– Pero ¿por qué no nos dijo quién era usted?
– ¿La verdad? Porque no estaba muy seguro de qué lado estaban ustedes. Pensé que usted podía haber contratado a Perchek para que asesinase a su esposa. No estuve completamente seguro de que no era así hasta aquella noche en el Central Park.
– ¿Así que fue usted? -exclamó Harry-. Ahora resulta que fue usted quien les disparó.
– ¿Y le parece mal?
– Naturalmente que me parece mal.
– Le salvé la vida a Maura… y puede que a usted también.
– Si en lugar de matar a uno de ellos los hubiese detenido, puede que Andy Barlow aún viviera.
– ¡No sea imbécil, Harry! -le espetó Santana-. Nos enfrentamos a asesinos, no a profesores universitarios ni a asistentes sociales. ¿Entendido? Esa gente no aguarda tranquilamente a que alguien los… «acompañe» a la comisaría. Antes te matan. Siento muchísimo lo de Barlow. No debió haber muerto. Pero métaselo en la cabeza: no fue culpa mía.
– Es usted un hombre peligroso, Santana -le replicó Harry de mal talante-. Una bomba de relojería. No le importa quién caiga con tal de eliminar a Perchek.
– No anda muy equivocado, amigo.
– Podrían echarme del hospital por lo que usted ha hecho, ¡amigo!
– Vamos, Harry -dijo Santana-. Quizá lo expedienten, pero no lo van a echar. Tiene usted un magnífico abogado. Verá lo que vamos a hacer: iremos los dos a retirar los carteles. Como han estado pegados toda la noche, ya se ha logrado el objetivo de enfurecer a Perchek, que es lo que yo me proponía.
– ¡Enfurecer a Perchek! ¡Menudo está hecho usted! -exclamó Harry, no precisamente en un tono cariñoso-. ¿Tiene idea de cuántas veces ha sonado el teléfono aquí? Han llamado casi todos los chiflados de Manhattan, convencidos de que me pueden timar cincuenta mil dólares. ¡Enfurecer a Perchek! Mire, Santana, salga inmediatamente de aquí. Ya tengo bastantes problemas con mis enemigos para que supuestos amigos me la jueguen a mis espaldas.
Maura no pudo contenerse más.
– ¡Oídme los dos! -les espetó-. Sentaos y callaos un momento. No me importa el concepto en que os tengáis mutuamente. Lo que habéis de pensar es que por separado no tenéis muchas posibilidades de cazar al tal Perchek. Tú, Harry, eres médico, no policía. Y tú, Ray… porque puedo tutearte, ¿verdad? Tú, Ray, no puedes moverte por los hospitales, que es donde está el hombre a quien buscas. Os necesitáis. De modo que haceos a la idea.
Harry fulminó con la mirada a Santana. Maura cruzó el salón y se plantó frente a Harry con los brazos en jarras.
– ¿Queréis que os obligue a estrecharos la mano, como hacíamos en el instituto después de una pelea? Pues muy bien. Vamos a seguir unidos y a comprometernos a no hacer nada sin antes hablarlo los tres. ¿Trato hecho?
– Trato hecho.
– Está bien, trato hecho.
Ambos asintieron, pero a regañadientes.
– Pues entonces, vamos -dijo Maura antes de que volvieran a enzarzarse-. Tenemos que despegar un montón de carteles.
En el vestíbulo de la unidad de cirugía del CMM, un nutrido grupo de personas se agolpaba frente al tablón de anuncios. Había enfermeras, técnicos, médicos y anestesistas. Caspar Sidonis estaba también entre ellos.
Los carteles que de la noche a la mañana habían aparecido en todos los departamentos del centro eran la comidilla del hospital.
– Creo que he visto a este hombre -comentó una de las enfermeras al ver uno de los retratos de Perchek en el que aparecía con barba.
– Me parece que, desde que dejaste a Billy el año pasado, has debido de ver a todos los hombres de la ciudad, Janine -le dijo una compañera.
– No tiene ninguna gracia -le replicó Janine de mal talante.
– Estoy de acuerdo con usted, Janine -terció Sidonis-. Tampoco tiene ninguna gracia la nueva humillación que representa esto para el hospital.
En cuanto oyeron abrir la boca al jefe de cirugía cardiovascular, cesó toda conversación.
– El personal sabe que fue Harry Corbett quien mató a su esposa. No podía soportar la idea de perderla y la mató. Es así de sencillo. Estos carteles no son más que una cortina de humo, una maniobra de distracción. Corbett está totalmente loco, igual que la mujer que ha hecho estos retratos. Son el producto de la trastornada mente de una alcohólica. Sólo eso. Ya lo verán. Estoy harto de Corbett y del modo en que manipula a quienes trabajan en el hospital. Cincuenta mil dólares de recompensa, nada menos…
Violento por el destemplado comentario del cirujano y, al corriente de lo que se rumoreaba sobre sus relaciones con la mujer asesinada, el grupo se dispersó en seguida.
Cuando Sidonis fue a darse la vuelta para marcharse, estuvo a punto de tropezar con un hombre que llevaba bata blanca de laboratorio. En la placa, que llevaba la correspondiente foto, decía: «Heinrich Hauser. Director de Investigación Endocrinológica».
– Estoy de acuerdo con usted, doctor -dijo Hauser con un fuerte acento alemán-. El tal Corbett no hace más que crearle problemas a todo el mundo.
– Gracias, doctor -dijo Sidonis.
Caspar le dirigió una escrutadora mirada al endocrinólogo. Era ocho o diez centímetros más bajo que él, tenía el pelo entrecano y lo llevaba cortado al cepillo. Llevaba gafas con gruesos cristales y tenía los dientes amarillentos, algo que repelía a Sidonis. Instintivamente, Caspar se echó hacia atrás por temor a que le llegase su aliento. Que él recordase, era la primera vez que veía a aquel hombre, pero no era de extrañar porque rara vez reparaba más que en aquellas personas con quienes trataba algo importante.
– Buenos días -se despidió Hauser.
– Buenos días -correspondió Sidonis-. Por cierto… No nos conocíamos, ¿verdad?
La irónica sonrisa del endocrinólogo hizo que Sidonis desviase la mirada.
– No lo creo, doctor. No obstante, quizá tengamos oportunidad de conocernos más.
Capítulo 33
Al anochecer, la ola de calor, que duraba ya tres días, había producido un agradable chaparrón veraniego.
Harry salió del apartamento a las diez y media y cogió un taxi hasta la East Side. Tal como Loomis le indicó, llevaba una gorra de béisbol, la única que encontró en el apartamento. Era de Evie, de cuando vivían en Washington, de color azul marino y con la inscripción «U.S. Senate» en letras doradas justo por encima de la visera.
Después de haber leído la introducción del proyecto de libro de Désirée: Entre las sábanas, no podía evitar la sospecha de que aquella gorra fuese recuerdo de alguna conquista de su esposa.