Harry reparó en que Perchek tenía los antebrazos muy musculosos, y prominentes bíceps que tensaban las mangas de su «polo» azul celeste. Santana lo registró por si llevaba alguna arma, pero no encontró ninguna.
– La llave de la habitación de Maura -le pidió Santana.
Perchek se encogió de hombros, como si se tratase de algo demasiado vulgar para prestarle atención.
– No hay llave; sólo hay una balda por fuera -repuso Perchek.
Santana le señaló a Harry con un ademán el tramo de escaleras que partía de la estancia. Al cabo de apenas medio minuto, regresó con ella. Maura estaba ojerosa, y tenía una costra de sangre en el labio inferior. No obstante, no parecía haber sufrido más daño.
– Le pegó el matón que la secuestró -dijo Harry.
– ¿Le han hecho algo más? -preguntó Santana.
– Salvo obligarme a beber bourbon, no. He podido escupirlo casi todo en el momento de ingerirlo, y cuando me he quedado sola me he provocado el vómito. A pesar de ello, he estado mareada durante un buen rato. Creían que no tardaría en suplicarles que me diesen más, pero se han equivocado.
Harry la atrajo hacia sí y la abrazó. Santana fulminó con la mirada a Perchek.
– ¿Qué agente de la CÍA ayudó a Garvey a cambiar de identidad? -preguntó Ray.
Perchek siguió con su condescendiente sonrisa.
– Es que tiene un aspecto espantoso, horrible -dijo con voz tan impersonal como su mirada-. Siempre me he dicho que fue una lástima que en Nogales no tuviese tiempo de darle el antídoto del Hiconidol. Así que ahora entiendo lo que le pasa. ¡Madre mía, Ray! No sabe cuánto siento verlo tan desmejorado. Lo siento muchísimo.
– Dígame quién le proporcionó a Garvey una nueva identidad -se limitó a decir Santana con todo su aplomo.
– Porque, verá, Ray: existe un antídoto eficacísimo. El proceso bioquímico no puede ser más sencillo: el antídoto inunda el torrente sanguíneo, sustituye a esas enojosas moleculitas alojadas en sus nervios todos estos años y, listo… ¡ya está curado! Se acabó el dolor, Ray. Porque… no hay más que mirarlo a los ojos. ¿Drogadicto, eh? ¡Oh, Ray! Imagino lo que ha debido de sufrir durante estos años. Lo sorprendente es que no se haya quitado la vida antes…
Santana lo miraba casi traspuesto. Perchek hablaba en un tono sosegado que hipnotizaba, seducía y… resultaba convincente.
Harry quiso decir algo que rompiese el hechizo de la retórica de Perchek, pero tampoco él reaccionaba.
– … Bueno, no tiene por qué sufrir más, Ray -prosiguió Perchek-. ¿Esas crisis horriblemente dolorosas? Le prometo que puedo hacerlas desaparecer para siempre. No necesitará tomar más drogas. Lo notará en sólo unos minutos. Piénselo, Ray. Le garantizo que jamás volverá a sentir dolor. Puede dejarme atado mientras lo prueba. Y luego podrá marcharse. Le doy mi palabra de honor de que nadie lo tocará. Sólo me interesa él.
Perchek le dirigió a Harry una mirada de intenso odio antes de proseguir.
– A cambio del antídoto, sólo quiero que me deje media hora a solas con él.
Perchek volvió a mirar a Harry, que por primera vez detectó en sus ojos alguna emoción: un odio que lo consumía, completamente concentrado en él. Harry miró entonces a Santana y le pareció que titubeaba. También lo notó Perchek, que de nuevo les dirigió una condescendiente sonrisa.
Santana dejó su pistola encima de la mesa, dio media vuelta y le selló a Perchek la boca con cinco centímetros de cinta aislante. Luego, sacó del bolsillo un antiguo instrumento de tortura: un guante metálico con tornillos en los dedos. Perchek se crispó al verlo, pero no ofreció resistencia mientras Ray se lo ponía en la mano derecha.
– Yo no tengo drogas que produzcan dolor -dijo Santana-, pero he guardado esto para usted desde hace años. Lo trajo un amigo de China. Seguro que alguna que otra vez lo habrá utilizado usted. Primero la uña, después la carne, luego el hueso; a continuación, el otro lado. Al finalizar, se pasa a la otra mano. Los diez dedos, milímetro a milímetro. Se lo tenía reservado.
Santana apretó los tornillos hasta que las uñas de Perchek quedaron completamente blancas. Perchek no se inmutó.
– No permita que lo haga descender a su nivel, Ray -le rogó Harry-. No existe antídoto contra esa droga, y aunque existiese, usted sabe perfectamente que no se lo daría. Necesito a Perchek, Ray. Me acusan de asesinatos que ha cometido él. Limitémonos, pues, a entregarlo a la policía, y que lo encierren. No se ponga a su nivel.
– Usted no lo entiende, Harry -replicó Santana en tono glacial-. ¡Siempre he estado a su nivel! ¡Fuera de aquí! -le espetó hecho una furia.
Harry fue a replicar, pero comprendiendo que era inútil cogió a Maura del brazo.
– Aguardaremos ahí afuera -dijo Harry-. Si no llamamos a Garvey dentro de diez minutos, empezará a sospechar -añadió justo en el momento en que Santana apretaba el primer tornillo.
– ¿Qué agente de la CÍA ayudó a Garvey? ¿Quién lo encubre ahora?
Perchek sonrió. Santana apretó el tornillo hasta perforarle la uña, de la que empezó a manar sangre. Perchek miró con fijeza al frente, sin inmutarse.
– Si no contesta, le aseguro que le va a doler -dijo Santana-. Elija.
– No, Ray. Eres tú quien ha de elegir…
Era Sean Garvey quien acababa de decírselo desde la puerta. Con un revólver apuntaba a la cabeza de Harry. Luego entró en la habitación seguido del matón que le pegó a Maura en el taxi y que ahora la arrastraba del brazo, a la vez que apuntaba a Ray.
– … y usted también, aunque le queda poco tiempo…
Capítulo 41
– Fuiste imprudente hace siete años, Raymond -dijo Garvey-. Y has vuelto a ser imprudente esta noche.
Sin dejar de encañonar a Harry en la sien, Garvey se apartó del vano de la puerta hasta quedar de espaldas al río.
– Mi amigo Big Jerry, aquí presente, llama a la caseta del vigilante para concertar un partido de golf. Y ¿de qué se entera? Pues de que está ausente. Así que, vamos, Raymond, quítale eso al doctor Perchek.
– ¡Cabrón! -le espetó Santana sin moverse-. ¿A cuántos compañeros has llevado a la muerte? ¿Cómo cobrabas? ¿Por cabeza?
Ray miró hacia la puerta por el rabillo del ojo. Fue sólo un ligerísimo movimiento, pero Harry lo notó, y también Garvey.
– No intentes esos trucos conmigo -dijo Garvey-. Sabes perfectamente que no hay nadie ahí fuera. Acéptalo, Raymond, lo has intentado y has fallado. Así que… quítale eso de la mano a Antón.
Santana volvió a mirar hacia la puerta de un modo casi imperceptible. Entonces aflojó el tornillo. Perchek flexionó los dedos y el guante cayó al suelo.
– Muchos de los compañeros que vendiste tenían hijos -dijo Ray-. Niños que tuvieron que crecer sin padre. Corríamos graves riesgos, a cambio de una mísera paga, porque creíamos en lo que hacíamos. Confiábamos en ti, y nos entregaste, uno a uno. A Perchek puedo entenderlo porque se la juega él solo, por la razón que sea, pero tú… tú eres peor; eres escoria, un desalmado, un traidor…