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Con todo, Santana era un profesional. Harry había tenido que enfrentarse a enemigos armados muchas veces. De modo que estaban preparados y en condiciones para intentar liberar a Maura.

Antes de cruzar el puente, dejaron la autopista y merodearon por la zona hasta encontrar una armería. Ray pasó media hora en el interior y salió con un rifle, dos mochilas llenas de accesorios y un recibo de 1.124 dólares. La armería no tenía mucho surtido, pero el rifle, la mira telescópica y los prismáticos eran de buena calidad.

– ¿Es cierto que en la guerra mató a uno de la manera que dicen los periódicos? -preguntó Santana, que, en cuanto Harry arrancó, examinó el rifle.

– No me enorgullezco de ello.

– Ya. Lo digo porque, sólo si ha matado uno alguna vez, sabe que es capaz de hacerlo. Eso es todo lo que me interesa en estos momentos.

– Tengo tanto odio dentro de mí, Ray… No me costaría nada liquidarlos a los dos.

– Estupendo. Menos trabajo para mí -dijo Santana, sonriente.

Harry nunca había estado en casa de Doug Atwater, pero la había visto desde el mar y desde tierra. Tres años antes, Harry alquiló un yate para darle una sorpresa a Evie el día de su cumpleaños. Era un yate muy grande, lo bastante como para que cupiesen el grupo de jazz del club y unos cuarenta invitados (y aún sobraba espacio). Lo destinaban habitualmente a recorrer el litoral de Manhattan.

Alquilar aquel yate era la mayor extravagancia que Harry se había permitido en toda su vida.

Como por entonces su matrimonio ya se tambaleaba, Harry debió de intentar alegrarlo un poco. Lo cierto era que aquella noche fue la última que recordaba haber visto a Evie verdaderamente feliz.

Atwater se había presentado con su ligue del momento, una exuberante rubia que trabajaba en el teatro, o en el cine, creía recordar Harry. ¿Cómo se llamaba? ¿Sandi? ¿Pati? Ella y Harry se quedaron un momento solos en cubierta al oscurecer. Veían alejarse los acantilados de Nueva Jersey entre dos luces y, de pronto, ella señaló hacia una modernísima casa construida casi al borde del agua.

«¡Es la de Doug! -había exclamado ella, alborozada-. Es la casa de Doug. ¿Ve aquel porche? ¿Y el jardín de al lado? Esta mañana hemos cogido mimosas. Tiene una vista formidable. ¿No ha estado nunca allí?»

El ignoraba que Atwater tuviese aquella casa. Sólo conocía su lujoso ático de la calle 49, en el que había estado varias veces, cuando él y Evie salían con Atwater y su ligue de turno.

Harry sintió curiosidad por aquella casa y memorizó un par de puntos de referencia, en la orilla neoyorquina del río. Luego, por la noche, le pidió al capitán del yate que utilizase sus instrumentos para precisar el emplazamiento de la casa. No estaba lejos de Fort Lee.

Aunque más de una vez se sintió tentado a preguntarle a Atwater por la casa, no había llegado a hacerlo. Él y Atwater tenían una relación amistosa, pero no eran íntimos amigos, pues, de lo contrario, lo habría invitado a aquella casa.

Un día, al cabo de un par de meses, cuando regresaba de visitar a su madre en la residencia de ancianos, Harry pasó a pocos kilómetros de la casa de Atwater y se acercó a verla.

Era una gran mansión de estilo californiano, en lo alto de una loma a la que se llegaba por una arbolada rampa de acceso de más de cien metros de longitud. La enorme verja de la entrada, de hierro forjado, estaba cerrada. Un muro de cemento de casi dos metros de altura se extendía a ambos lados de la verja y daba la impresión de que toda la finca estaba vallada. Entonces no le pasó por la cabeza entrar.

Ahora, sin embargo, iba a visitar el lugar en compañía de Santana.

– Pare en la primera área de servicio que encuentre -dijo Ray-. Usted tiene que prepararse y yo tengo que echarle un vistazo al equipo.

Pese a su débil aspecto físico y a sus tics nerviosos, Ray siempre daba la impresión de arrogancia y seguridad en sí mismo. Pero después de oír cómo le había hablado Harry a Sean Garvey, estaba algo cohibido. Por otra parte, parecía más tranquilo: apenas se le notaba el tic de la boca y no le temblaban las manos.

De aquel mismo aplomo debió de armarse Santana en el Central Park, pensó Harry, la noche que les disparó a quienes los atacaron a él y a Maura.

El área de servicio en la que Harry detuvo la caravana no estaba muy concurrida. Santana le dio un jersey negro de cuello alto, un chaleco antibalas, un pasamontañas y un frasco de grasienta pintura negra.

– No olvide untarse el dorso de las manos, Harry -dijo Santana, que bajó de la caravana con el rifle en una funda de lona.

Arreciaba la lluvia. Por el este, a lo lejos, un relámpago hizo azulear el cielo.

Harry dejó su equipo junto al asiento. Evie, Andy Barlow, Sidonis, ¿Maura? Estaba dispuesto a luchar. Dispuesto a lo que fuese. Pero antes de disponerse a ir a la batalla, tenía algo importante que hacer: una llamada telefónica.

* * *

Kevin Loomis miró el reloj y trató de imaginar hasta dónde debía de llegar ya el agua en el sótano.

La lluvia los había obligado a hacer la barbacoa en el interior de la casa, pero no importaba. Todo transcurría como él lo había planeado. Ya faltaba poco.

Debía de hacer cosa de media hora que había dejado la fiesta y había salido por la puerta de atrás, so pretexto de ir a por su tarjeta de puntuación de golf al garaje. Cogió la tarjeta de la bolsa, que estaba junto a la puerta del garaje, y luego rodeó por detrás de la casa para aflojar el tubo de la lavadora. Dentro de diez minutos «descubriría» el desaguisado.

Kevin volvió a mezclarse con los invitados. Se mostró dicharachero y alegre, eficazmente ayudado por el alcohol. Resultaba extraño saber con exactitud el momento de la propia muerte. ¿Habría hecho las cosas de otro modo, de haberlo sabido desde niño? Era una pregunta meramente retórica. Habría vuelto a aceptar ser miembro de la Tabla Redonda, tal como él creyó que era el grupo. Desde la primera reunión habría sido uno más. Y, a partir de ahí, nada hubiese cambiado lo más mínimo.

El día anterior se despidió de sus hijos lo mejor que supo. Luego, hizo el amor aceptablemente con Nancy antes de que la tensión lo rindiese.

Ahora, estaba en la cocina y miraba el cajón en el que tenía las linternas. Sólo faltaban unos minutos. De pronto, oyó sonar el teléfono. Lo cogió por si la llamada tenía que ver con alguno de sus hijos.

– Diga.

– ¿Kevin Loomis?

– Sí.

– Soy Harry. Harry Corbett. ¿Qué tal está?

– Bien. Pero tenemos una fiesta. No puedo hablar.

– No importa. Sólo escuche. Seré breve. ¿Sabe lo del asesinato por el que me buscan, el del cirujano?…

– Sí.

Desde la puerta de la cocina, Nancy preguntó con elocuentes ademanes si era una llamada importante. Kevin meneó la cabeza.