La formación académica de Phil había concluido al mes de ingresar en la Universidad Municipal. La dejó para emular a Harry y alistarse en la Armada. Tres años después, volvió a vestir de paisano y empezó a trabajar en la venta de coches. Era una profesión hecha a la medida para su fácil sonrisa, su mente ordenada y su perpetuo optimismo. Cinco años después de su primera venta, le compró la tienda al propietario y, a partir de ahí, empezó su expansión. Ahora, «seis tiendas después», tenía a dos hijas y a un hijo en un colegio privado, una esposa encantadora -que no podía gastar todo lo que él ganaba aunque se lo propusiera- y era socio de uno de los más selectos clubes deportivos de Nueva Jersey. Tampoco tenía problemas por lo que a las cuestiones importantes de la vida se refería (por la sencilla razón de que nunca se hacía preguntas trascendentes).
– Ochocientos setenta y tres mil cuatrocientos noventa y dos dólares con setenta y tres centavos -dijo Harry-, antes de impuestos… ¿Has ido a ver a mamá?
– Iré mañana. ¿Cómo sabes el precio del coche?
– No lo sé. Son los ingresos brutos de toda mi vida. Estuve en casa el martes y no me reconoció.
– Supongo que es la ventaja de haber tenido todos esos ataques al corazón.
– Muy gracioso.
Phil le dirigió a su hermano una escrutadora mirada:
– ¿Te encuentras bien, Harry? Tienes muy mal aspecto.
– Gracias.
– Bueno, pues… tú mismo. Tienes bolsas en los ojos, y te has vuelto a comer la uña del dedo gordo.
– Tengo muchas preocupaciones, Phil -replicó Harry mirando el reloj-. Dentro de dos minutos tengo el primer paciente.
– ¿Se puede saber a qué se deben tantas preocupaciones? ¿A Evie? ¿Cuándo la operan?
– Dentro de unos días.
– Saldrá bien. Es de… de hierro… o por lo menos de piedra sí es…
– No empieces otra vez, Phil.
– No he dicho nada malo.
– Pero poco te ha faltado.
– ¿Qué voy a tener yo en contra de mi cuñada? Me llama y me pide que la ayude a convencer a mi hermano para que acepte el empleo que le ha ofrecido una empresa de productos farmacéuticos. Y yo le digo que, aunque el puesto es importante y atractivo, y quizá mejor remunerado, creo que mi hermano debe decidir, por sí mismo, si desea abandonar el ejercicio de la medicina para avalar píldoras y redactar anuncios para la publicidad en revistas. Y va y me llama cabrón egoísta, envidioso de que mi hermano se abra camino. Bueno, pues, desde entonces, apenas me ha dirigido la palabra. ¿Qué voy yo a tener en contra de mi cuñada?
– Era ella quien tenía razón, Phil. Debí aceptar el empleo.
– Mira, Harry, ¿sabes lo maravilloso que es que acudan a ti pacientes y que puedas ayudarlos?
– Ya no es así.
– Vamos… Tienes cuarenta y nueve años y yo cuarenta y cuatro, por tanto es a mí a quien le toca eso de la crisis de la mediana edad. Tú tienes que haberla dejado atrás hace mucho.
– Por lo visto no es así. No sé, Phil, es como… si me costase demasiado aceptar las cosas como son en mi vida. Quizá no me haya fijado metas suficientes o… vete a saber. Ahora me siento como si no tuviese nada por lo que luchar. Debí aceptar el empleo. Por lo menos habría tenido que afrontar nuevos objetivos.
– Eres un gran profesional, Harry. Lo que ocurre es que ese condenado cumpleaños que se te echa encima te tiene deprimido. Lo de empezar por cinco… se encaja mal.
– Bueno, Phil, bueno. No es necesario que me lo recuerdes.
Harry sólo había hablado en una ocasión de la «maldición de los Corbett». Y como era de esperar, Phil se mostró tajante en que no debían hacer el menor caso de la supuesta maldición.
Resultaba que, un primero de septiembre, su abuelo paterno, que hacía sólo unos meses había cumplido los setenta, murió de repente de un ataque al corazón. Veinticinco años después, exactamente veinticinco años después, su padre tuvo su primer ataque cardíaco. Tenía sesenta años y cinco semanas, y fue también un primero de septiembre. Para Harry, el hecho de que no muriese aquel mismo día fue tan trágico como irrelevante. Los dos años que sobrevivió, postrado por la enfermedad, fueron un auténtico infierno para todos.
Primero de septiembre… La fecha se le había quedado grabada a Harry desde que su padre tuvo aquel ataque al corazón. Pero después de asistir a un ciclo de conferencias sobre cardiología, más que grabada, aquella fecha la tenía marcada a fuego en la cabeza.
«Puede deberse a factores ambientales o genéticos -había dicho el cardiólogo-. Posiblemente a una combinación de ambos factores. Pero a menudo nos encontramos con una especie de secuencia familiar que llamamos la "Ley de las Décadas". Dicho sencillamente, un hijo suele sufrir su primer ataque diez años más joven que su padre. Es obvio que hay excepciones a esta "ley". No obstante, compruébenlo. Si se encuentran con alguien que ha sufrido su primer ataque al corazón a los cincuenta y cuatro años, y tiene antecedentes familiares, es muy probable que su padre tuviese su primer ataque a los sesenta y cuatro (no a los sesenta y tres ni a los sesenta y cinco). A los diez años exactos…»
– Físicamente sí te encuentras bien, ¿no, Harry? -preguntó Phil-. ¿Estás bien, no?
– Claro que sí, Phil. Me encuentro perfectamente. Quizá lo que me ocurre es que llevo casi tres años sin tomarme dos semanas seguidas de vacaciones. Tengo el coche casi para el desguace y…
– Bueno, pues aunque no te lo creas, ésa es, en realidad, una de las razones por las que he venido. Tengo una oferta extraordinaria para ti: un Doscientos veinte nuevo a precio de coste. No a ese precio de coste que le decimos a todo el mundo que se lo vendemos. A auténtico precio de coste. Un Mercedes nuevo. Ya sabes que a Evie le encantan. Y, quién sabe, puede que ella incluso lo…
– ¡Phil!
– Está bien, está bien. Eres tú quien ha dicho que necesitabas nuevas metas.
Harry abrió la puerta del «tragamillas» y bajó por el lado de la calzada.
– Un beso a Gail y a los niños -dijo.
– Me dejas preocupado, Harry. Estoy acostumbrado a verte de buen humor, tanto que, a veces, hasta me ríes las gracias.
– Es que hoy no has estado gracioso, Phil.
– Dame otra oportunidad. ¿Qué tal si almorzamos juntos la semana que viene?
– Espera a ver cómo evoluciona lo de Evie.
– De acuerdo. Y no te preocupes, Harry. Si realmente es eso lo que necesitas, estoy seguro de que algo se te presentará que te ilusione.
Después de haber ingresado en veintiuna ocasiones en el hospital Parkside, Joe Bevins podía precisar la hora que era sin necesidad de reloj. Le bastaba con los ruidos y con los olores que le llegaban desde el pasillo. Incluso conocía a algunas de las enfermeras y a otros miembros del personal por sus pisadas, especialmente en el pabellón número 5. Casi siempre conseguía que, al ingresarlo, lo enviasen allí.