El todoterreno había embestido el radiador de la caravana, bajo el enorme parabrisas. La caravana lo llevaba literalmente a rastras, surcando un bosque de arbustos y matorral a más de 80 km/h. Los troncos estallaban como petardos al paso de la caravana.
Las ramas de los árboles de mayor tamaño flagelaban la carrocería del enorme vehículo, y algunas se metían por las ventanillas.
Maura perdía una y otra vez el control de la dirección, pero una y otra vez lograba enderezar el vehículo.
La franja de arbustos limitaba con una de césped, de unos diez metros de anchura. A lo lejos, se veían las luces de Manhattan, en la otra orilla del Hudson.
– ¡Harry! ¡Harry! -gritó Maura-. ¡Nos despeñamos!
El todoterreno y la caravana rebasaron juntos el borde del precipicio. Harry se sujetó al asiento y estiró las piernas. A través del parabrisas vio, horrorizado, que el todoterreno caía como un meteorito y se estrellaba en el lecho del río.
La caravana se balanceó unos instantes en el borde del acantilado y luego cayó aparatosamente. Al chocar con el agua, el parabrisas reventó hacia dentro y el enorme doble airbag se hinchó. La cabina se llenó de agua helada.
Harry se venció hacia el salpicadero en el mismo instante en que su airbag lo empujaba hacia el respaldo del asiento. El dolor del pecho, que en ningún momento había remitido, lo sintió entonces con terrible intensidad.
– ¡Maura! -gritó Harry.
La caravana se inundó y, en pocos segundos, la fuerza de la corriente la volcó y la hundió.
La presión del airbag, y el dolor del pecho y del brazo dificultaban los movimientos de Harry, que porfiaba por pasar al asiento contiguo y ayudar a Maura. La corriente lo aplastaba contra el respaldo. Se quitó los zapatos de lona y trató de serenarse y de orientarse.
La oscuridad era total. ¿Dónde estaban las ventanas? ¿Por debajo o por encima de él? ¿Seguían hundiéndose?
Sin apenas aire en los pulmones, pataleó para impulsarse… hacia donde fuera y salir de la caravana. Pero no había manera. Le entraba agua por la nariz y por la boca. En cuestión de segundos le estallarían los pulmones. Y sintió pánico; pánico a morir ahogado.
Sus movimientos eran cada vez más débiles y más inútiles. El dolor del pecho era insoportable. Tragaba agua.
«Respira -le ordenaba su mente-. Tienes que respirar.»
La oscuridad se hizo absoluta.
Harry se rindió. Le pesaban los brazos. El terrible dolor que martirizaba su esternón remitió. Luego, en el momento mismo de perder el conocimiento, notó que una mano lo agarraba por la camisa.
Capítulo 42
Lo primero que notó Harry tras recobrar el conocimiento fue un olor inconfundible: una mezcla de desinfectantes, antisépticos, almidón de lavandería y medicamentos. Era para él un olor tan familiar como el suyo propio. Estaba en un hospital, postrado en una cama.
Imagen a imagen, la pesadilla se reproducía en su cabeza. Estaba muerto; tenía que estar muerto porque la enlodada agua del río había inundado sus pulmones.
¿Estaba en el cielo?
¡Qué va, hombre, qué va! Imposible.
Estaba muerto. Y la verdad era que no se estaba tan mal. Ahora abriría los ojos y vería las nubes a sus pies. James Masón guiaría a los nuevos reclutas hasta la celestial escalerilla, que los conduciría al siguiente nivel.
– ¿Doctor Corbett? Abra los ojos, doctor Corbett.
Era voz de mujer. Harry no contestó de inmediato, aunque notó que podía hacerlo. Le pasó revista a su cuerpo. Flexionó las piernas; luego el brazo izquierdo y después el derecho, que no le respondió. ¡El brazo había desaparecido! La bala había destrozado una arteria y se había quedado sin brazo. Entreabrió los ojos y se miró el pecho. Vaya… allí estaba el brazo, apoyado displicentemente en el pecho y vendado en cabestrillo. Tanto el brazo como la mano parecían funcionar como era debido.
– Maura… -musitó Harry-. Maura…
– ¿Quién es Maura? -le preguntó la mujer.
Harry abrió los ojos y ladeó la cabeza hacia la mujer. Era joven y atractiva; rubia, con el pelo corto. Lo miraba con ojos de persona inteligente. Llevaba bata blanca y una placa azul con su nombre: «Dra. Carole Zane. Cardiología».
– Maura Hughes es la mujer que iba conmigo -dijo Harry, ya con la mente muy despejada.
– Una mujer ha sobrevivido al accidente, pero no sé cómo se llama. Por lo que he oído, usted estaba bastante peor. Creo que la han ingresado en un hospital de Newark.
«Gracias a Dios está viva», pensó Harry.
– ¿Sabe usted algo más acerca del accidente? -preguntó él.
– Nada, salvo que iban ustedes en una caravana y se despeñaron desde diez metros de altura por un acantilado que da al Hudson.
– En una caravana… -musitó Harry con cara de perplejidad-. ¿Y ahora dónde estoy?
– En la unidad coronaria del hospital Universitario de Manhattan, y yo soy la doctora Zane, cardióloga. Lo trajeron aquí anoche en helicóptero. Por lo visto, éste es el hospital con cama libre en la unidad coronaria más cercano al accidente.
– ¿Qué día es hoy?
– Sábado.
– Día uno, ¿verdad?
– Primero de septiembre, sí.
Primero de septiembre. El último para el abuelo. El principio del fin para mi padre. Ahora me toca a mí…
– ¿He tenido un infarto?
– Quizá. No estamos seguros. Es usted médico, ¿verdad?
– Sí, de medicina general.
– Bien, entonces. Tiene una herida de bala en el brazo. Esta le ha rozado el húmero pero no se lo ha roto. Queríamos examinarle la herida más a fondo anoche, pero no pudimos porque su electro no es normaclass="underline" refleja irregularidades que apuntan a la posibilidad de futuros daños en las paredes arteriales. Como sus enzimas cardíacos son algo elevados, parece claro que ya se ha producido alguna lesión menor en el corazón.
– O sea, ¿que he tenido un infarto?
– No ha tenido. La gráfica del electro cambia continuamente. Sea lo que sea… aún lo tiene, lo que significa que estamos a tiempo de… reparar la avería.
– ¿Cómo?
– Con un bypass, por ejemplo.
Harry le resumió a la doctora sus antecedentes familiares. Le dijo que hacía meses que tenía síntomas de manera intermitente. La doctora Zane tomó nota de todo. Resultaba obvio que era una mujer inteligente, aunque lo que más le gustó a Harry fue su amabilidad, su solicitud y el tacto de que hacía gala para que el paciente no notase lo abrumada de trabajo que estaba.