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– En rigor, no trabaja para el hospital, sino para una sociedad de atención médica que tiene contrato con el hospital.

– ¡Menuda atención… médica!

– Desde luego… A veces parece que está uno ciego. En fin. El caso es que Doug está con nosotros desde hace cinco o seis años.

– Encaja -dijo Santana-. Alguien de la Agencia hizo un primoroso trabajo para «liquidarlo»: nueva vida, nuevo rostro y ninguna constancia documental de que hubiese existido jamás. Probablemente, Garvey se trajo a su amigo Perchek a Nueva York tras incorporarse a esa sociedad de… atención médica. Debe de ganar una millonada Perchek con los de la Tabla Redonda para renunciar a su papel de verdugo internacional.

– Quizá Perchek quisiera algo… más tranquilo.

– Ya. Sin duda. Está en fase de prejubilación. Ahora sólo mata cinco o seis veces por semana.

– ¿Qué hacemos?

– Quizá deberíamos visitar a Garvey -dijo Santana-. Está tan apurado como nosotros. Él sabe que mientras yo ande cerca no podrá vivir tranquilo. Aunque mi disparo no lo matase, le envió el claro mensaje de que no me siento muy dialogante. Además, ha debido de comprender que usted está al corriente de lo de la Tabla Redonda. ¿Por qué, si no, ingresarme en el hospital?

– También debe de estar seguro de que carecemos de pruebas, pues, de lo contrario, lo habríamos denunciado.

– Cierto. Y esoles da la esperanza de seguir con sus manejos, pero a condición de que usted esté en la cárcel, o en el cementerio, y de que consigan comprarme o liquidarme.

– ¿Y Maura?

Santana meneó la cabeza, muy serio.

– Si la tienen en su poder, la utilizarán para negociar, mientras nosotros los acosemos; de lo contrario, está perdida.

– ¡Voy a llamar a ese cabrón! -exclamó Harry, furioso-. ¡Le voy a dar las gracias por su sincera amistad en todos estos años!

– Pero no pierda los estribos.

Harry entró en un área de descanso, detuvo la caravana y marcó el número del despacho de Atwater en el CMM.

– ¿De parte de quién? -le preguntó la secretaria.

– De parte del doctor Charles Mingus -contestó Harry tras un momento de vacilación.

Mingus era uno de los ídolos de Harry -y considerado por muchos, incluido el propio Atwater, el mejor contrabajo de jazz de todos los tiempos-. Había muerto hacía más de quince años. Atwater se puso en seguida al teléfono.

– ¿Es usted, Harry?

– Hola, Doug. ¿Puede hablar?

– Por supuesto. Charles Mingus, ¿eh? Inteligente. Muy inteligente. En buena se ha metido, Harry.

– Lo he visto en la «tele» hace un rato. Gracias por preocuparse tanto por mí.

– De verdad, no sabe cuánto me alegro de oírlo, y de que se encuentre bien. Pero ¿dónde demonios está?

– Por ahí. Trato de localizar a Maura Hughes, Doug. He pensado que, a lo mejor, usted sabe dónde está.

– Lo del dibujo que hizo ha sido formidable, ¿verdad, Harry?

– La ha secuestrado Perchek, ¿no?

– Perchek… Perchek… Ese nombre no me suena. La verdad es que lo siento mucho por su amiga Maura. Sólo la vi una vez en el hospital, pero seguro que debe de ser una mujer muy hermosa, si está sobria, sin cardenales y con pelo. No es una mujer despampanante como Evie, por supuesto, pero es que como ella… ninguna. ¿No cree, Harry?

Corbett tapó el micrófono con la mano.

– La tiene él -le dijo a Santana-. ¿Cuánto quiere por dejarla en libertad, Doug? -añadió tras retirar la mano del micrófono.

– ¿No me ha oído usted, Harry? Le acabo de decir que sólo la vi una vez en el hospital.

– Sé dónde está Ray Santana, Doug. Santana a cambio de Maura.

– ¡Vamos, hombre! En mi vida he tenido una conversación más absurda que ésta. Primero me dice no sé qué de un tal Perchek, de quien no he oído hablar en mi vida; y ahora me sale con un Santana de quien tampoco sé una palabra.

– Oiga, Doug, esa mujer es muy importante para mí. No quiero que sufra el menor daño. No tiene usted más que decirme lo que quiere.

– La verdad es que desde que ese falso paciente suyo se lió a tiros conmigo no he dejado de preguntarme por qué se tomó usted tanto interés en hacer que ingresara en el hospital.

Harry volvió a tapar el micrófono con la mano.

– Me parece que va a picar -le susurró Harry a Santana-. Está bien, Doug -añadió tras retirar de nuevo la mano del micrófono-. Escuche: hablemos claro de una vez. Usted me entrega a Maura Hughes sana y salva, y yo le pondré a Santana en bandeja y le diré todo lo que sé sobre la Tabla Redonda: quiénes de sus caballeros están a punto de tirar de la manta y qué pruebas tienen, exactamente, contra usted.

Atwater tardó varios segundos en reaccionar.

– ¿Qué se propone, Harry?

– Largarme. Lo tengo todo preparado: billetes de avión, pasaporte, dinero, un seguro refugio. Todo. Pero no voy a marcharme sin Maura.

– ¡Ay, Harry! ¿Lo ha cazado, eh? Hágame caso: ninguna merece la pena, salvo la siguiente.

– Sin ella, no me importa lo que me ocurra. Y no pienso marcharme. Lo que significa quedarse sin Santana, y que la Tabla Redonda… se le hunda bajo los pies. Y si Maura y yo nos marchamos, tiene que ser forzosamente mañana al amanecer. De modo que, o lo solucionamos usted y yo esta noche, o se va todo al garete.

– ¿Dónde puedo localizarlo? -preguntó Atwater tras una larga pausa.

– Ni hablar, Doug. Podré estar desquiciado, pero no soy imbécil.

– Desde luego que no lo es. Está bien, amigo. ¿Tiene bolígrafo a mano?

– Sí.

Atwater le dio un número de teléfono con el prefijo 201, que correspondía a la zona norte de Nueva Jersey e incluía Fort Lee.

– Llámeme esta noche a las nueve y hablaremos -dijo Atwater.

– A las nueve entonces. Y escuche bien, Doug: no me queda mucho que perder. Si Perchek le hace algún daño a Maura, le juro que los mataré, a él y a usted.

– Menos lobos, Harry, menos lobos. Hablaremos y veremos qué pasa.

– A las nueve en punto -repitió Harry, que colgó sin dar opción a más.

– ¡Bravo, bravo! -aplaudió Santana-. ¡Ha estado formidable!

– Mejor de lo que usted cree, Ray -dijo Harry con una maliciosa mirada-. Ahora sé con exactitud dónde está Maura.

* * *

Llovía bastante cuando cruzaron el puente Tappan Zee en dirección a Nueva Jersey. El reloj-calendario del salpicadero de la caravana marcaba las 7.06 del 31 de agosto.

31 de agosto… El día anterior a la fecha de la «maldición de los Corbett».

Harry permaneció atento a la carretera mientras Santana se preparaba. Estaba convencido de poder caer muerto el 1 de septiembre, al igual que su abuelo (a los setenta años) y su padre (a los sesenta). Las probabilidades que tenía él de que lo matasen aquella noche eran aún mayores.