Выбрать главу

Durante años, Harry la mantenía a flote casi a base de placebos y buenos consejos. El caso era que funcionaba y, gracias a ello, Mabel podía ocuparse de sus nietos y su hija no había perdido el trabajo. En el mundo de un director de relaciones médicas de la Hollins /McCue Pharmaceuticals, no había ninguna «Mabel» como aquélla, se dijo Harry.

Mary Tobin que, por así decirlo, era «recepcionista-gerente» del consultorio de Harry, miró hacia la sala de espera desde su cubículo de paredes de cristal. Era una fornida mujer de color, abuela por partida múltiple, que llevaba con Harry desde su tercer año de ejercicio de la medicina, y muy extrovertida respecto de aquellos temas sobre los que tenía opinión (y la tenía sobre casi todos).

– ¿Cómo fue la asamblea? -preguntó al entrar en su pequeño feudo para consultar la agenda.

– ¿Asamblea?

– Sí, el follón ese.

– Ah… Pues digamos que durante todos estos años ha trabajado usted para un barítono y, de ahora en adelante, trabajará para un tenor -explicó Harry.

Mary Tobin sonrió. Le hizo gracia la imagen.

– ¡Qué sabrán ellos! No podrán con usted, doctor Corbett -dijo ella-. Ha superado momentos más difíciles, y siempre acaba por encontrar la salida.

– Magnífico. Repítamelo muchas veces. ¿Tengo llamadas?

– Sólo su esposa. Ha llamado hace media hora.

– ¿Le ocurre algo?

– No, creo que no. Me ha dicho que la llame al trabajo.

Harry enfiló hacia su despacho, que se encontraba al final de sus tres salas de reconocimiento. Además de Mary Tobin, trabajaba con él, desde hacía cuatro años, una joven enfermera llamada Sara Keene y una asistente de enfermería que debía de hacer la número veinte que había contratado. A una de esas veinte la tuvo que despedir por robar, el resto se habían marchado al quedar embarazadas o para ganar más. Sara levantó la cabeza y lo saludó al verlo pasar frente a su mesa.

– Me he enterado de lo ocurrido en la asamblea, doctor Corbett. No se preocupe -lo animó la enfermera.

– Si vuelve a decirme alguien que no me preocupe, acabaré por preocuparme -dijo Harry.

Su despacho personal era una espaciosa estancia exterior del que fuera un elegante edificio de apartamentos. Además de la mesa y las sillas de nogal, tenía una plataforma de footing. La había utilizado para pruebas de estrés cardíaco hasta que, en vista de cómo estaba el patio, por lo que a las indemnizaciones por imprudencia profesional se refería, optó por renunciar a las pruebas. Ahora aprovechaba la plataforma para hacer ejercicio. Las paredes del despacho, en las que antes había paneles de lo que Evie llamaba «pino barato», las pintaron de blanco a petición suya. Tenía enmarcados los consabidos diplomas, certificados y menciones, además de algo que muy pocos médicos podían exhibir: la Medalla de Plata de Vietnam. Había también tres óleos contemporáneos, elegidos por Evie, los tres abstractos, aunque ninguno de los tres fuese del gusto de Harry, que no los habría elegido nunca, de haberlo dejado Evie. Sin embargo, a la mayoría de sus pacientes parecían gustarles.

Encima de la mesa había también tres fotografías enmarcadas. En una estaba Harry con sus padres en la ceremonia de entrega de diplomas de la Facultad de Medicina, en otra aparecía Phil con Gail y los niños y en la tercera estaba Evie (un retrato de estudio, en blanco y negro, hecho por uno de los fotógrafos más afamados de la ciudad).

Harry tenía en los cajones de la mesa docenas de fotografías de Evie que él hubiese preferido enmarcar en lugar de aquélla, pero su esposa insistió en aquel retrato.

Al sentarse ahora en su sillón, Harry cogió delicadamente el portarretratos entre sus manos y contempló los prominentes y bien modelados pómulos de Evie, su sensual boca y la intensidad de su mirada. Era una foto de poco antes de que contrajeran matrimonio, hacía ya nueve años. Evie, que tenía entonces veintinueve años, era todavía la mujer más hermosa que Harry había conocido.

Cogió el teléfono y marcó el número de la redacción de la revista Manhattan Woman.

– Con Evelyn DellaRosa, por favor -dijo al posar de nuevo el portarretratos en la mesa-. Dígale que es su esposo.

Llevaba cinco años como redactora de la sección de «Consumo» de la combativa revista mensual. Harry era consciente de que, para ella, representaba un duro retroceso profesional aquel empleo, después de haber trabajado como presentadora en una cadena de TV, pero admiraba su tenacidad y su empeño por volver a estar en el candelero. En realidad, le constaba que algo positivo se avecinaba en su carrera. No había querido decirle de qué se trataba exactamente, pero conociéndola, el solo hecho de comentarle que trabajaba en un reportaje que tenía muchas posibilidades era esperanzador.

Evie tardó tres minutos en ponerse al teléfono.

– Perdona que te haya hecho esperar tanto, Harry, pero es que tenía a un técnico dispuesto a contármelo todo sobre un asunto de experimentos con perros en un sótano propiedad de la InSkin Cosmetics, y el muy cabrón se me ha echado atrás.

– ¿Te encuentras bien?

– Aparte de que no dejo de pensar ni un momento en ese condenado bulto de mi cabeza, sí, me encuentro bien.

– Ha habido reunión en el hospital.

– ¿Reunión?

– Bueno, la asamblea. Lo de la comisión Sidonis.

– Ah, sí. ¿Cómo ha ido?

– Digamos que debí haber aceptado el empleo en la Hollins /McCue.

– Siempre es tarde si la dicha es mala.

– Por favor, Evie… Yo reconocí que tenías razón. ¿Qué más quieres que te diga?

Harry tenía claro que cualquier cosa que dijese no haría sino empeorar las cosas. La decisión que tomó, hacía poco más de un año, de rechazar el empleo fue la gota que colmó el vaso, el tiro de gracia a su matrimonio. En realidad, si tenía en cuenta que podía contar con los dedos de una mano las veces que habían hecho el amor desde entonces, lo más lógico era pensar que el distanciamiento continuaba.

– Hace un rato me han llamado del consultorio del doctor Dunleavy -dijo ella.

– ¿Y?

– Tienen ya cama para mí en la planta de neurocirugía, y fecha y hora para operarme. Quiere que vaya mañana por la tarde y que me operen el jueves por la mañana.

– Cuanto antes, mejor.

– Claro… ¡como no es tu cabeza la que está en juego!

– Vamos, Evie…

– ¿Sabes qué te digo? Te prometí ir a escucharte esta noche al club, pero no me apetece.

– No te preocupes. No es ningún asunto importante. No tengo por qué ir a tocar si no quiero.

Se lo dijo con exquisito tacto para que su tono de voz no denotase la menor contrariedad. Durante su noviazgo, e incluso en sus primeros años de matrimonio, a ella le encantaba ir a escucharlo. Ahora, en cambio, no recordaba cuánto hacía que no había ido. Había esperado con ilusión aquel pequeño paso hacia la normalidad de sus relaciones, pero se hizo cargo del estado de ánimo de su esposa.