– ¿Se encuentra usted bien, Loomis? -preguntó Harry cuando llegaron al centro de la ciudad.
– Sí -contestó Loomis, algo ensimismado-. Pensaba en lo que pueda suceder en adelante, pero me siento mucho más esperanzado después de hablar con usted.
– Bien. Estoy convencido de que podemos acabar con la Tabla Redonda.
– Y yo también -dijo Loomis con inequívoca tristeza.
– Ha dicho que sabe de mí y de mi participación en la guerra, Kevin.
– Sé lo que dicen los periódicos.
– Mi pelotón cayó en una emboscada. Nos atacaron con un intenso fuego de mortero que machacaba nuestra posición desde un altozano. Casi todos nuestros hombres resultaron muertos o gravemente heridos. Yo conseguí arrastrar a tres hasta el helicóptero de evacuación. Por eso me condecoraron, aunque lo cierto es que, en aquellos momentos, yo no era consciente de lo que hacía. Al tratar de ponerme a cubierto me explotó una granada, o pisé una mina. El caso es que tuve la sensación de que volaba media jungla. No tengo ni idea de quién me sacó de allí. Tardé una semana en recobrar el conocimiento. Me extrajeron un montón de metralla de la espalda, junto a parte de un riñón. Pasé meses en la unidad de rehabilitación de un hospital. Tenía fuertes dolores y, durante una larga temporada, temí quedarme paralítico.
– Pero se repuso.
– Cuando llevaba unos tres meses en rehabilitación, me dije que ya no aguantaba más. Dejé la silla de ruedas con un revólver oculto bajo la camisa. Durante media hora, o puede que más, estuve sentado en la arboleda del hospital con el cañón del revólver en la boca y el dedo en el gatillo.
– ¿Por qué no lo apretó?
Harry se encogió de hombros.
– Supongo que porque, en el último momento, pensé que poner fin a mi vida no era cosa mía.
Ya habían cruzado el río y se adentraban por el centro de la ciudad, hacia la consulta de Harry.
– Eso dice mucho en su favor.
– Desesperación y desesperanza son términos muy relativos, Kevin. A James Stallings apenas le queda esperanza, pero a usted sí, no lo olvide.
Por un momento, pareció que Loomis fuese a decir algo. En lugar de ello, asintió con la cabeza y se concentró en la conducción. Harry se dijo que no debía excederse al darle consejos a un desconocido. Ya le había dado su opinión. Siguieron en silencio, hasta que Loomis paró en la entrada del edificio en el que Corbett tenía la consulta.
– ¿Hay algo más que deba yo saber, antes de prepararle el cebo a Lancelot?
– No. Sólo cíñase al procedimiento normal -repuso Kevin-. Suerte.
Aunque cuando Harry bajó del coche había dejado de llover, la humedad era aún casi del cien por cien.
– Me gustaría disponer de una semana antes de que acuda usted a la fiscalía -dijo Corbett-. La publicidad nos perjudica.
– No hay problema. En cualquier caso, lo avisaré antes de hablar con el fiscal.
– Gracias. Y, oiga, Kevin.
– ¿Sí?
– Piense en los demás y no se rinda.
Loomis lo miró sin verlo.
– Sí, hombre, claro que sí. Gracias.
Hasta muy entrada la noche no encontró Harry lo que buscaba: un paciente de entre treinta y cinco y cincuenta y cinco años que tuviese suscrita una póliza de seguro de enfermedad con la Northeast Life and Casualty. Max Garabedian, de cuarenta y ocho años, que trabajaba de conserje en un colegio, fue la persona elegida. Era un hombre de talante compulsivo, tanto respecto de su trabajo como de su cuerpo. Tenía bastante de hipocondríaco, aunque en líneas generales gozaba de buena salud. Y eso era lo que Harry necesitaba saber. Sólo había una manera de que su plan resultase; un plan que, sin embargo, podía irse al garete… de muchas maneras. Pero salvo que ocurriese una verdadera desgracia, hacer que Max Garabedian apareciera en un determinado hospital, estando ya ingresado en el CMM, no presentaba mayores problemas.
Harry pensó llamar a Garabedian para explicarle lo que se proponía hacer, aunque si éste accedía, quedaba expuesto a que lo acusaran de fraude a una compañía de seguros. Por tanto, desistió de ello.
Max Garabedian tendría que ser hospitalizado para tratar su costosa y potencialmente mortal enfermedad sin que él lo supiera. De manera que Harry anotó los datos requeridos para ingresarlo en el hospital.
Ahora sólo restaba solucionar dos problemas: elegir un cuadro clínico de extrema gravedad y convencer a Ray Santana para que aceptase ser el cebo.
Capítulo 34
Harry bajó del ascensor en la planta 2 y fue hacia donde se alineaban los carritos auxiliares, junto al control de enfermeras. Trató de hacerlo discretamente, aunque sabía que las enfermeras, las ayudantes y la secretaria de la planta estaban al corriente de su llegada. También procuró adoptar una actitud desenfadada, aunque se sintiera como si patrullase por la selva en plena noche.
Por tercer día consecutivo, entraba en la habitación 218 a ver al paciente ingresado con el nombre de Max Garabedian. Para no comprometerlo, comprometía a otro, y pudiera ser que a varios otros.
Si hasta entonces su farsa funcionaba, se debía tanto a la meticulosa preparación como a una suerte loca. No obstante, el tiempo apremiaba.
Harry había necesitado dos días de intenso trabajo para hacer ingresar a Ray Santana en el CMM. El diagnóstico elegido fue leucemia linfocítica, complicada por un bajo nivel de glóbulos blancos y una endocarditis bacteriana (una grave y potencialmente letal infección de las válvulas del corazón). Para asegurarse de que la compañía de sir Lancelot frunciese el entrecejo, Harry añadió un código y una nota para facilitar el cálculo de lo que costaría someter a Garabedian a un tratamiento de radiación y a un trasplante de médula ósea.
A modo de prueba, Kevin Loomis introdujo los datos en los ordenadores de la Crown Health and Casualty. Hizo la evaluación del coste, a lo largo de los veintiséis meses que se calculaba que le quedaban de vida: 697.000 dólares. Había que añadir los 226.000 dólares que costaría el trasplante de médula ósea, en parte porque el trasplante elevaría su esperanza de vida a 13,6 años. Si Lancelot se ceñía a los criterios de selección de la Tabla Redonda, Max Garabedian haría que los ordenadores de la Northeast Life echasen humo.
Harry cogió el expediente de Garabedian y revisó los análisis que él había incluido, además de un informe dictado, que redactó y firmó con el nombre del jefe de hematología (luego tuvo que interceptar la copia que se enviaba al resto de facultativos del departamento). Tales maniobras eran necesarias para evitar que las enfermeras y analistas de gráficas sospechasen.
Cada uno de sus movimientos entrañaba el peligro de que lo descubriesen, y Harry había acabado por acusar la tensión. Últimamente, no dormía más que cuatro o cinco horas diarias, estaba inapetente y tenía una tos seca y rebelde que estaba seguro de que no era sino tos nerviosa.