– No he visto ninguno.
– ¿No podíamos haber traído unas cuantas chuletas, por si acaso?
– ¿Como en las películas?
– Exacto.
– Mire, Harry, ningún perro guardián, adiestrado para matar, se distrae de la presa que ha de atacar por un trozo de carne. Si vemos un perro le pegamos un tiro. Para una película puede ser demasiado sencillo, pero es muy eficaz. Verá lo que creo que debemos hacer: voy a volver a encaramarme al muro, un poco más abajo. Si ve una ráfaga de la linterna, llame a la casa y diga que quiere hablar con Maura. Así sabremos si está. Con un poco de suerte, la veré a través de alguna ventana. Si no, tendremos que acercarnos lo bastante como para localizarla. Si ve dos ráfagas, acérquese a mí. Si son tres, es que hay problemas. En tal caso, encarámese al muro y dispóngase a utilizar el revólver. Ahora cierre las puertas de la caravana, vaya a la parte de atrás y deje la llave debajo del neumático derecho. ¿Entendido?
– Entendido.
– ¿Listo?
– Sí, estoy listo, Ray, aunque antes quisiera aclarar una cosa.
– Adelante.
– Por favor, no lo interprete mal, pero yo también tengo una cuenta que saldar con esa gentuza. Por consiguiente, sólo quiero pedirle que… no pierda la calma.
La reacción de Santana no fue la que Harry esperaba. Ray lo fulminó con la mirada de un modo que lo sobrecogió. El tic del párpado y el de la boca se hizo más ostensible que nunca.
– Muy bien. Ahora escúcheme usted a mí -le espetó Santana-. He vivido en un puro dolor todos los segundos de todas las horas desde que ese cabrón me inyectó. ¡Hace siete años! Mis únicos momentos de paz me los proporciona el imaginarlo en la mugrienta prisión mexicana. Ahora está ahí dentro, con el otro cabrón que me entregó para que me torturase. ¡No me pida que conserve la calma!
Harry se cohibió al ver lo furioso que estaba Santana. Cuando percibió que se serenaba un poco, Harry posó la mano en su hombro.
– Perdone, Ray. Los cazaremos. Se lo prometo.
Santana se alejó y arrimó el cuerpo al muro. La lluvia había remitido bastante y se veía mejor la verja. Harry la miró unos instantes. Al volver la cabeza, vio a Santana encaramado al muro y una ráfaga de la linterna.
Harry consultó el reloj y, al ver que eran las 21.08, marcó el número que le dio Atwater, que se puso al teléfono en seguida.
– ¿Es el doctor Mingus? -preguntó Atwater.
– Sí.
– Repítame lo que tiene para mí.
– Quiero una prueba de que Maura está bien.
– Dígame lo que tiene para mí -insistió Atwater.
– Santana se hospeda en una pensión del Harlem hispano. Le daré la dirección y el nombre que utiliza cuando deje usted a Maura en libertad.
– ¿Cómo me ha localizado?
– Perchek dejó una huella dactilar en la habitación de Evie. Y una persona del FBI informó a Santana. Ha cumplido su promesa de mantenerlo en secreto. Sólo lo sabemos él y yo. Ni siquiera el agente que tomó la huella lo sabe.
– ¿Cómo averiguo yo que me dice la verdad?
– Me importa una mierda lo que usted averigüe o deje de averiguar. Me busca toda la policía de Nueva York. En cuanto Maura esté conmigo, desaparezco. Eso es lo único que me importa. Así que… ¿dónde está Maura?
– Dígame con qué miembros de la Tabla Redonda ha estado en contacto.
– Con dos de ellos. Uno es Jim Stallings, que está muerto. No le diré quién es el otro hasta que no libere a Maura. Es el que me ha dado los nombres de los demás.
– Deme uno.
– Un tal Loomis. El nombre de pila no lo recuerdo, pero lo tengo anotado.
– ¿No será ése el otro con quien ha hablado usted?
– No. Basta ya de dilaciones. No puedo eternizarme al teléfono.
– Vuelva a llamar a este mismo número dentro de cinco minutos.
Harry colgó y aguardó en la oscuridad. Un poco más adelante entreveía la sombra de Santana, echado boca abajo en lo alto del muro. Ya casi no llovía. El aire que penetraba por la ventanilla era limpio y olía a tierra mojada. Se oían los trinos de los pájaros y el canto de los grillos.
Harry se pasó los dedos por la grasienta pintura del dorso de las manos. A las 21.13 cogió el teléfono y volvió a marcar el número de Atwater.
– De acuerdo -dijo Atwater en cuanto lo oyó-. Tiene treinta segundos. La tengo a mi lado, escuchando con un inalámbrico. No haga que me enfade.
– Diga.
– Soy yo, Maura. ¿Estás bien?
– Muy preocupada por ti, Harry. Estoy bien. Me han hecho beber… bourbon. Yo no quería, pero me han obligado. Luego me han inyectado algo para obligarme a decir dónde estabas. No he podido decirlo porque no lo sabía.
La voz de Maura sonaba tensa pero enérgica.
– Sé fuerte, Maura. Tengo todo lo necesario para salir del país.
Maura titubeó un poco, aunque reaccionó al momento.
– No creía que pudieses conseguirlo tan pronto -dijo ella-. Estoy dispuesta -añadió justo antes de que se le interrumpiera la comunicación con Harry.
– Bueno, Corbett, vuelva a llamar dentro de otros cinco minutos y concretaremos el trato.
– Dentro de media hora. No puedo seguir ni un momento más donde estoy.
– ¿Quién es el otro miembro de la Tabla Redonda con quien habló?
– Harper. Pat Harper, de la Northeast Life and Casualty.
Aunque Kevin Loomis sólo se lo había mencionado una vez, Harry lo había memorizado. No era un nombre que pudiera olvidar: una tal Pat Harper fue su primer amor de adolescente. Citar a Harper en aquellos momentos era perfecto. Aunque no lograse su objetivo de aquella noche, no habría represalias contra Loomis.
– Está bien. Media hora -accedió Atwater.
Harry aguardó a que volviese a sonar la señal de marcar y trató de imaginar qué sucedía en el interior de la mansión. Durante dos minutos sólo vio oscuridad en derredor. Luego, vislumbró dos ráfagas de linterna. Había llegado el momento.
Cogió la mochila y enfundó el revólver. Fue agachado a lo largo de la parte exterior del muro hasta que llegó junto a Santana.
– No la tienen en la casa -susurró Santana-. Uno… me parece que Garvey, ha salido por una puerta lateral en dirección norte. Y al cabo de cosa de un minuto, ha entrado con ella. Luego, han vuelto a salir, y Garvey ha regresado solo. Sigue dentro.
– ¿Por dónde empezamos?
– Por el vigilante de la caseta de la verja. Si hay que disparar, déjeme a mí porque llevo silenciador.
– Lo sé.
– Me parece que esto será coser y cantar -dijo Santana tras dejar el rifle apoyado en el muro-. No obstante… espero que me pague el material.