Aunque Ray asintió, complacido, intuyó algo raro. Antón Perchek le disparó a Orsino sin pestañear… a un cómplice. «¿Por qué dejar con vida al del traje de payaso, que le había visto la cara?»
Santana se remetió el revólver entre el cinturón y el pantalón y luego enfiló hacia el callejón donde habían encontrado al payaso. Un enmarañado trozo de cinta adhesiva le indicó el lugar exacto. El callejón estaba desierto. El estruendo de las tracas y de los cohetes que encendían cada pocos minutos hacía imposible distinguir un disparo de revólver. No obstante, el hombre estaba vivo.
Sin saber exactamente qué buscaba, Santana dio la vuelta a la manzana, y luego a la siguiente, y a la otra. Había vestigios de la fiesta por todas partes. Muchos de quienes la celebraban dormían en portales o entre cubos de la basura, saturados de alcohol. A Santana le llamó la atención una joven de poco más de veinte años y bastante bonita. Dormía de costado, con la espalda apoyada en la pared de un edificio y tapada hasta el cuello con un raído poncho mexicano. Ray se le acercó, aunque a unos cinco metros de ella se percató de que estaba muerta.
Santana le retiró el poncho a la joven. No llevaba más que unas bragas blancas de algodón y estaba embarazada de siete u ocho meses. Tenía un limpio orificio de bala en el pezón izquierdo, y la sangre que había manado estaba coagulada. Santana se dijo que, antes de quitarle la ropa al payaso, el Doctor ya debía de haber escondido la de la joven.
Sintió tal descarga de adrenalina que las piernas empezaron a responderle como de costumbre. Empuñó el revólver y corrió hacia la calle mayor. Un cómico con máscara de calavera y traje de esqueleto entretenía a un grupo de unas cincuenta personas.
Ray se asomó por una esquina, observó al grupo durante unos instantes y luego centró su atención en la calle mayor. Se oían animadas conversaciones, el regateo con los vendedores ambulantes y las gracias del cómico.
Y de pronto la vio en la acera de enfrente, en la otra manzana. Caminaba despacio, discretamente, huyendo… de él.
Lo que sorprendió a Santana, sin embargo, fue precisamente… su discreción. Iba descalza y con la cabeza cubierta por un mantón. Una persona corriente en un escenario corriente. Esa era la mejor virtud del Doctor: ser corriente.
Santana avanzó entre la gente y la joven. Si era Perchek no iba a ser fácil abatirlo. Había en derredor decenas de personas, y cualquiera de ellas podía servir de rehén. También podía haber muchas víctimas inocentes si se producía un tiroteo. Tenía que jugársela a la primera. Si se había equivocado, la pobre mujer quedaría tan magullada como estupefacta.
La experiencia de quince años de policía le decía que no se equivocaba. Se la jugaría.
Ray avanzó todo lo que pudo a la sombra del edificio. Luego, cruzó la calle como una exhalación y se situó justo detrás de la mujer. En el último instante, ella lo notó y fue a darse la vuelta, pero Ray ya había saltado y empuñaba el revólver. Cargó con el hombro contra su espalda y derribó a la mujer, que quedó tendida entre latas vacías y otros restos de la fiesta.
En el instante mismo en que Ray cargó con el hombro y embistió su espalda, notó los tensos músculos: era Perchek.
Jurando en ruso, el Doctor dio media vuelta y trató de empuñar su revólver. El holgado vestido de embarazada lo obstaculizó y quedó a merced de Santana, que le retorció la muñeca a la vez que, con la otra mano, golpeaba su mentón con el revólver.
– ¡Suéltelo! -le gritó-. ¡Suéltelo, Perchek, o le vuelo la cabeza! ¡No bromeo!
Los acerados ojos azules de Perchek lo fulminaron. Su boca esbozó un rictus de intenso odio. Luego, lentamente, muy lentamente, Antón Perchek dejó caer el revólver al suelo.
Harry no había movido un músculo desde hacía un buen rato. Hizo con la cabeza un pequeño ejercicio de rotación para desentumecer los músculos del cuello.
Sentado frente a él, Ray Santana tenía expresión de hastío, agotado tras referir el calvario que estuvo a punto de costarle la vida.
Sin decir palabra, Maura fue a la cocina y volvió con café. Ninguno de los tres abrió la boca hasta que ella hubo llenado las tazas.
– ¿Puede decirnos qué sucedió después? -preguntó Harry.
– Nada bueno. La inyección de Perchek no me mató, pero durante los últimos siete años he deseado muchas veces que lo hubiese hecho. Las fibras nerviosas encargadas de la transmisión del dolor quedaron irreversiblemente afectadas y se disparan sin causa alguna, a veces sólo un poco, pero en ciertas ocasiones es espantoso.
– Supongo que habrá consultado con los médicos.
– Como no sabían qué sustancia me inyectó Perchek, iban a ciegas. La mayoría me tomaban por loco. Ya sabe usted cómo reaccionan los médicos respecto de lo que no han aprendido en sus libros de texto. Creían que, en realidad, lo que yo buscaba era que me recetasen alguna droga, o que la Seguridad Social me concediese una pensión. Al final, no se equivocaron mucho porque conseguí que la Agencia me diese de baja por enfermedad y que se me certificase incapacidad total. Acudo periódicamente a las reuniones de AA y DA, pero las crisis de dolor persisten. Afortunadamente, en Tennessee tanto mi médico como mi farmacéutico son muy comprensivos, y no tengo problemas para disponer siempre de Percodan.
– ¿Y su familia? -preguntó Maura.
– Mi esposa, Eliza, tuvo mucha paciencia -contestó Ray, que se encogió de hombros, entristecido-. No obstante, como los médicos no sabían qué decirle, ni le daban esperanzas, terminó por desanimarse. Me dejó, y el año pasado se casó con un maestro de Knoxville.
– ¿Y su hijo?
– Estudia en la universidad. Viene a verme siempre que puede, o me llama. Ahora hace una temporada que no lo veo.
– Es muy triste -dijo Maura.
– Lo he sobrellevado bien hasta hace unas semanas. Un año después de que Perchek ingresara en un penal mexicano que está en las afueras de Tampico, me dijeron que había muerto al estrellarse el helicóptero con el que intentó fugarse. No me lo creí, ya que en México, si uno tiene suficiente dinero puede conseguir lo que quiera, o que parezca que lo ha conseguido. Me contaron que el helicóptero explotó al sobrevolar el mar, y citaban testigos dignos de crédito. El cuerpo que rescataron del Atlántico lo identificaron como el de Perchek por medio de la radiografía de sus piezas dentarias.
– Y ¿siguió sin creerlo?
– Digamos, simplemente, que una cosa era lo que yo creyese y otra lo que, en el fondo de mi corazón, quisiera creer.
– Y ¿por qué vino a Nueva York? -preguntó Harry.
– Me llamó un viejo amigo forense de la central de la Agencia en Washington. Sims, el experto que colabora con ustedes, envió varias huellas para que las examinasen, y la del pulgar correspondía a la de Perchek casi con un noventa y cinco por ciento de certeza. No me sorprendió demasiado, sobre todo al saber que procedía de la habitación que ocupaba una mujer asesinada en un hospital. Me planté aquí y empecé a hacer planes para acercarme a usted. Mi amigo de Washington me prometió darme un poco de tiempo antes de enviarle el resultado de la identificación de la huella a Sims.