– ¿Tiene dolor ahora? -le preguntó ella.
– Nunca tengo dolor cuando estoy en reposo; sólo cuando corro o hago algún ejercicio más o menos violento.
– Bien. Hemos renunciado a recurrir, por ejemplo, a disolventes de coágulos a causa de la herida de bala y a posibles lesiones internas que aún no hayamos detectado. Por tanto, le hemos puesto un gota a gota de nitroglicerina.
La doctora Zane señaló a las bolsas de plástico del gotero y al tubo que tenía inyectado en el brazo izquierdo. Una de las bolsas era de glucosa.
– No hay problema -dijo Harry, que no sabía cómo preguntar dónde estaba, exactamente, Maura y cómo se encontraba.
– Nos gustaría hacerle una cateterización cardíaca lo antes posible -le comunicó la doctora.
– Lo que ustedes consideren necesario.
Zane le pasó entonces un impreso para que firmase la autorización.
– La página dos incluye una serie de problemas potenciales que pueden surgir al aplicar esta técnica. Tengo la obligación de explicárselos uno a uno -le aclaró ella.
– No se moleste -dijo Harry tras firmar el impreso-. Ya he estado muerto una vez, y no se está tan mal. ¿Cree que podría hacer un par de llamadas telefónicas?
– Primero déjeme auscultarle el corazón y los pulmones, y luego… tiene visita.
Harry se dejó auscultar, aunque impaciente por saber quién era la visita. Luego, Carole Zane le prometió verlo en el laboratorio de cateterización cardíaca lo antes posible y se encaminó a la salida. Harry la siguió con la mirada. Entonces reparó en que frente a su cubículo de cristal de la unidad coronaria había un agente de policía de uniforme.
– ¿Doctora Zane?
– ¿Sí? -dijo ella dándose la vuelta.
– ¿Qué hace ahí ese agente?
– Pues… por lo visto, está usted… detenido -contestó ella con una amable sonrisa-. Lo veré abajo.
Harry pulsó el botón que accionaba electrónicamente el respaldo para incorporarse un poco más. Miró en derredor por si veía un teléfono. Si él estaba detenido, también Phil debía de tener problemas. No cabía duda de que la policía había descubierto que la caravana era suya.
– Una sola llamada, Corbett. Como si estuviera en la cárcel.
Albert Dickinson irrumpió en la estancia y se detuvo frente al cubículo, a los pies de su cama. Llevaba el traje de siempre y olía como si se acabase de fumar un paquete de cigarrillos de una vez. Verlo le produjo a Harry tanta repugnancia como enojo.
– ¿Ha detenido usted a alguien frente a la casa de Doug Atwater? -preguntó Harry.
– La policía de Nueva Jersey se ocupa del asunto.
– A lo mejor aguardan ustedes hasta que alguien le pegue fuego a la mansión… ¿Sabe algo de Maura?
– Aún no está con delírium trémens, si es a eso a lo que se refiere.
– Es usted un cabrón de mierda. Por lo visto ignora lo que significa ser amable.
– No lo soy nunca con los asesinos ni con los borrachos. Cierto. No lo soy.
– Se le va a quedar usted cara de tonto cuando se esclarezca la verdad. ¿Me dice cómo está Maura o qué?
– Está en el hospital Municipal de Newark. Herida, pero no de gravedad. Por lo visto, es ella quien lo ha salvado a usted: emergió a la superficie y, como no lo encontró, volvió a sumergirse. Dicen los médicos que usted estaba a punto de irse al fondo cuando ella lo sacó; en pleno infarto…
– Eso me han dicho. ¿Y el vehículo que se despeñó con nosotros?
– Lo están sacando ahora.
– ¿Hay supervivientes?
– No.
– ¿Cuántos iban?
– No lo sé. En el atestado veré cuántos y quiénes eran. Luego aguardaré hasta que me digan que está en condiciones de prestar declaración, así tendrá tiempo de inventarse otro cuento. Le anticiparé que sabemos de dónde sacó la caravana. La policía de Nueva Jersey le hará una visita a su hermano en cuanto el fiscal les comunique que tenemos que acusarlo de complicidad, cosa que haremos.
Harry se ajustó los tubos de oxígeno de la nariz. ¿Se proponía el inspector provocarlo para presenciar en directo un infarto?
– ¿Qué es eso? -preguntó Harry al ver acercarse a una enfermera con una jeringuilla.
– Demerol -contestó ella-. Para que esté relajado durante la cateterización. Dentro de un minuto estarán preparados en el laboratorio.
– No quiero que me inyecten nada -dijo Harry-. Le prometo que estaré tranquilo.
– Muy bien, pero tendré que decírselo a la doctora Zane -le informó la enfermera.
– Este hombre está detenido, señorita -dijo el inspector-. Dondequiera que vaya ha de acompañarlo un inspector.
La enfermera no pareció tan impresionada por la autoridad de Dickinson como a él le hubiese gustado.
– ¿Dónde hay un teléfono, señorita? -preguntó Harry.
– Una sola llamada -le recordó Dickinson.
Harry tuvo que morderse la lengua para no despotricar contra el inspector y toda su familia. Luego llamó a su hermano a cobro revertido.
Phil acababa de enterarse del accidente y estaba a punto de salir hacia el hospital. Tal como Harry imaginó, le quitó importancia a la fortuna que iba a perder por el siniestro total de la caravana.
– Mira, de todas maneras, ése iba a ser mi regalo para tu cumpleaños, Harry. Sólo faltaba empaquetarlo.
Pese a su desenfado, era obvio que a Phil lo preocupaba el estado de su hermano.
– Claro, tanto insistir con lo de la «maldición», al final vas a conseguir ponerte enfermo de verdad -lo reprendió Phil.
– Puede que tengas razón.
Phil le prometió averiguar lo que pudiera acerca de Maura y pasarlo a ver al cabo de dos horas.
Momentos después, un enfermero muy cargado de espaldas, gruesas gafas de concha y bigote entrecano se acercó con una camilla. Cambió las bolsas del gotero al soporte de la camilla y luego asió el borde de la sábana por debajo de la cabeza de Harry. Dos enfermeras, situadas a ambos lados de la cama, estiraron a su vez la sábana a la altura de la cadera.
– Eh, no se quede ahí como un pasmarote -le espetó una de las enfermeras a Dickinson-. Coja la sábana… ahí, a los pies de la cama y ayúdenos a levantarlo.
Dickinson lo hizo, aunque de mala gana.
– Muy bien -dijo la otra enfermera-. Una, dos y tres…
Entre los cuatro levantaron a Harry y lo colocaron en la camilla. Harry sintió un pequeño dolor en el brazo y otro, real o imaginario, en el pecho.
– ¿Cuánto van a tardar? -preguntó el inspector.
– De una a dos horas -contestó una de las enfermeras, a la vez que posaba un monitor/desfibrilador cardíaco portátil entre los pies de Corbett-. Depende de lo que le encuentren, y de lo que le hagan. Puede acabar en el quirófano para hacerle un bypass.