El personal de aquel pabellón era el más amable del centro y el que sabía atender mejor a los pacientes con insuficiencia renal crónica, sometidos a diálisis. Por otra parte, las habitaciones del lado sur de aquella planta eran las que más le gustaban porque tenían vista al parque y se veía a lo lejos el Empire State.
No era un tipo de vida muy agradable tener que acudir al centro tres veces por semana para que lo conectasen a la máquina de diálisis, o que lo ingresasen de urgencia en el hospital cada vez que tenía un fallo circulatorio, se le declaraba una infección, se le desmandaba el azúcar, sufría arritmia o se le inflamaba tanto la próstata que no podía orinar. Pero con setenta y un años, con diabetes e insuficiencia renal, era como aquello de «a caballo regalado no le mires el dentado».
Desde su habitación oyó traquetear dos camillas por el pasillo; dos pacientes que regresaban de sus respectivas sesiones de terapia: una mujer de cierta edad, sin familia, a la que habían amputado las dos piernas por gangrena. Ahora se limitaban a tenerla allí, en espera de que hubiese cama libre en alguna residencia. «Podría ser peor -se decía Joe-. Mucho peor.» Por lo menos, él tenía a Joe Jr., a Alice y a los niños. Por lo menos, a él lo iban a visitar.
Joe Bevins miró hacia la cama contigua. El paciente que la ocupaba -veinte años más joven que él- estaba en el quirófano porque en aquellos momentos lo operaban del estómago, de un maldito cáncer.
«¡Menuda!», pensó Joe. Por mal que estuviese, no debía olvidar nunca que podía ser peor.
Notó que había alguien frente a su puerta antes de oírlo aclararse la garganta. Al darse la vuelta, vio a un ATS con la bata blanca, allí de pie, ajustando unos tubos a una especie de cesta metálica.
– Usted debe de ser nuevo -dijo Joe.
– Sí, pero no se preocupe porque hace mucho tiempo que desempeño este trabajo.
Era un cuarentón. Le sonreía. A Joe le pareció que tenía una cara afable. Quizá no fuese una persona simpatiquísima pero tampoco daba la impresión de ser uno de esos profesionales quemados y adustos.
– ¿Para qué es ese monitor? -preguntó Bevins.
Los médicos siempre le decían a Joe qué pruebas iban a hacerle porque sabían que le gustaba enterarse. Los tres especialistas de la planta habían hecho ya su diario recorrido de visitas, y ninguno había dicho nada de análisis de sangre.
– Esto es un detector HTB-R veintinueve de anticuerpos -repuso el ATS a la vez que dejaba el detector encima de la mesilla de noche-. Ha surgido un brote infeccioso en el hospital y, por consiguiente, estamos reconociendo a todos los pacientes con problemas renales o pulmonares.
– Vaya -dijo Joe, que notó que el ATS tenía un leve acento extranjero-. ¿De dónde es usted?
El ATS le sonrió mientras preparaba los tubos y la aguja. En la plaquita de plástico azul del nombre, que llevaba prendida en la bata, decía «G. Turner, Flebotomista». Joe trató de ver más datos en la tablilla que llevaba en la mano izquierda, pero la primera hoja estaba doblada hacia arriba y le fue imposible leer nada.
– ¿Se refiere a mi país de origen? De Australia, pero vivo en Estados Unidos desde niño. Tiene usted muy buen oído para los acentos, señor Bevins.
– Antes de enfermar enseñaba inglés.
– Aja. Claro -dijo Turner, que miró un momento hacia la puerta, que había dejado entreabierta al entrar-. Bueno… ¿vamos allá?
– Sí, pero tenga cuidado con mi shunt.
Turner le levantó a Joe el antebrazo derecho y pasó los dedos suavemente por encima del shunt de la diálisis (el firme y distendido vaso creado al unir una arteria y una vena). Turner tenía los dedos largos y cuidados. Joe pensó que debía de tocar el piano y tocarlo bien.
– Lo haremos con el otro brazo -dijo Turner, que fijó un torniquete de látex a unos ocho centímetros del codo de Joe y tardó mucho menos que la mayoría de los ATS en localizar una vena adecuada-. Parece sobrellevar usted todo esto muy bien. Así me gusta -añadió a la vez que se ponía los guantes y le frotaba con alcohol el derredor del punto de la vena elegido.
– No son los médicos quienes me mantienen vivo -dijo Joe-. Es mi actitud.
– Lo creo. Voy a utilizar una aguja muy fina. Trata la vena con más mimo.
Antes de que Joe pudiera decir nada, la fina aguja, conectada a un delgado catéter, estaba ya en la vena. La sangre fluyó al catéter. Turner acopló una jeringuilla al extremo del catéter e inyectó una pequeña cantidad de un líquido de color claro.
– Esto es sólo para limpiar -le indicó Turner, que aguardó quince segundos, extrajo una jeringuilla de sangre, retiró la fina aguja y presionó en el punto del pinchazo-. Perfecto. Estupendo. ¿Se siente bien?
«Estoy perfectamente.»
Joe estaba seguro de haberlo dicho, pero no había sido así. El hombre que estaba junto a su cama le sonreía con expresión indulgente, sin dejar de presionar con el dedo en el punto por el que le había insertado la aguja.
«Estoy perfectamente», trató de volver a decir Joe.
Turner le soltó el brazo y volvió a dejar la aguja y el tubo en su caja metálica.
– Buenos días, señor Bevins -le dijo-. Gracias por su colaboración.
Casi ya el pánico se había apoderado de Joe al darse Turner la vuelta y salir de la habitación. Se notaba raro, como si flotase. El aire de la habitación se adensaba. Algo le ocurría, y algo horrible. Trató de pedir auxilio, pero tampoco esta vez le salió la voz. Intentó ladear la cabeza para llamar a las enfermeras. Veía colgar el cordón por el rabillo del ojo, pero estaba paralizado. No podía hacer el menor movimiento, ni siquiera respirar. Tenía el cordón de llamada a menos de un metro. El brazo no le respondió al tratar de alargarlo. El aire se hacía cada vez más irrespirable y Joe notó que empezaba a perder el conocimiento. Moría ahogado en aire y no podía hacer nada, nada en absoluto.
El artesonado del techo empezó a velarse y luego a oscurecerse, hasta quedar sumido en una negra «niebla. A medida que aumentaba la oscuridad remitía el pánico de Joe.
Desde el otro lado de la entornada puerta de su habitación, oyó el carrito de las comidas, que rehacía el camino por el pasillo hacia la cocina. Le llegaba el aroma de la comida.
Tras veintiuna hospitalizaciones en el Parkside -casi todas ellas en la planta número 5-, estaba en condiciones de asegurar que eran las once y cuarto.
Siete de las diez sillas de la sala de espera del consultorio de Harry estaban ocupadas. Sólo para los nietos de Mabel Espinoza necesitaban tres.
Harry tenía la satisfacción de que Mabel, una octogenaria, luciese una sonrisa que, pese a sus muchos padecimientos de todo orden, no se había borrado de su rostro desde hacía mucho tiempo. Tenía hipertensión, disfunción vascular, hipotiroidismo, retención de líquidos, propensión a las comidas fuertes y una gastritis crónica.