– Vamos a tener que ingeniárnoslas para filtrar el aluvión de llamadas que se nos vendrá encima -comentó Maura-. Si la persona que llame, nos pone en la pista del hombre que buscamos, la escucharemos; de lo contrario, nada.
– Yo no tengo cincuenta mil dólares, Maura.
– Calma. Lo primero es lo primero -dijo ella-. ¿No recuerda que ésa fue precisamente la recomendación de la persona que habló anoche en AA?
– ¡Madre mía! ¡He creado una sanguijuela!
La tercera llamada fue de Tom Hughes. Indagaría, pero, así, de memoria, no recordaba haber oído hablar nunca de un detective privado llamado Walter Concepción. Nada más colgar, Harry llamó a la casa de huéspedes en 1a que se alojaba Concepción. Contestó el propio Walter.
– Vamos a ver, Walter, quiero saber quién puñeta es usted y por qué quiere fastidiarme de esta manera.
Se hizo un largo silencio.
– ¿En… su casa o en la mía? -dijo al fin Walter.
Capítulo 32
– … no podía verle la cara debido a la manera en que me habían atado, pero a pesar de lo que me inyectaban y del dolor, reconocí su voz: era la de mi jefe, Sean Garvey. Se podría decir que era lo que llamábamos un comodín: en parte agente de la CÍA, en parte agente de la Brigada de Narcóticos y en parte algo más que eso. Su labor consistía en coordinar una de nuestras operaciones con agentes «legales» en el norte de México. Pero me traicionó y me entregó a su amigo Perchek para obligarme a hablar mediante tortura.
Cuando el hombre que Harry conocía como Walter Concepción llegó al apartamento, Harry había perdido los estribos. Sin atender a explicaciones, había estampado a Walter contra la pared del pasillo y, de no ser por Maura, lo hubiese golpeado. Ahora, sin embargo, Harry y Maura estaban sentados en el sofá con él. Escuchaban sobrecogidos lo que Ray Santana les contaba de sus tres años como agente «legal» de la Brigada de Narcóticos destinado a México, su apresamiento y la tortura a que lo sometió Antón Perchek.
– Cuando Garvey hubo salido del sótano, Orsino, uno de los hombres de confianza del narcotraficante tras el que íbamos, le dijo a Perchek que escapase por un túnel que conducía a una casa del otro lado de la calle. Como en Nogales celebraban la fiesta mayor y la población estaba a rebosar, lo tenían muy bien para burlar a la policía mexicana. Está claro que el pobre Orsino no sabía con quién trataba. No era casual que no existieran fotografías ni descripciones fiables del Doctor. Perchek sacó una pistola de su maletín y, sin pestañear, le descerrajó un tiro en la boca. Luego me apuntó a mí, pero estaba demasiado furioso conmigo por no haber podido doblegarme. Lo consideraba insultante. Me deseaba la muerte, pero una muerte lenta. Así, en lugar de dispararme, vació la jeringuilla de Hiconidol en el gotero.
– ¡Dios mío! -exclamó Maura.
– Fue espantoso -dijo Santana, que se estremeció-. Espantoso. No obstante, también fue un error porque no morí…
Harry miraba estupefacto a Santana mientras éste proseguía con su explicación. Su tono era desenfadado, pero su mirada parecía perdida, lejos de allí.
Más que contar su historia, pensó Harry, la revivía.
– … Ray… ¡por el amor de Dios! Despierta, Ray.
La apremiante voz logró sacar de su sopor a Santana que porfiaba por seguir en su insensibilizadora oscuridad. Al fin, sin embargo, abrió un poco los ojos y trató de reconocer el rostro de quien le hablaba. Tenía el cuerpo como si le hubiesen apaleado con un bate de béisbol. Estaba boca arriba en el suelo del lóbrego sótano, con la cabeza apoyada en una improvisada almohada.
– Ray, soy yo, Vargas. ¿Dónde está, Ray? ¿Dónde está Perchek? Vamos, Ray, que hemos perdido mucho tiempo.
Entonces lo reconoció: era Joaquín Vargas, uno de los hombres de confianza de Alacante, uno de los hombres a quien Ray estaba a punto de detener. Vargas… había resultado ser también un agente «legal», sólo que mexicano.
– Vargas, no imaginaba que tú…
– No importa. ¿Dónde está Perchek?
Ray logró incorporarse con gran esfuerzo. Recobraba la lucidez por momentos. Por lo visto, el Doctor no conocía tan bien como creía su preciada droga. O no conocía lo bastante bien a Santana.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -preguntó Santana.
– Media hora, o puede que un poco más. Estabas totalmente inconsciente. Así, de pronto, nos ha parecido que estabas muerto.
– Ha escapado por un túnel que conduce a una casa que está al otro lado de la calle.
– ¡Por el túnel! -ordenó Vargas a sus hombres.
Tres agentes de uniforme corrieron en la dirección que señalaba Santana.
– No saben qué aspecto tiene -exclamó dirigiéndose a los agentes-. Yo sí. Denme una pistola.
– Estás demasiado…
– Estoy bien, Joaquín -lo atajó Ray-. No tienes ni idea de lo que me ha hecho ese cabrón. Dame tu pistola, por favor.
Aunque no sin cierta aprensión, Vargas le dio su revólver. Ray se lo agradeció con unas palmaditas en el brazo.
– Me has tenido totalmente engañado, Joaquín -dijo Ray, sonriente, antes de correr escaleras arriba.
Si las calles estaban como Garvey había dicho, con controles por todas partes en los que la policía obligaba a parar a todo aquel que tuviera aspecto de extranjero, cabía la esperanza de que Perchek no hubiese escapado.
Eran casi las seis de la tarde. Las alargadas sombras del crepúsculo se adentraban por la calle mayor. Un nutrido desfile serpenteaba hasta la plaza.
En las aceras, la gente parecía un poco apagada, como si se tomase un respiro entre los festivos actos de la tarde y los de la noche. Muchos llevaban disfraces y… máscaras. Lo más probable era que Perchek fuese disfrazado entre la gente que desfilaba, o acaso hubiese salido ya de la población, aunque había agentes por todas partes, que llamaban a las puertas de las casas, registraban los callejones y bloqueaban los accesos de la población. Aún cabía cierta esperanza.
Ray estaba más resentido tras su tortura de lo que quería reconocer, pero a cada paso que daba se notaba más recuperado. Estaba convencido de que, cuando más lo necesitase, podría sacar fuerzas de flaqueza. Se reanudó el desfile. Al momento, uno de los hombres de Vargas lo llamó y se le acercó con un flaco individuo que gesticulaba como un desesperado y farfullaba ininteligiblemente. Iba casi desnudo, sin más que un minúsculo slip de seda roja.
– Señor Santana -dijo el agente-, hemos encontrado a este hombre atado y amordazado con cinta adhesiva en un callejón, a dos manzanas de aquí, en esa dirección. Dice que no hace ni diez minutos un gringo le ha encañonado la cabeza, lo ha obligado a desnudarse y se ha puesto su ropa. De modo que hay que buscar a uno vestido de payaso, con traje de lunares, la cara empolvada de blanco y el pelo de color anaranjado. Con esa descripción dudo que se nos escape. De eso hace sólo diez minutos. Hemos rodeado la plaza.