– Lleno hasta la bandera, Harry -dijo Doug Atwater señalando hacia la entrada del auditorio, que se llenaba rápidamente-. Cualquiera diría que regalan estetoscopios.
El Centro Médico de Manhattan era el mayor de los tres hospitales que tenían contrato para prestar asistencia a los socios de la Cooperativa de Salud de Manhattan. Como uno de los vicepresidentes, responsable de mercadotecnia y fomento de la OSM (la Organización de Salud de Manhattan), Atwater era miembro del Consejo de los tres centros. Había ingresado en la OSM hacía seis o siete años, procedente del Midwest.
Muchos, como el propio Harry, opinaban que sin el dinamismo y sentido empresarial de Atwater la cooperativa y sus hospitales se habrían hundido haría mucho tiempo. Lo cierto era que la cooperativa se había hecho con una notable cuota de mercado.
Al igual que Harry, Atwater era muy aficionado al jazz, aunque no tocase ningún instrumento. Tres o cuatro veces al año iban juntos a un club. A menudo, Doug se dejaba caer por C.C's Cellar cuando Harry tocaba con la banda que regularmente actuaba allí.
– ¿Le han comentado algo sobre todo este asunto, Sidonis o algún otro de la comisión? -preguntó Atwater.
– Por supuesto. Dan Twersky, el psiquiatra, fue el encargado de entrevistarme. ¿Lo conoce? Ni aposta pudo tener una actitud más petulante y condescendiente. Quería saber cómo pudo Marv Lorello coserle tan mal el pulgar a aquel chico. Le contesté que, en mi opinión, Marv Lorello no lo cosió mal. Entonces me preguntó por qué no llamó Lorello a un cirujano especialista. Le repuse que nadie pudo haber hecho más que limpiarle la herida y darle los puntos de sutura. Al mejor cirujano del mundo pudo ocurrirle lo mismo que a Marv. A veces, la circulación que riega una herida no es normal y se produce pérdida de tejido. Entonces me dijo que yo parecía defender a ultranza a los facultativos de medicina general. Le repliqué que si mil veces se me presentase el caso, mil veces lo cosería sin llamar a un cirujano especialista, y que, de esas mil, en novecientas noventa y nueve ocasiones las dos mitades del pulgar hubiesen cicatrizado perfectamente. Twersky se limitó a seguir allí sentado, sonriente. Era una sonrisa que venía a decir: lo que usted diga, doctor, siempre y cuando no me cosa usted jamás un dedo.
– Es usted un médico excepcional, Harry -lo confortó Atwater mientras le daba una palmadita en el hombro-, y nada de lo que hagan Sidonis o los demás miembros de la comisión puede cambiar eso.
Steve Josephson se abrió paso por la fila, saludó a Atwater con la cabeza y se sentó junto a Harry.
– Acaban de subir a Clayton Miller a la sala -dijo Steve-. Mejora a ojos vista. Se ha librado por los pelos. Nada más salir usted, con la respiración ya casi normalizada, ha empezado a hablar de béisbol por los codos. Fue profesional, compañero de equipo de Satchel Paige en la Negro Baseball League. Y tome buena nota: por lo visto, su hijo trabaja en el club de los Yankees. Dice que siempre que queramos entradas no tenemos más que pedírselas.
– A eso le llamo yo un buen paciente -dijo Harry.
– ¿De qué va? -preguntó Atwater.
Harry le pasó la pelota a Josephson, que refirió lo ocurrido, echándole tanto teatro como un piloto de guerra que explicase un encarnizado combate.
– Lástima que Sidonis no esté al corriente de lo que ha hecho usted -dijo Atwater tras escuchar a Steve extasiado.
– Lo está, pero no creo que eso lo impresione tanto como para renunciar a machacarnos. Es más: dudo de que lo haya impresionado lo más mínimo.
– Pues bueno, da igual. Son ustedes extraordinarios. La verdad es que, después de oírlo, Josephson, me entran ganas de estar con la infantería en lugar de calentar el asiento en mi despacho. Bueno, ¿y qué tal lo de Evie, Harry?
– Ingresará a finales de semana; probablemente, pasado mañana.
Atwater sacó una agenda negra y anotó: Evie. Flores.
– Es una chica extraordinaria -dijo Atwater-. No te preocupes, seguro que lo superará estupendamente.
Las jaquecas de Evie, que ella atribuyó en un principio a alergias, luego a estrés debido al trabajo y finalmente a estrés debido a Harry, resultaron deberse a algo mucho más orgánico y virulento.
Harry pasó unas semanas descorazonadoras tratando de convencerla para que se hiciese un reconocimiento. Al final terminó en el pabellón de neurocirugía, con dificultades en el habla y el brazo derecho muy debilitado. Las pruebas revelaron la presencia de un voluminoso aneurisma en su arteria cerebral anterior que le había sangrado y luego cicatrizado.
Evie estuvo de suerte. Sus síntomas neurológicos remitieron rápidamente: un período de descanso, unido al tratamiento recomendado por el neurocirujano, la puso en condiciones de intervenirla para reparar el abultamiento del vaso.
– Harry -dijo Atwater-, sobre todo no dejes de decirnos a Anneke o a mí cualquier cosa que podamos hacer para ayudaros.
– ¿Anneke?
Doug le dirigió una maliciosa sonrisa. Cuando él y Harry iban a oír a algún grupo de jazz, se presentaba invariablemente con algún «ligue» (siempre eran mujeres distintas, cada vez más jóvenes y atractivas).
– Es medio sueca y medio alemana -explicó Doug-. De cintura para arriba creo que es sueca -añadió risueño.
– Ave, César, quienes van a morir te saludan -dijo Steve Josephson señalando hacia el pequeño escenario situado al fondo del auditorio.
Caspar Sidonis acababa de sentarse frente a una mesa con micrófono, flanqueado por los otros seis miembros de la comisión.
– Les ruego atención, señores, por favor -dijo Sidonis tras darle unos golpecitos al micrófono-. Vamos a empezar enseguida porque tenemos muchos temas que abordar… ¿Querrían ser tan amables de sentarse?
– Si no consigue que se guarde silencio no me extrañaría que empezase a tirar cosas como hace en el hospital -le susurró Josephson a Harry-. Tengo entendido que las quejas de las enfermeras darían para un listín telefónico. La dirección no pone coto a sus pataletas por temor a que se les lleve la clientela a otro centro. Les proporciona millones de dólares.
– Caspar es de los que siempre consiguen lo que quieren -canturreó Harry remedando la música de una canción de moda.
– Todo esto me huele mal, Harry.
– ¡Toma! ¡Como si hubiese razones para que te oliese bien!
Caspar Sidonis era un apuesto cuarentón que cuidaba su atractivo. Llevaba siempre ropa cara e impecable. Fue el número uno de su promoción en la Facultad de Medicina de Harvard y procuraba que en ningún momento lo olvidase nadie. Durante varios años consecutivos ganó los campeonatos de tenis y de squash del Centro Médico de Manhattan y, según algunos, fue campeón de boxeo en la facultad.
La melodía de Green Dolphin Street acudía una y otra vez a la mente de Harry. Por más acoquinado que pareciese, no estaba dispuesto a que nadie le diera lecciones sobre lo que debía hacer como médico (y mucho menos los burócratas de la OSM y de las compañías de seguros, y en ningún caso un tipo tan pomposo, fatuo y repelente como Sidonis). Miró en derredor hacia los otros facultativos de medicina general y pensó en los años de estudio, en las incontables horas de los cursos de actualización, en su firmeza para no dejarse afectar por su escaso prestigio y por una remuneración más escasa aún, en la perseverancia en su vocación de «médicos de familia», como los llamaban también. Merecían una mayor recompensa y no recortes en los honorarios ni en las competencias.