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Orsino alargó su rolliza mano y le pellizcó a Ray la mejilla con saña.

– Me alegro de que no nos los haya dicho -farfulló Orsino, que se hizo a un lado.

Ray sintió un estremecimiento al reparar en la acerada mirada del Doctor.

– ¿Sabe usted algo de química, Santana? -preguntó Perchek-. Bah. No importa. Quizá le interese saber el nombre científico de la sustancia que contiene la jeringuilla. Pero… es demasiado largo, y complicado.

– Muy interesante -dijo Ray.

– Para abreviar lo llamamos hiconidol hidrocloruro. Lo sintetizó un químico amigo, pero la idea fue fruto de mis investigaciones.

– Bravo.

– Verá, Santana: en el extremo de cada nervio del cuerpo humano hay un neurotransmisor que lo conecta con el nervio contiguo y lo activa. Este nervio, a su vez, activa al siguiente. El mensaje se transmite (con bastante rapidez, la verdad) desde el punto en el que se haya causado una herida hasta el punto del cerebro que acusa el dolor y… ¡uy!

– Muy bien explicado -dijo Santana, tan consciente de lo que se proponía Perchek como de que debía de notarle en los ojos que lo adivinaba.

– El hiconidol es una sustancia casi idéntica, átomo a átomo, al neurotransmisor que canaliza el dolor. Esto significa que puedo activar tales nervios todos a la vez o uno a uno. Piénselo, Santana. Ni heridas… ni hematomas… ni sangre. Sólo dolor. Puro dolor. Salvo para mi trabajo, el hiconidol no tiene el menor interés clínico. No obstante, si algún día lo comercializásemos, creo que el nombre adecuado sería Agonil. Es un producto increíble, aunque lo diga yo. ¿Una pequeña inyección? Un cosquilleo. ¿Una dosis superior? Bueno… supongo que ya lo imagina.

Ray tenía la boca reseca. Le latía el corazón con tal fuerza que estaba seguro de que el Doctor lo notaba.

«No lo haga, por favor -clamó Ray en silencio-. Por favor…» La yema del pulgar de Perchek oprimió el émbolo.

– Creo que empezaremos con algo modesto -dijo el Doctor-, equivalente, poco más o menos, a una fresca brisa en sus alvéolos dentarios.

La última voz que Ray oyó antes de la inyección fue la de Joe Dash.

«Un hombre puede optar por tres maneras de enfrentarse a la muerte…»

II

Seis años después

Desde hacía doce años, el restaurante Jade Dragón, en la zona alta del West Side de Manhattan, se enorgullecía de tener una cocina excepcional a precios muy razonables. Como consecuencia de ello servían casi cuatrocientos cubiertos los días laborables, con un comedor con capacidad para 175 personas. Los fines de semana superaban los ochocientos cubiertos.

Aquella noche de un cálido viernes de junio había demoras de hasta media hora para conseguir mesa.

Sentado en su lugar acostumbrado, Ron Farrell les comentaba a su esposa Susan y a sus amigos Jack y Anita Harmon lo mucho que había progresado el local desde que él y Susan comieron allí por primera vez diez años atrás. Ahora, aunque habían cambiado de domicilio tres veces, se habían impuesto cenar en el Jade Dragón viernes alternos, solos o en compañía de amigos.

Casi habían acabado ya con un plato, que los Harmon aseguraron era de lo mejorcito de la cocina china, cuando Ron se interrumpió a media frase y empezó a tocarse el abdomen. Súbitamente, sintió retortijones acompañados de arcadas. Le sudaban las axilas y el rostro, y se le nubló la vista.

– ¿Estás bien, Ronnie? -le preguntó su esposa.

Farrell trató de imponerse un lento ritmo respiratorio. Siempre había dominado bien el dolor, pero el que ahora sentía se agudizaba.

– No me encuentro bien -logró decir-. No sé… De repente, me ha entrado un dolor aquí.

– No puede ser por lo que has comido -dijo Susan-. Todos hemos comido lo mismo.

De pronto, Susan se quedó lívida. El sudor le perlaba la frente. Luego, sin que le diese tiempo a articular palabra, ladeó el cuerpo y vomitó sobre el suelo.

De pie junto a la puerta de la cocina del atestado restaurante, el joven ayudante del chef observaba el revuelo que se había organizado, al percatarse los clientes de que los cuatro de la mesa 11 se sentían tan alarmantemente indispuestos.

Sin inmutarse, el ayudante volvió a la enorme cocina y fue a llamar desde el teléfono público (reservado al personal eventual). Marcó un número escrito a mano en una ficha de 8 x 14 centímetros.

– Diga -le contestaron.

– Aquí Xia Wei Zen.

– Sí, dígame.

El ayudante leyó despacio las palabras escritas en la ficha.

– El trébol tiene cuatro hojas.

– Muy bien. Ya sabe donde tiene que ir cuando termine su turno. El hombre del coche negro le recogerá el vial vacío a cambio de lo que queda por pagarle.

El interlocutor del ayudante colgó sin más. Xia Wei Zen miró en derredor para asegurarse de que nadie se fijaba en él y luego volvió a su sitio. El trabajo no se le haría tan pesado en lo que faltaba para terminar su turno. Por lo pronto, le esperaba un buen montón de dinero y, además, habría muchos menos clientes durante lo que quedaba de noche.

* * *

La llamada se recibió en la sala de urgencias del hospital Good Samaritan a las 21.47. Cuatro pacientes, con prioridad dos, eran trasladados en ambulancia desde un restaurante chino que estaba a veinte manzanas de allí. El diagnóstico inicial era intoxicación aguda debida a alimentos en mal estado.

Prioridad dos significaba lesiones o enfermedad potencialmente grave, sin peligro inmediato para la vida del paciente.

En el hospital había el trajín habitual de los viernes por la noche. Las enfermeras y los médicos residentes llevaban ya tres horas de retraso en su trabajo rutinario. Las veinte salas de urgencias de que disponía el centro estaban llenas, al igual que la sala de espera. El aire olía a sudor, desinfectante y sangre. Por todas partes se percibía la enfermedad, el sufrimiento y el dolor (los lamentos, el llanto de los niños, la tos incontrolada).