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Harry se desnudó y fue hacia las duchas. Sabía que Steve Josephson no podía dejar de mirar la retícula de cicatrices que tenía en la espalda. Treinta y un fragmentos de metralla. Medio riñón. Una costilla. La impronta dejada por la extracción de todo ello habría encajado de maravilla en un mapa de carreteras. No era difícil imaginar la increíble sensación que debía de sentir Harry al deslizarse los pechos de Evie por las cicatrices, en lo que ella llamaba deber patriótico para con un héroe de guerra. ¿Cuándo fue la última vez? Tenía que reconocer con tristeza que no lo recordaba.

Dejó correr el agua caliente hasta que se vio envuelto en vapor. Faltaban dos semanas para que cumpliese los cincuenta. ¡Cincuenta! No era consciente de haber notado el menor síntoma de lo que llamaban crisis de la mediana edad, aunque, quizá, el acoquinamiento que sentía últimamente fuese un síntoma. Las piezas del rompecabezas de su vida tenían que estar ya más que encajadas, y sin embargo el camino que eligió en su momento se veía constantemente amenazado. Corría peligro de abrirse bajo sus pies.

Recordaba el día en que, en plena convalecencia, decidió renunciar a su carrera de cirujano y consagrar su vida profesional a la medicina general. El año y medio que pasó en Vietnam lo había cambiado. Ya no sentía el menor deseo de estar en primer plano, y no era porque lo afectase en exceso el dramatismo que se vivía a diario en un quirófano. En realidad, seguía gustándole la cirugía. Lo que ocurría era que había terminado por descubrir que su verdadera vocación era la medicina general. «Simplemente.» La única palabra que podía describir la clase de vida que Harry eligió era precisamente ésa: «simplemente». Levantarse por la mañana, intentar ayudar a unas cuantas personas con su salud, cultivar un par de aficiones y, tarde o temprano, instalarse en la armonía. Tarde o temprano, las grandes preguntas tendrían sentido.

Aunque la verdad era que últimamente nada parecía tener sentido. Las grandes preguntas se mostraban tan huidizas como siempre, o más. Su matrimonio se tambaleaba. Seguían sin hijos, pese a lo mucho que los deseaba. La seguridad económica, que confió lograr con los años, iba ligada a una especialidad de la medicina que ya no deseaba ejercer. Siempre se negó a que su profesión fuese un simple medio de ganar dinero. Jamás había tratado de captar pacientes millonarios ni había eludido tratar a nadie porque no pudiese pagar. Tampoco quiso vivir en una zona residencial. No hizo cursillos para convertirse en un superespecialista. Como consecuencia de ello, su coche tenía ya siete años y había suscrito un fondo de pensiones que era tanto como tirar el dinero, porque no pensaba jubilarse nunca.

Y, encima, su prestigio profesional estaba ahora en la cuerda floja, su esposa tenía que vérselas con el escalpelo de un neurocirujano y en vísperas de su cumpleaños, le sobrevenía aquel dolor en el pecho.

* * *

La reunión del personal del departamento de medicina general, convocada a toda prisa, no sirvió para mucho. Cada uno de los médicos que tomó la palabra, durante una acalorada sesión de cuarenta y cinco minutos, parecía tener una información distinta respecto de las conclusiones de la comisión Sidonis. No se votaron mociones ni se aprobaron acciones de protesta. Salvo el gesto de presentar un frente unido (por el solo hecho de asistir a la asamblea en el auditorio), no podían hacer nada hasta analizar el informe de la comisión.

– No ha abierto usted la boca en la asamblea, Harry -le dijo Steve Josephson al salir.

– No había nada que decir.

– Sidonis y su equipo se dedican a la caza de brujas, y usted lo sabe. Todos están asustados. Ha podido calmarlos Harry y usted es… una especie de líder para ellos. El oficioso kahuna.

– Un modo amable de decirme que soy más viejo que la mayoría.

– No insinuaba eso en absoluto. Yo ayudo a traer niños al mundo, Sandy Porter abre y cose venas que es un portento, los hermanos Kornetsky son consumados cardiólogos. Casi todos nosotros ejercemos especialidades que pueden sufrir hoy un rudo golpe. Usted es el único que interviene en todas.

– ¿Y qué? ¿Qué pretende que hagamos, Steve? ¿Retar a los especialistas a una carrera olímpica?

– Oh, Harry… Es que todo esto es una barbaridad. No entiendo lo que le ocurre últimamente. Sólo espero que sea algo transitorio.

Harry fue a replicar que no sabía a qué se refería Josephson, pero en lugar de ello farfulló una excusa. Aunque nunca le gustó hablar en público, con los años, sus maneras directas y su sentido común para enfocar cualquier conflicto le habían granjeado el respeto de todo el hospital, además, nunca había rehuido un problema. De manera que Steve tenía razón: podía y debía haber dicho algo en la asamblea. Los médicos del departamento, sobre todo los más jóvenes, estaban realmente preocupados por su futuro.

La crisis del Centro Médico de Manhattan tenía una clara explicación: el hospital, en tanto que persona jurídica, había sido acusado en tres sucesivos casos de negligencia profesional en pocos meses. En los tres juicios se vieron involucrados facultativos de medicina general. Harry pensaba que aquella epidemia de litigios no se debía más que a una pura coincidencia. De acuerdo a la «moda» de primero queréllate y luego pregunta, los especialistas -igualmente vulnerables- podían ser objeto de querellas similares.

Al cundir el pánico entre el personal médico se creó una comisión de seguimiento de no-especialistas presidida por Caspar Sidonis, carismático y conocido cardiocirujano. Harry y Sidonis nunca habían hecho buenas migas, aunque Harry no acertase a entender por qué. Ahora estaban en lados opuestos de la mesa, y apostaban fuerte por un «bote» que sólo tenía valor para los facultativos de medicina general. De momento, era Sidonis quien tenía todas las cartas en la mano.

– Tiene que perdonarme, Steve -dijo Harry mientras iban por el pasillo que conducía a urgencias-. Me temo que últimamente ando un poco bajo de tono, y la verdad es que no sé por qué. El climaterio masculino, o algo así. Puede que lo que necesite sea una buena… dinamo para cargar las pilas.

El pasillo, que permitía atajar el camino hasta el auditorio, estaba cerrado para el público pero no para el personal médico. En el departamento de urgencias no cabía un alfiler. Todas las salas estaban ocupadas: cirugía mayor, cirugía menor, ortopedia, pediatría, curas, reconocimiento y cardiología.

– Cada persona es un mundo -añadió Harry.

– Sí -farfulló Steve-. En fin, a partir de hoy más nos vale estar atentos a las demandas de empleo.

Una enfermera los rebasó y entró en una de las salas de cardiología.

– Adminístrele otros tres de morfina -le oyeron decir a un médico al acercarse a la sala.

– ¿Cuánto Lasix le han dado?

– Ochenta, doctor…

– Taquicardia a causa del Valium. Estoy casi seguro.

– Le baja la presión, doctor.

– ¡Puñeta! Tenían que haber llamado a cardiología.

– Los he llamado al «busca», pero no han contestado.

Steve y Harry se detuvieron en la entrada. El paciente, un fornido setentón de color, estaba en situación crítica, semi incorporado en la camilla, jadeante. A cada inspiración se le oía un borbor en el pecho. Su ritmo cardíaco había subido a ciento setenta pulsaciones. El joven que tenía a su cargo al paciente era un buen médico, aunque con fama de perder la sangre fría en situaciones difíciles.