Papá había ido a comprar helados para la fiesta, según le contestó un niño, y mamá estaba en el cuarto de baño.
Harry le dijo al pequeño que volvería a llamar dentro de una hora.
Eran casi las once. Faltaban aún dos horas para el segundo intento de encontrarse con Maura frente al C.C.'s. Harry, por supuesto, acudiría, pero estaba casi seguro de que Maura no. ¿Perchek? ¿Dickinson? ¿Maura, que se había vuelto a emborrachar? Lo último era lo que le parecía menos probable.
Harry miró el salpicadero, que casi parecía el cuadro de mandos de un reactor. Tenía gasolina de sobras.
Corbett volvió al centro de la ciudad. No creía que le quedase más alternativa que tratar de localizar a Ray Santana. Aunque detestaba la idea de poner en peligro a Mary Tobin, no tenía más remedio. Además, si la policía y Mary «llegaban a las manos», pensó Harry sonriente, compadecía a… la policía.
Harry localizó a Mary en su casa. Tal como imaginaba, ella ardía en deseos de hacer lo que fuese para ayudarlo (ella y su extensa familia al completo).
– Mi yerno, Darryl, es el único que se ha permitido hablar mal de usted -dijo Mary-. Volverá a casa en cuanto le hagan radiografías y le den todos los puntos de sutura. Y eso sólo se lo ha ganado de parte de mi hija, porque cuando lo coja yo por mi cuenta…
Mary tardó casi cuarenta y cinco minutos en ir a la consulta, a por las señas y el número de teléfono de Walter, y volver a casa. Había estado tanto tiempo porque, nada más llegar a la consulta, los dos agentes que la registraban la abrumaron a preguntas.
«Lo cazaremos -le había dicho uno de ellos-. No se le ocurra tratar de ayudarlo.» «Tengo veintiún nietos y siete biznietos, joven -había replicado Mary-. ¡Lo que iban a presumir ustedes, ante su familia y sus compañeros, si me meten en la cárcel!»
A las doce en punto, Mary Tobin llamó a Harry para darle la dirección y el número de teléfono de Walter, e informarle de su conversación con la policía.
Harry llamó inmediatamente al número de Walter, pero no contestó nadie. Luego, a sólo una manzana de la pensión, lo volvió a intentar. En esta ocasión cogió el teléfono el propio Santana. Tres minutos después, Santana estaba sentado junto a Harry en la caravana. Nada más verlo, Harry se percató de que ya no estaba furioso con él. Por el contrario, se alegraba de poder actuar juntos en lugar de por separado.
– ¡Vaya! ¡A esto lo llamo yo un vehículo para una huida! -exclamó Santana al enfilar Harry por la calle Harlem River.
Ray iba sin afeitar. Harry no lo había visto nunca tan demacrado y nervioso.
– Es de mi hermano. Me alegro de que lograse escapar, Ray. ¿Se encuentra bien? Porque no tiene muy buen aspecto.
– El de siempre, sólo que algo peor. Lo eché todo a rodar en el hospital, Harry. Lo siento.
– ¿Fue a Perchek a quien vio?
– No, a Perchek, no. Era Garvey. Sean Garvey, el cabrón que me entregó a Perchek. Estaba en la cama, medio dormido, y oí su voz. La reconocí inmediatamente, pese a que han pasado siete años. Estoy completamente seguro que también él me reconoció en cuanto me vio. Iba con un grupo de individuos muy trajeados. Se ha teñido el pelo y se ha hecho algo en la cara, pero era él. Cuando llegué a la puerta de mi habitación, echó a correr. Entonces, perdí los estribos y… disparé. El resto me parece que ya lo sabe.
– ¿Tiene idea de por quién se hace pasar ahora Garvey? ¿Qué pinta él en un hospital de Nueva York?
– No sé. Después de lo de Nogales, se esfumó. Debía de tener amigos muy poderosos que ocupasen altos cargos, o algo muy fuerte con qué amenazarlos. Removí cielo y tierra para dar con él, pero nada. No consta en ninguna parte que haya trabajado para organismos del Estado. No tiene número de la Seguridad Social, ni siquiera NIF. Nada. No ha habido manera. En fin… ¿Tiene café hecho?
Harry le indicó dónde estaba el termo. Santana se sirvió una taza y luego encendió el pequeño televisor instalado en el salpicadero. Un periodista informaba sobre la búsqueda del doctor Harry Corbett y de un hombre, conocido como Ray Santana, ex agente «legal» de la Brigada de Narcóticos, cuyas huellas se habían encontrado en la habitación 218 de la planta 2 del edificio Alexander.
– Ocurre cuando menos se piensa -dijo Ray-. Era sólo cuestión de tiempo. ¿Cree que Maura está en peligro?
– Seguro que sí. Ahora vamos al club donde se la presenté. Le he hecho llegar una nota para vernos a las diez de esta mañana o a la una.
– Lo del cadáver de su maletero parece cosa de Perchek. ¿Cree que Maura habrá caído en sus manos?
– Prefiero no pensarlo -dijo Harry en tono angustiado.
– Primero lo de la Tabla Redonda, luego lo de Perchek y ahora lo de ese maldito Sean Garvey. ¡Menudos angelitos, Harry!
– ¿Por dónde cree que deberíamos empezar, Ray? ¿Ray?…
Santana miraba con fijeza la pantalla del televisor.
– Douglas Atwater, vicepresidente de la Cooperativa de Salud de Manhattan. ¿Lo conoce usted, Harry?
– Ya lo creo que lo conozco. Es uno de los pocos que me apoyan en el hospital.
– Pues ahí lo tiene, en directo, rogándole públicamente que se entregue antes de que nadie sufra más daño.
– ¿Cómo dice?
– Que ese hombre, uno de los pocos que lo apoyan en el hospital, según usted, es el hombre a quien intenté matar ayer.
– ¿Garvey?
– En persona.
Capítulo 39
Era absurdo permanecer en la ciudad. Y tenían muy buenas razones para abandonarla.
Harry Corbett y Ray Santana dejaron Manhattan y fueron en dirección norte, por la N-684, hacia el límite entre los estados de Nueva York y Connecticut.
Conducía Harry, que tenía la misma cara de preocupación que Ray. Maura no había acudido a la cita a las 13.00 en el C.C.'s. Ya no parecían caber dudas de que estaba en poder de Perchek y no de la policía.
– Cuanto más pienso en Atwater, más imbécil me siento -se lamentó Harry.
– ¿Por qué? -dijo Santana, que tenía los pies apoyados en el salpicadero.
Había apagado el televisor y miraba por la ventanilla los negros nubarrones que se cernían sobre la zona.
– Hacer que le inyectase el gotero a Evie y administrarle luego Aramine requería cierta planificación -contestó Harry-. Quienquiera que lo hiciese, estaba informado de que Evie iba a ingresar en el hospital aquel día. Yo no lo supe hasta veinticuatro horas antes. Doug era una de las pocas personas, aparte de mí, que estaban al corriente del aplazamiento de la fecha de ingreso.
– ¿Cuándo empezó Atwater a trabajar para su hospital?