry se había escondido (estaban a unos cincuenta metros). Las luces de los faros de los coches que se acercaban se reflejaban en los árboles varios segundos antes de asomar por cualquiera de las dos curvas. Al oír el ruido de un motor o ver el reflejo de un faro, pegaba el cuerpo al fondo de la acequia paralela a la carretera. De manera que cada vez se ensuciaba y se mojaba más.
Era ya noche cerrada y la llovizna persistía. Oyó que un coche se acercaba a la curva que quedaba a su izquierda. Momentos después, vio el reflejo de la luz de los faros en la arboleda. Un camión, pensó a la vez que echaba de nuevo cuerpo a tierra. Pero no era un camión sino una caravana, grande como un autocar, que avanzaba lentamente seguida de cerca por un coche.
Harry contuvo la respiración al ver que ambos vehículos se detenían a menos de tres metros de donde él estaba. Los dos conductores pararon los motores y apagaron las luces.
El lugar quedó de nuevo sumido en la oscuridad hasta que, al abrirse y cerrarse una de las puertas de la caravana, el resplandor de la luz del interior iluminó una franja de la carretera.
– ¿Dónde estás, Harry?
Era Phil. Harry tardó unos instantes en contestar de tan agarrotados como tenía los músculos de la mandíbula a causa de la tensión. No veía muy claro qué hacían allí dos vehículos, pero, en sus circunstancias, no tenía más remedio que confiar en la sensatez de su hermano.
– Estoy aquí, Phil -contestó al fin Harry, que se enderezó y trató, en vano, de sacudirse parte del barro.
Phil se situó frente a la caravana, que Harry identificó entonces: una Winnebago.
– ¿Estás bien?
– Calado hasta los huesos, y aterrorizado -dijo Harry-. Si eso es estar bien…
– Pues aunque te parezca increíble, ahí dentro tengo un traje térmico que te va a sentar de maravilla.
– ¿De quién es ese coche?
– De Ziggy White. ¿Te acuerdas de él?
– ¿El que se forraba apostando a que podía conducir durante un kilómetro con los ojos vendados?
– Yo no quería que me acompañase, pero ha insistido. Por lo visto, su trabajo no le proporciona suficientes emociones fuertes. Aunque un agente de Bolsa como él… Además, dice que nunca olvidará que un día lo libraste de que Bumpy Giannetti le diese una paliza.
– Dale las gracias de mi parte -dijo Harry al subir a la caravana ayudado por Phil-. Lo que ocurrió, probablemente, es que Bumpy pensó que era más fácil atizarme a mí.
El interior de la Winnebago era más lujoso que cualquier hotel en el que Harry hubiese estado.
– ¡Es increíble! -exclamó Harry, que se despojó de la camisa y miró a su hermano, estupefacto-. ¿Es tuya?
– De momento, es tuya. Es el modelo Luxor, lo mejor que existe en caravanas: dos televisores, antena parabólica, fax, teléfono, bar, frigorífico, cadena estéreo, lavadora-secadora, doble airbag y mobiliario de madera de cerezo. Me has dicho que necesitabas un coche, pero he pensado que también necesitas dónde alojarte sin correr peligro. Y entonces he caído en la cuenta de que tenía ambas cosas en una. Las alquilamos a clientes que necesitan alojamiento pero no quieren hospedarse en un hotel. La documentación va a nombre de mi empresa. Está en la guantera, junto a un folleto de instrucciones acerca de dónde la puedes aparcar y dónde no. También está en el folleto el número de mi «busca». Puedes localizarme durante las veinticuatro horas del día.
– Phil… Yo… Muchas gracias. Muchísimas gracias. Esto es perfecto. ¿Cuánto…?
– Quita, quita -lo atajó Phil-. Más vale que no te lo diga.
Harry se secó la cara y las manos con una toalla y luego sacó de los bolsillos los empapados fajos de billetes.
– Has olvidado mencionar el importantísimo microondas, Phil.
– No hagas toda la pasta de una vez -le encareció Phil a la vez que le pasaba un traje térmico Nike-. Creo que no podría soportar verla volatilizarse tan de prisa. El frigorífico está bien provisto y en el armario hay ropa de tu talla. Ten cuidado y no te quedes en un sitio demasiado tiempo. ¿Necesitas algo más?
Harry reflexionó unos instantes. Luego cogió papel y bolígrafo del escritorio de caoba y escribió una nota para Maura.
– El portero de casa se la entregará, Phil. Y vete para casa porque ya has hecho más que suficiente.
– Qué vida la nuestra, Harry -exclamó Phil tras guardarse la nota en el bolsillo-. No te negaré que durante años, sobre todo después de que te condecorasen por lo de Vietnam, me esforcé en los negocios porque quería superarte en algo.