– ¿Ha comido alguna vez en el Jade Dragón? -preguntó la enfermera que atendió la llamada de la ambulancia.
– Creo que sí -repuso la jefa de la planta.
– Pues la próxima vez quizá sea mejor que vaya a un italiano, ya que viene para acá una ambulancia con dos intoxicados, probablemente por alimentos en mal estado. Y nos traerán dos más en seguida: dos hombres y dos mujeres, cuarentones. Con vómitos. Los cuatro a la UVI.
– ¿Constantes vitales?
– De momento, normales, pero, según los de la ambulancia, ninguno tiene muy buen aspecto.
– Vaya manera de aguarles la fiesta a los cuatro.
– ¿Qué habitaciones les damos?
– ¿Es que hay alguna que no esté ocupada?
– Se podría dejar libre la siete, si el doctor Buenamuerte, o comoquiera que se llame, tiene a bien autorizarlo.
– Perfecto. Instalen a quien esté peor allí y a los demás en el pasillo. Les daremos habitación en cuanto podamos. Pídale que le firme también volantes para análisis de rutina y un electrocardiograma para los cuatro.
– Pe eme.
Ron Farrell gruñó de dolor al pasar su camilla al ascensor de urgencias para el traslado. Iba acostado en posición fetal. El dolor de estómago no remitía.
Jack Harmon -que enseguida se había sentido peor que Susan- había llegado en la ambulancia con Ron, que lo vio saludarlo con la mano desmayadamente, al conducirlos a ambos a través de las puertas automáticas hacia la atestada sección de ingresos, intensamente iluminada por los fluorescentes.
Los minutos siguientes transcurrieron entre un alud de preguntas, jeringuillas, espasmos de dolor y exploraciones por parte del personal médico.
A Ron lo condujeron a una pequeña habitación llena de estanterías con material clínico. Junto a una pared había una botella de oxígeno. El personal médico se dirigía a él con cortesía, aunque era evidente que todos estaban desbordados. Que Ron supiese, su médico de cabecera no pertenecía al cuadro del hospital Good Samaritan. No podía hacer nada, salvo aguardar a que le administrasen el calmante que le habían prometido.
– ¿Se encuentra mejor, verdad? -dijo un hombre con fuerte acento extranjero que Ron no pudo identificar.
Todavía en posición fetal, que era la que le resultaba menos incómoda, Ron parpadeó y alzó la vista. El hombre, que vestía uniforme azul, como casi todo el personal de urgencias, le sonrió. La lámpara del techo, eclipsada por su cabeza, formaba un brillante halo a su alrededor y le oscurecía el rostro.
– Soy el doctor Kozlansky -le dijo-. Parece que usted y los demás han sufrido una intoxicación por alimentos en mal estado.
– En ese condenado Jade Dragón. ¿Está bien mi esposa?
– Desde luego. Claro que sí. Está muy bien.
– Menos mal. Me duele muchísimo el estómago, doctor. ¿No podrían administrarme un calmante?
– Para eso precisamente estoy aquí -contestó Kozlansky.
– Maravilloso.
El médico cogió una jeringuilla medio llena de un líquido claro y la vació en el tubo intravenoso.
– Gracias, doctor-dijo Farrell.
– Quizá sea mejor que aguarde a darme las gracias hasta ver… qué efecto le hace.
– Muy bien. Como prefiera…
Farrell se quedó de pronto sin habla. Sintió un horrible vacío en el pecho. Y se percató de inmediato de que su corazón había dejado de latir.
Kozlansky siguió sonriéndole con benevolencia.
– ¿Se encuentra mejor, verdad? -le preguntó.
Ron notó que los brazos y las piernas empezaban a temblarle de manera incontrolable. Se le arqueó la espalda de tal modo que sólo los talones y la cabeza tocaban la cama. Le castañeteaban los dientes. Luego empezó a perder el conocimiento. Sus ideas se hicieron confusas. El pánico que había sentido remitió hasta desaparecer. Al rato, su cuerpo quedó inerte en la cama.
Kozlansky permaneció allí observándolo durante un minuto largo, y después se guardó la jeringuilla en el bolsillo.
– Me temo que ahora debo dejarlo -musitó con voz impersonal-. Le ruego que procure descansar
Capítulo 1
Doce meses después
Harry Corbett había dado ya quince vueltas alrededor de la pista cubierta cuando sintió un dolor en el pecho.
La pista tenía un perímetro de doscientos metros y se hallaba en la terraza del último piso del edificio Gris del Centro Médico de Manhattan. En la planta contigua inferior había un modesto gimnasio equipado con pesas, sacos, esterillas y los aparatos de rigor.
El centro de puesta a punto física, único en la ciudad, estaba reservado exclusivamente para el personal del hospital. Se construyó gracias a un legado del doctor George Pollock, un cardiólogo que había cruzado dos veces a nado el canal de la Mancha. La muerte de Pollock, a los noventa años de edad, se produjo como consecuencia de una caída desde una escalera mientras limpiaba el canalón de desagüe del tejado de su casa de campo.
Al notar el dolor, Harry pensaba precisamente en Pollock y en cómo se sentiría uno a los noventa años. Aminoró un poco la marcha e imprimió a sus hombros un movimiento de rotación. El dolor no cesó. No era un dolor insoportable (de intensidad 2, de acuerdo a la escala que, del 1 al 10, utilizaban los médicos). Pero le dolía.
Harry no quiso dejar de correr. Tragó saliva y se dio masaje en el plexo solar. No acababa de precisar el punto exacto donde le dolía. Según cómo, el dolor parecía localizado debajo del esternón y, según cómo, en la región lumbar.
Aminoró la marcha un poco más -de 8 a 10 minutos cada km-. El dolor se le concentró entonces en el pulmón izquierdo. Pero… no. Se le acababa de desplazar a un punto que se encontraba entre el pezón derecho y la clavícula.
Siguió reduciendo la velocidad y, al poco, optó por detenerse. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en los muslos. No era una angina de pecho, se dijo. No tenía nada que ver con los dolores que llamaban cardíacos. Conocía su cuerpo y, por supuesto, conocía el dolor. No era muy fuerte y, mientras no fuese el corazón, le tenía sin cuidado de dónde procediese.
Harry era consciente de que su razonamiento no era muy lógico; que, nunca, en ningún caso, lo hubiese utilizado para un diagnóstico destinado a un paciente. No obstante, como les ocurría a la mayoría de los médicos, cuando tenían algún síntoma doloroso, su voluntad de no estar enfermos podía más que la lógica.