La respiración de Santana se hizo más profunda y sosegada cuando Maura se arrellanó a su lado en un sillón con el último número de People. Alcohol aparte, aquella revista era, para Maura, la droga más poderosa, y al igual que le ocurría con el whisky, no le era difícil no embriagarse… si no lo probaba.
Como la puerta de la habitación estaba entreabierta, Maura oía desde allí los pasos y las conversaciones de un grupo que se acercaba. Luego, le llegó la voz de un hombre.
– … el hospital dispone de tres habitaciones con extractores para que el aislamiento de los pacientes aquejados de enfermedades infecciosas sea eficaz -decía-. La nueva ala comunicará con ésta y dispondrá de otras tres habitaciones con las mismas características. Esto hará del Centro Médico de Manhattan el hospital mejor preparado para afrontar una epidemia…
Maura oyó estas explicaciones, aunque sin desentenderse de la lectura de la revista. En lo que no reparó fue en que Santana se había despertado bruscamente y se frotaba los ojos, incorporado sobre un codo.
– ¿Puede verlo desde ahí, Maura?
– ¿Qué?
– ¡Que si puede ver a ese que habla, puñeta! -exclamó Ray, con los ojos enrojecidos a causa del Percodan y la boca seca.
– … pero ha dicho que esas habitaciones cuestan el doble que las corrientes, ¿no? -preguntó otra voz.
– Sí, pero en comparación con lo que cobran otros centros similares a éste es barato. Síganme, por aquí, por favor. Les mostraré lo más moderno en…
Santana estaba ya totalmente incorporado y con unos ojos como platos. Tenía el revólver sobre el regazo, cubierto con la almohada. Temblorosa, Maura dejó la revista a un lado y se acercó a Ray, que sudaba a mares y trataba con torpeza de desembarazarse de la ropa de la cama y del tubo del gotero.
– Abra la puerta -le ordenó Ray a Maura en tono susurrante pero enérgico-. Ábrala en seguida.
– Dígame qué pasa, por favor, Ray.
– De prisa, Maura, abra esa condenada puerta.
Santana estaba ya de pie, aunque sin dejar ver el revólver. Maura abrió la puerta. En el pasillo, a unos diez metros de la habitación, entre las enfermeras, los pacientes y los visitantes, un grupo de una decena de personas muy bien vestidas se alejaba lentamente.
– Perdonen -los llamó Maura-. Perdonen, por favor.
El ejecutivo en funciones de guía se detuvo y los integrantes del grupo volvieron la cabeza hacia ella. Durante varios segundos permanecieron allí mientras Santana, de pie junto a la cama, los miraba escrutadoramente. También Maura observaba con atención. No obstante, desde aquella distancia, Ray no podía ver si Antón Perchek estaba o no en el grupo.
– ¡Maldito cabrón! -gritó de pronto Santana empuñando el revólver-. ¡Maldito cabrón!
Al instante, se produjo un verdadero caos en el pasillo. Presos del pánico, los integrantes del grupo y unas diez o doce personas se parapetaron tras lo que pudieron o echaron a correr.
El tubo del gotero se desprendió de la botella al precipitarse Santana hacia la puerta. El soporte metálico portátil del gotero golpeó el suelo con estrépito. Ray tropezó con el soporte, se trastabilló y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio a Maura.
– ¡Maldito cabrón!
Santana hizo caso omiso del tubo del gotero, que le colgaba del brazo. Se situó en el pasillo, junto a la puerta. Luego, alzó lentamente el arma e hizo un disparo que retumbó en la planta como un cañonazo.
Quienes aún estaban de pie echaron cuerpo a tierra. Los gritos arreciaron. Desde detrás de Santana, Maura vio que el cristal de una floreada reproducción, colgada al fondo del pasillo, estaba hecho añicos. A menos de un metro del cuadro, tres de los integrantes del grupo se precipitaron hacia la puerta de la escalera.
Sin dejar de empuñar el revólver, Ray fue, descalzo, en persecución de los tres que huían.
La escena era caótica: gritos y carreras de los visitantes, del personal y de los pacientes. Cundía el pánico.
– ¡Llamen a seguridad!
– ¡Deténganlo!
Aunque no sin ciertas precauciones, varios hombres persiguieron a Ray, que ya había salido de estampida por la puerta de la escalera del fondo del pasillo. Se oyeron otros dos disparos.
Maura se desprendió de la bata y de la mascarilla. No pensó más que en quitarse de en medio antes de que la reconocieran y le hicieran preguntas. Como el uniforme de enfermera que llevaba no era hecho a medida, y la peluca tampoco, no hubiese sido de extrañar que algún miembro de seguridad recelase.
Aunque la acción y la atención seguían concentradas en el fondo del pasillo, Maura aligeró el paso en dirección contraria, hacia la escalera contigua a los ascensores. Corrió hasta la primera planta, se detuvo un instante para recobrar el resuello y enfiló por el pasillo principal.
Apenas había dado tres o cuatro pasos cuando dos vigilantes de seguridad se cruzaron con ella y corrieron escaleras arriba. Momentos después, aparecieron dos agentes de policía de uniforme (uno de ellos con una radio portátil), se detuvieron un instante junto a ella y echaron a correr hacia el otro lado del hospital.
La reacción del servicio de seguridad y de la policía fue rápida y bien coordinada. Maura pensó que, de un momento a otro, detendrían a Ray Santana… o algo peor. Deseó fervientemente que, si lo habían de detener o de abatir, tuviese tiempo para fulminar de un disparo al Doctor.
Maura se armó de todo su aplomo y salió por el atestado vestíbulo principal. Se palpaba una creciente tensión. La gente, al correr la voz de que un loco armado andaba suelto por el hospital, trataba de salir del edificio como fuese.
– ¡Ya estamos otra vez! -oyó Maura clamar a un hombre, visiblemente indignado-. ¡En cuanto te descuidas, aparece un demente que se lía a tiros en una estafeta de correos o un hospital!
Aullaban las sirenas de los coches patrulla. Maura se alejó del edificio. A menos de cincuenta metros se cruzó con media docena de coches de la policía. Los megáfonos atronaban la zona mientras un nutrido grupo de agentes se adentraba por las calles colindantes para rodear el edificio.
A dos manzanas del CMM, Maura se consideró a salvo y se metió en una cabina telefónica. Llamó a la consulta y Mary Tobin le dijo que, como no tenía más visitas, el doctor Corbett se había marchado a casa hacía cosa de media hora, y que le había dicho que, a las cinco, estaría en el hospital para visitar a los dos pacientes que tenía allí ingresados.
– Ha ocurrido un percance en el hospital, Mary -dijo Maura-. No se lo puedo explicar ahora, pero me temo que no tardará en hacerse usted una idea si enciende la radio o el televisor. Creo que debería cerrar la consulta cuanto antes y marcharse a casa.
Mary era demasiado inteligente como para pedir más explicaciones.
– Lo que usted diga, Maura.
– Gracias. Voy a llamar a Harry en seguida. Y, ah, por cierto: el Max Garabedian a quien, probablemente, se referirán en las noticias, en realidad es Ray Santana.
– ¿Quién dice que es?