– Y ¿por qué me llama a mí?
– Trato de demostrar la falsedad de las acusaciones que me imputan el asesinato de mi esposa, señor Loomis. He indagado en la vida de mi esposa y me he enterado de que trabajaba para la agencia de azafatas de la compañía Elegance. Sé que usted y James Stallings fueron clientes suyos en el hotel Camelot.
– Eso es absurdo. No he estado nunca en el hotel Camelot y no conozco a su esposa ni a nadie llamado Stallings. Así que, perdone, estoy muy ocupado y…
– Su nombre, su dirección y su número de la Seguridad Social figuran en una nota que estaba en poder de mi esposa cuando murió -lo atajó Harry-, y también las señas y el teléfono de Stallings. Supongo que los obtendría de los carnés de conducir de ustedes. De modo que si no quiere hablar conmigo tendrá que hacerlo con la policía.
– Mire, doctor Corbett, no me gusta que me amenacen. No lo conozco a usted ni conocí a su esposa. Voy a tener que colgar. Y no vuelva a llamarme.
– Verá: acabo de hablar por teléfono con la enfermera de guardia de cuidados intensivos del Memorial. James Stallings ha sufrido un paro cardíaco hoy. Está con respiración asistida, en coma irreversible. Se le ha diagnosticado muerte cerebral.
El largo silencio de Loomis indicaba que la noticia había hecho su efecto.
– No conozco a Stallings. Y no tengo nada más que decirle a usted.
– Mi número es el ocho, siete, cero, guión, tres, cuatro, cero, cero de Manhattan. Puede llamarme a cualquier hora, pero hágalo cuanto antes porque tengo el presentimiento de que es urgente que hablemos.
Kevin Loomis colgó sin contestarle.
– Naturalmente, va a comprobar lo que acabo de decirle sobre Stallings -dijo Harry-. Estoy seguro de que en cuanto lo compruebe me llamará.
– Parece claro -aventuró Maura-. A juzgar por lo que sabemos, pudo haber sido él quien contrató al asesino de Evie.
Capítulo 30
Los pacientes ingresados en la UCI del Memorial sólo podían recibir dos visitas diarias.
Cuando Kevin Loomis llegó, a las dos y cuarto de la tarde siguiente, James Stallings ya había tenido las dos visitas. Lo condujeron a una pequeña sala de espera, reservada para los familiares. Era una estancia de mobiliario y decoración muy recargados, con libros y revistas de inspiración religiosa y un televisor que sólo sintonizaba un canal que emitía únicamente dibujos animados.
El horario de visitas era de 12 a 20.00 h, pero desde que recibió la llamada de Harry Corbett, Kevin no había podido ir antes al hospital. En cuanto le colgó a Corbett, Kevin llamó al Memorial. Lo único que pudieron decirle en recepción fue que James Stallings estaba ingresado en la UCI, en estado crítico. Luego, llamó al despacho de Stallings en la Interstate Health Care, por si le daban más información. Colgó sin identificarse en cuanto la secretaria le preguntó su nombre. Muy afectado, logró sobreponerse para asistir a una reunión de una hora en la oficina (una reunión en la que Burt Dreiser no dejó de sonreírle con benevolencia hasta que hubieron terminado).
«¿Verdad, Burt, que conoce a sir Gauvain, ese joven alto y apuesto que se incorporó a la Tabla Redonda unos seis o siete meses antes que yo? ¿No sabría usted, por casualidad, por qué ha ingresado en estado crítico en la UCI del Memorial? ¿Tiene alguna idea?»
Después de la reunión, Kevin apenas tuvo tiempo más que para llegar a casa para asistir al recital de danza de Julie. Hubiese preferido ver el partido de béisbol que jugaba Nicky, pero habían convenido con Nancy que se alternarían. Ahora que el pequeño Brian iba a tener que estudiar en serio, en cuanto se instalasen en Port Chester tendrían que encontrar otra fórmula.
Cuando, al fin, Kevin y Nancy coincidieron en casa eran casi las nueve de la noche, y en seguida acostaron a los niños.
Como Kevin pasó la noche anterior en el Garfield Suites, hacía día y medio que apenas hablaban.
Nancy lo notó muy tenso y le preguntó a qué se debía. El no se molestó en negar su nerviosismo. Que había tenido un trabajo espantoso, le dijo. Y al preguntarle Nancy qué tal le había ido en la timba de póquer, optó por la consabida mentira «he ganado unos pocos dólares». Luego, ella le contó cómo había ido todo en casa los dos últimos días y empezó a acariciarle la entrepierna. Llevaban dos semanas sin hacer el amor (desde antes de la última reunión de la Tabla Redonda), pero aquélla no iba a ser precisamente su noche. Kevin le rogó dejarlo correr, pretextando una terrible jaqueca, agotamiento y una llamada telefónica que tenía que hacerle a Burt.
Kevin trató de ignorar lo dolida y preocupada que la dejaba y bajó a su cuartito del sótano. Desde allí volvió a llamar al Memorial. En la UCI. En estado crítico.
– Perdone…
– ¿Qué?…
Kevin estaba absorto con una película de dibujos animados, un clásico de Bugs Bunny. No reparó en la mujer que estaba en la entrada de la sala de espera del hospital reservada a familiares de los ingresados en la UCI. Era una mujer alta y delgada, con el pelo corto y rubio. Tenía un rostro estrecho que resultaba atractivo, pero algo afeado por unas pronunciadas ojeras.
– ¿Ha venido usted a ver a Jim Stallings?
– En efecto.
La mujer se le acercó y le tendió la mano.
– Soy Vicky Stallings, la esposa de Jim.
– Kevin Loomis -se presentó él-. Trabajo en la Crown Health. Yo… jugaba a las cartas con Jim.
– Entonces lo vería usted la noche anterior… antes de que ocurriese. ¿Notó usted que se encontrase mal?
– En absoluto. Lo vi completamente normal.
– Se desmayó en un vagón del tren de cercanías en la estación City Hall -dijo ella casi más para sí que para el propio Kevin-. Su secretaria dice que tenía una cita en el centro de la ciudad, aunque no sabe de qué se trataba. ¿De qué dice usted que lo conoce?
– De… jugar a las cartas, con los mismos amigos que yo.
– Ah, sí. Me lo acaba de decir usted. No sé dónde tengo la cabeza. Supongo que perdería, como siempre -dijo ella visiblemente afectada, aunque se esforzarse por mostrarse afable-. A Jim nunca le había gustado mucho jugar a las cartas, ni se le daba muy bien, tampoco. No obstante, no se perdía la timba por nada del mundo. Supongo que, aparte de jugar al póquer, se trataría de negocios.
A Kevin le produjo cierta perplejidad oír aquella mentira de labios de la esposa de otro.
– Siento mucho lo ocurrido -dijo él-. Lo único que me han dicho en el hospital es que su estado es crítico. ¿Está…? ¿Sigue…?
Vicky Stallings meneó la cabeza y, de pronto, se desmoronó y rompió a llorar. Kevin aguardó, cohibido, hasta que ella se sobrepuso, dejó de llorar y se excusó.
– Mi hermana acaba de marcharse -dijo Vicky Stallings-. Puede usted entrar luego si quiere. Yo estaré sólo un momento. Jim nunca me ha hablado de usted. Era siempre muy reservado acerca de lo de esa timba. Le agradezco de verdad que haya venido.