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Las mojoneras, muy cercanas al muro, facilitaban escalarlo. Harry y Ray se encaramaron, se descolgaron hasta la mitad de la cara interna y se dejaron caer al suelo, que estaba empapado. Harry temió resentirse del pecho, pero apenas notó un dolorcillo, nada comparable al que sintió al saltar la valla en Fort Lee. Si el dolor no iba a más, podría moverse sin dificultad aquella noche.

Empuñaron sus armas y se dispusieron a trepar por la pequeña verja. Al lado estaba aparcado un 4x4 de color oscuro. A través del ventanuco de la caseta vieron que el vigilante hablaba por teléfono.

– Corte cinco centímetros de cinta aislante -susurró Santana.

Luego, le indicó a Harry con un ademán que fuese a situarse al otro lado de la caseta de la verja, llamó con los nudillos y arrimó el cuerpo a la pared. La puerta se entreabrió y asomó el vigilante revólver en mano.

Fue todo muy rápido: Santana golpeó con su pistola la muñeca del vigilante, que dejó caer el arma al suelo. No le dio tiempo a gritar. Santana se abalanzó sobre él, le tapó la boca y pasó una pierna entre sus pantorrillas. La acción fue tan eficaz como silenciosa. El vigilante quedó tendido en el suelo, Ray se sentó a horcajadas en su pecho y le apoyó el cañón de la pistola en los dientes.

– ¡Ni respirar siquiera! -le susurró-. ¿Entendido?

El vigilante asintió con la cabeza. Sin dejar de encañonarlo, Ray lo puso de costado y le indicó a Harry que le atase las manos a la espalda. Luego, lo echó boca arriba y lo encañonó bajo el mentón.

– ¿Dónde está la mujer?

El vigilante miró el embadurnado rostro de Santana. Harry notó que sopesaba las ventajas e inconvenientes de mentir. Pero sus dudas duraron sólo instantes.

– En el pabellón de invitados… ahí abajo, por el sendero de la izquierda…

– ¿Está Perchek con ella?

El rostro del vigilante se descompuso al oír el nombre. Titubeó un momento, pero en seguida asintió con la cabeza.

– ¿Cuántos hombres hay? -preguntó Santana, que mientras aguardaba la respuesta le encañonó un ojo-. ¿Cuántos?

– Uno con Perchek en el pabellón, y dos en la casa -balbució el vigilante.

– ¿Y Garvey?

– ¿Quién?

– Atwater.

– Sí. Dos, aparte de él.

– Métale un trapo en la boca, amordácelo con la cinta aislante y átele los tobillos.

Harry lo amordazó y ató con artesanal eficiencia. Luego, entre los dos, arrastraron al vigilante unos diez metros, hasta un árbol, al que lo ataron. Santana se asomó entonces al interior de la caseta.

– El botón de apertura automática de la verja está junto al vano, Harry. La puerta de la caseta no está cerrada con llave -dijo Santana tras mirar el reloj-. Disponemos de veinte minutos. Vamos a buscarla.

Fueron a la sombra del muro, que enlazaba con la valla de tela metálica del otro lado de la propiedad, junto a una franja de espeso matorral. En lo alto de la cuesta, a su derecha, estaba la casa propiamente dicha. Había luz en todas las ventanas y en el porche. A unos cincuenta metros a la izquierda de la casa, se veían más luces en una fronda.

– Es allí -musitó Harry.

Ray asintió con la cabeza, rebasó a Harry y enfiló hacia la fronda. En cuanto llegaron, se adentraron agazapados entre los árboles.

El pabellón de invitados era una versión en miniatura de la mansión, pero no menos espectacular. Era casi toda de cristal, con pilares de acero que sobresalían del acantilado unos treinta metros, lo que le daba al pabellón una extraordinaria vista del Hudson.

Harry se asomó al precipicio. Había un rompeolas de aproximadamente cuatro metros de anchura que partía de la base del acantilado. Enfrente, al otro lado de las negras y quietas aguas del río, como una Vía Láctea, se veía Manhattan.

En el sótano del pabellón había varias habitaciones que daban al acantilado y que, por lo tanto, no se veían desde la fachada. A través de una de las ventanas, reforzada con barrotes de hierro, vieron a Maura, que estaba sentada al borde de una cama. Aunque demacrada y cansada, parecía serena.

Santana se llevó el índice a los labios y señaló hacia la casa. Cuando estuvieron más cerca, se asomaron a un enorme ventanal que daba a una estancia abovedada que hacía las veces de salón, comedor y cocina. El mobiliario era de cristal y maderas preciosas. Amplios balcones, que daban al porche, y media docena de ventanas, ofrecían impresionantes vistas de la ciudad.

Un guardaespaldas, que llevaba un revólver en una pistolera colgada del hombro, servía café. Detrás, sentado en un sillón frente a una mesita, estaba Perchek, que leía un libro.

Santana no pudo reprimir un quedo gruñido al verlo. Rezumaba odio. Cogió un pedrusco y le indicó a Harry, con un ademán, que lo siguiera hasta una puerta de cristal.

– Yo primero -susurró Santana.

Antes de que Harry pudiera reaccionar, Santana lanzó el pedrusco contra la puerta, que estalló hecha añicos. Ray estaba dentro casi antes de que la piedra cayese al suelo.

– ¡Quieto! -le gritó al guardaespaldas al ver que echaba mano al revólver.

Harry irrumpió entonces y le arrebató el revólver al guardaespaldas. Antón Perchek, sin apenas levantar la vista del libro, los miró y sonrió, perplejo. Los iris de sus ojos eran tan pálidos que casi parecían blancos, y tenía las pupilas tan dilatadas que parecían agujeros negros en la nieve.

Corbett no creyó detectar en la expresión de aquel hombre el menor rastro de temor, ni emoción ninguna.

– ¡Cuerpo a tierra! -le ordenó Santana al guardaespaldas, que pareció titubear.

Sin perder de vista a Perchek, Harry golpeó con la culata del revólver al guardaespaldas, que gimió y quedó semiinconsciente. Luego lo maniató.

Santana empujó una silla para acercársela a Harry y, sin dejar de apuntar a Perchek, ayudó a Corbett a sentar al guardaespaldas. Harry lo ató a la silla y luego se situó junto a Santana.

Perchek los miró a ambos con curiosidad. A Harry no le cabía duda de que era el hombre que vio frente a la habitación de Evie; el hombre cuyo rostro Maura había memorizado y dibujado. Aunque, en cierto modo, no lo parecía. Guardaba semejanza con los retratos que hicieron los ordenadores, pero no era como en ninguno de ellos. Habría encajado perfectamente detrás del mostrador de una tienda de comestibles, de la mesa de un despacho; con uniforme de barrendero o de piloto de reactor. Podía encajar en la personalidad de cualquiera y en la de nadie.

– Bueno, Ray. Cuánto tiempo, ¿verdad? -dijo Perchek con una voz tan melosa e hipnótica como privada de sentimientos.

Santana apartó con el pie la mesa frente a la que estaba Perchek y, pese a llevar la cara impregnada de la grasienta pintura negra, Harry notó la crispación de sus facciones. Tampoco a Perchek le pasó inadvertida.

– No tiene muy buen aspecto, Ray -dijo Perchek mientras el ex agente le ataba las muñecas a los brazos de hierro forjado del sillón-. Le tiemblan las manos, y tiene un tic en el ojo. ¿Drogadicción o enfermedad?