Cegado y dolorido, Harry se incorporó sobre un codo y, con angustiosa lentitud, logró echarse de espaldas encima de la rejilla. No habría podido moverse de allí de haber querido (con frenética desesperación por parte de Perchek, que asomaba los dedos e intentaba tirarle del pelo, de la camisa…).
– ¡Corbett! ¡Apártese! ¡Apártese!
– ¡Váyase a… al infierno, Perchek! ¡Al infierno!
– Corbett…
Al instante, no se le oyó más que farfullar. Sus movimientos se debilitaron.
Harry notó el alivio del agua fresca que rebosaba del túnel e inundaba el suelo. Los dedos que se aferraban a la rejilla se soltaron. Pasaron varios minutos. El nivel del agua siguió subiendo a su alrededor y tocaba ya su cuello y sus orejas.
De pronto, el estruendo de las máquinas y del vapor cesó.
«Muerto -pensó Harry-. Al fin estoy muerto… Pero también Perchek, Ray… También ha muerto Perchek.»
Una mano zarandeó suavemente su hombro. Alzó la vista y, a través del vapor, vio al técnico de la cabina de control arrodillado a su lado, su casco amarillo, sus cordiales ojos marrones tras las gafas protectoras…
– ¿A quién se le ocurre quedarse aquí? ¿Está usted loco? -lo reprendió el técnico-. Lo asombroso es que esté con vida.
Epílogo
2 de septiembre
Lo primero que Harry Corbett vio al abrir los ojos fue la fecha del calendario colgado frente a su cama.
2 de septiembre. La fecha de la «maldición de los Corbett»… más uno.
Llevaba un rato despierto. Recordaba que las enfermeras y los médicos habían hablado con él momentos antes de retirarle la respiración asistida. Lo acababan de operar. Sería un enfermo cardíaco durante el resto de su vida. Quizá incluso quedase imposibilitado a causa de su lesión. Pero, por lo menos, aún le quedaba vida por delante.
Estaba de nuevo en la unidad coronaria, aunque no era la misma en la que estuvo anteriormente. Le habían puesto mascarilla de oxígeno y estaba intubado, pero se encontraba bastante bien. La doctora Carole Zane estaba a su lado.
– Respire hondo, doctor Corbett -dijo la doctora-. Tiene que respirar hondo.
Harry había cuidado a muchos pacientes después de ser sometidos a operaciones del corazón, y sabía que, durante dos o tres días, sufrían persistentes dolores en la zona del esternón. Sin embargo, era esencial respirar profundamente.
Le hizo caso a la doctora. Tenía fuertes pinchazos en el costado izquierdo, pero, en realidad, el esternón no le dolía; en absoluto. Movió las piernas. Tampoco le dolían, pese a que habían tenido que intervenirle una para extraerle la vena para el bypass. Se pasó la mano por las ingles. No lo habían vendado. Luego se tocó el pecho. Le habían afeitado la zona del esternón, pero no había incisión.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Harry.
– ¿Qué quiere decir?
– El bypass… ¿Cómo han podido hacerlo sin incisión aquí?
Ella lo miró extrañada, aunque en seguida comprendió.
– Verá, doctor Corbett, me parece que nos hemos pasado un poco con la anestesia. Se lo he explicado varias veces. No se le ha hecho ningún bypass. Y si sus arteriogramas son correctos, nunca se lo haremos. ¿No recuerda que se los he mostrado?
Harry meneó la cabeza. Carole Zane le sonrió amablemente y miró a una de las personas que estaban con ellos. De pronto, Maura apareció junto a ella. Tenía el ojo izquierdo amoratado y una ceja y un pómulo cubiertos con gasa, pero estaba radiante.
– Hola, doctor-dijo Maura-. ¿Me recuerda?
– Me parece que sí. Me salvó la vida en la caravana, ¿verdad? Me alegro de que esté bien.
– Me han dado el alta esta mañana. Llevo diez puntos de sutura, pero poco más. Bueno, Harry, dejémonos de protocolo. No te han hecho bypass. A tu corazón no le ocurre nada; nada en absoluto.
Harry la miró perplejo.
– No lo entiendo. ¿Y el dolor? ¿Y el electro?
Ella le mostró entonces una bolsita. Dentro había algo de color rojizo, de casi diez centímetros de largo.
– Te han extraído esto, Harry -dijo Maura-. Es bambú, y por eso nunca aparecía en las radiografías. Lo has tenido en la espalda todos estos años, y poco a poco se abría paso hacia el pecho. La punta… sí, presionaba ya el corazón.
– Cuando hemos visto que los arteriogramas eran normales, le hemos hecho un escáner -le explicó Carole Zane-. Y ahí estaba. Extraérselo ha sido relativamente sencillo.
– Así que nada de maldición… -concluyó Maura.
– Pues no sé, porque ser un imbécil terminal puede considerarse una verdadera maldición. Nunca podré dejar de preocuparme.
– He hablado con tu hermano, y con el mío. Tom está ahora mismo en la mansión de Atwater, y también tu abogado. Dice Tom que han encontrado documentación sobre la Tabla Redonda para parar un tren: cintas grabadas, libros de contabilidad…
– Perchek tiene un apartamento en Manhattan -dijo Harry-. Creo que es ahí donde guardaba los disfraces y las placas de identificación, y las drogas que utilizaba. Si localizamos el apartamento, probablemente encontremos el Aramine que le inyectó a Evie.
– ¿Es el tal Perchek el que mató al policía en el ascensor? -preguntó la doctora Zane.
– Y a la enfermera.
– No, a la enfermera, no. Ha pasado casi toda la noche en el quirófano, pero ya se encuentra bastante bien; se repondrá.
– Me alegro mucho.
– Encontraron el cadáver de un hombre flotando en el desagüe junto al que lo encontraron a usted -explicó la doctora-. ¿Era él?
Harry asintió con la cabeza y sonrió al pensar en Ray Santana.
– Me parece que será mejor que lo dejemos descansar un rato -dijo Zane, que le apretó la mano cariñosamente, se ajustó los auriculares y salió.
Maura le levantó ligeramente la mascarilla a Harry y lo besó en los labios.
– Bambú -dijo él.
– Bambú -repitió ella, que le acarició la frente y lo volvió a besar-. Eh… ¿no te han dicho nunca que te pareces a Gene Hackman?