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Maura estaba física y mentalmente agotada, pero también estaba demasiado nerviosa y preocupada por Harry como para poder conciliar el sueño. En el sofá tenía la nota que un tal White le había entregado hacía unas horas:

Maura:

Estoy bien. Te espero, a las diez de la mañana, frente al local en el que quedamos con Walter el primer día. Si no aparezco, vuelve al cabo de tres horas. Yo haré lo mismo. Primero, coge varios taxis, luego el metro y después ve a pie. Ten cuidado. Lo más probable es que te sigan.

Te quiero.

Harry

Lo único que White le había dicho sobre Harry era que estaba sano y salvo. Una hora después, Albert Dickinson subió a hablar con ella. Pistola en mano, el inspector y un agente registraron el apartamento. Pese a estar acompañado por otro agente, Dickinson se mostró tan brusco y maleducado como en el hospital. No quiso oír ni media palabra acerca de la inocencia de Harry Corbett, ni sobre Antón Perchek, ni sobre nadie. Lo único que quería saber era dónde estaba Harry Corbett.

– Señora Hughes, ¿sabe cómo castigan las leyes de este estado la complicidad con un fugitivo acusado de asesinato? -le había preguntado el inspector-. Si conoce usted el paradero de Harry Corbett y no nos lo dice, le prometo que pasará usted la mayor parte de lo que le quede de vida en la cárcel.

– Dudo que ninguna cárcel pueda ser más desagradable que esta conversación -replicó Maura con una irónica sonrisa.

– Por lo visto, la estupidez es algo genético. Me complace comunicarle que acabamos de ascender a inspector a alguien con más espíritu de equipo y menos imbécil que el «yalero» de su hermano.

– Oiga, teniente, si quiere fumar, hágalo fuera -dijo Maura, que no sólo hizo caso omiso del comentario de Dickinson sino que, en lugar de señalar hacia la puerta, le indicó la ventana.

Por un momento, Maura temió que Dickinson fuese a pegarle. No fue así, sino que el inspector optó por dar media vuelta y salir del apartamento mascullando juramentos.

Maura cerró entonces la puerta con llave y echó el cerrojo.

Ahora, por lo menos, estaba más relajada para seguir los reportajes de TV, que incluían entrevistas con ejecutivos del CMM, enfermeras, agentes de policía, el electricista a quien atacó el «loco del revólver» y Max Garabedian. La única novedad era que el falso Garabedian no había sido detenido ni identificado, aunque ya habían enviado a analizar las huellas dactilares detectadas en la habitación del hospital.

«¡Ánimo, Ray!», exclamó Maura para sus adentros. Estaba satisfecha de no haber caído en la tentación de beber, pese a la enorme tensión de aquella noche. Lo que sí necesitaba con urgencia, no obstante, era dormir. De manera que puso el despertador a las 8.30, desconectó los timbres de todos los teléfonos del apartamento y colocó el contestador cerca de su cabeza. Si llamaba Harry para comunicarle algún cambio de planes, lo oiría.

Antes de disponerse a dormir, sonó el teléfono, lo cogió y, al oír la voz de un desconocido, estampó el auricular en la horquilla.

– ¡A ver si nos dejan tranquilos de una puñetera vez! -exclamó, exasperada.

A las 8.00, adormilada, Maura oyó un mensaje del productor del programa Última edición: le ofrecía a Harry el suficiente dinero como para pagarse el mejor equipo de abogados, a cambio de la exclusiva de su historia.

En cuanto hubo acabado de oír el mensaje, Maura fue a ducharse. Después hizo café y se lo tomó junto a la ventana. Estaba nublado pero no llovía.

El C.C.'s Cellar no estaba muy lejos de allí, pero quería salir con una hora de tiempo. Cogería un taxi hasta las inmediaciones del edificio de las Naciones Unidas. Luego, iría a pie hasta una estación del metro. A continuación cogería otro taxi, y quizá entrase en unas galerías comerciales. Finalmente, tomaría un tercer taxi hasta un par de manzanas del club. Pensaba que, en el superpoblado Manhattan, con tanto paso subterráneo, estaciones de metro y grandes almacenes, no debía de ser tan difícil conseguir despistar a cualquiera que la siguiese.

Se puso téjanos, zapatillas deportivas y una camisa, y cogió una bolsa de las muchas que había en el armario de Evie. En la bolsa metió su billetero, la peluca oscura que llevaba en el hospital y una blusa blanca, por si tenía que cambiar de aspecto sobre la marcha. También metió, por si acaso, téjanos, camisa y zapatillas para Harry. Ella creía que era impensable que volviese al apartamento. Maura cogió también el revólver. Le daba seguridad llevarlo, aun a riesgo de que la detuviesen por tenencia ilícita de armas.

Bajó los seis pisos por las escaleras. Rocky Martino se sobresaltó al verla asomar en el vestíbulo. Se puso en pie de un salto y, aunque se echó un poco hacia atrás, no pudo evitar que a Maura le llegase el pestazo a vodka.

Rocky tenía los ojos enrojecidos y le temblaban las manos, pero logró mantener mínimamente la compostura.

– ¡Qué susto me ha dado, señorita Hughes! -exclamó Rocky, que se humedeció los labios, un poco cohibido-. ¿Puedo servirle en algo?

Maura pensó en cuántas veces no habría ella tratado, tan inútilmente como Rocky, de disimular que estaba bebida, aunque creyera, como probablemente él ahora, que lo conseguía.

– ¿Podría pedirme un taxi? -dijo Maura a la vez que rebuscaba un billete en la bolsa.

– En seguida, señorita -contestó Martino-. ¿Sabe algo del doctor Corbett?

– No, Rocky, no sé nada.

– Ojalá todo le vaya bien -dijo Rocky, que salió de detrás del mostrador de la conserjería y fue hacia la puerta con largas y lentas zancadas.

Martino le hizo señas al taxi que, al cabo de unos momentos, se situó en la entrada. Maura le dio entonces a Rocky un billete de cinco dólares.

– Tenga, Rocky, para que se tome algo a mi salud.

– Muchas gracias, señorita -dijo él tras guardarse el billete en un bolsillo del pantalón.

Maura detectó en su sonrisa algo que no le gustó. Fue a subir al taxi bastante inquieta.

– A las Naciones Unidas -le indicó Maura, que en cuanto el taxi arrancó miró hacia atrás-. Le iré diciendo por dónde quiero ir. No le preocupe que no sea el camino más directo.

El taxista asintió con la cabeza. Si la seguían, lo hacían muy bien, pensó Maura, que cuando hubieron recorrido unos cien metros comprobó que no tenían a nadie detrás. No obstante, cabía la posibilidad de que alguien fuese por delante con una radio, pero, por si acaso, en seguida tomaría medidas.

Al pasar frente a un quiosco vio la fotografía de Harry en la portada de todos los periódicos. «Eh, no se lo pierdan. ¡El Doctor Muerte ataca de nuevo!» No tenía ninguna gracia. No había en todo aquello nada de aventura romántica. La noche anterior, durante un rato, allí arriba en la copa del árbol contiguo al descampado, confiaba en que todo iba a terminar bien; se sintió como Grace Kelly en Atrapa a un ladrón, o como Audrey Hepburn en Charada. Ahora, en cambio estaba desanimada, exhausta y asustada. No quería ni imaginar cómo debió de sentirse Harry al abrir el maletero.