El banco de Harry no cerraba aquella tarde hasta las seis. En su cuenta de ahorro tenía 29.350 dólares y unos 5.000 en la cuenta corriente. Además, no tenía una especial relación amistosa con ningún empleado del banco.
Harry se dio a los demonios por no haber sabido hacer más dinero, por no haber aceptado el empleo que le ofreció la Hollins /McCue, por no ir al oftalmólogo y por haber confiado en Ray Santana. Furioso consigo mismo, Harry cogió la cartilla de ahorros y el talonario y salieron del edificio por la puerta trasera del sótano. Una vez en la calle y montados ya en el BMW, se detuvieron un momento en un puesto de periódicos y enfilaron hacia el banco.
Como Corbett no tenía ni idea de lo que pudieran abultar 25.000 dólares, en billetes de cien o más pequeños, que era como lo exigía su informador, cogió un maletín.
Llegaron al banco treinta minutos antes de la hora de cierre, y aún había cola ante las seis ventanillas. Era una agencia de tamaño medio. Harry nunca había visto juntos 25.000 dólares. ¿Y si el banco no disponía de tanto efectivo en aquellos momentos?
Maura aguardaba afuera, sentada frente al volante del BMW de Harry. El jefe del servicio de seguridad de Perchek exigía que Harry llevase el dinero a un descampado de Nueva Jersey, a orillas del Hudson, cerca de Fort Lee. Debería ir solo y llegar a las nueve en punto. Le había indicado con todo detalle dónde se encontraba la finca.
En realidad, el descampado era un vertedero que estaba al final de un sinuoso camino vecinal. Harry debería situarse con el coche en el centro del descampado, hacer cuatro ráfagas con las largas y aguardar junto a la puerta del lado del volante.
El informador le había exigido, también, que le dijese de qué marca y modelo era su coche, así como cuál era el número de la matrícula. Si cualquier otro vehículo se acercaba al descampado, tuviese o no que ver con Harry, la entrevista quedaría cancelada… para siempre.
«El dinero significa mucho para mí -le había dicho el informador-, pero no tanto como para jugarme la vida por él.»
«¿Y cómo sé yo que no es una trampa?», le había replicado Harry.
«¿Una trampa? ¿Con qué objeto? Si mi jefe quisiera matarlo, ya estaría usted muerto. Es así de sencillo. Si lo conoce un poco, ya sabe que no me equivoco. Para él, es usted mucho más valioso vivo. Además, le encanta hacer sufrir. La inmutabilidad y la paz de la muerte son sus enemigos.»
«Iré armado», había dicho Harry, sobrecogido.
«Sería un imbécil si no llevase un revólver. Yo, por supuesto, lo llevaré.»
«Querré ver lo que ha de darme a cambio antes de entregarle el dinero.»
«Dispondrá de cinco minutos…»
La joven cajera examinó con mayor detenimiento del habitual el impreso de retirada de fondos de Harry Corbett. Luego consultó su saldo y lo miró sonriente a través del cristal de la ventanilla.
– ¿Cómo lo quiere? -preguntó la cajera.
Aquello era Nueva York y no un villorrio, se dijo Harry. Retirar 25.000 dólares era algo insólito para él, aunque, probablemente, no tanto para otros.
– En billetes de cien, o más pequeños -repuso Harry, sin molestarse en fingir práctica en el manejo de grandes sumas.
– ¿Ha traído algo para llevarlo o quiere transportarlo en nuestras bolsas?
– Llevo un maletín.
Harry se lo mostró a la cajera, que, al ver el saldo de Corbett en pantalla, comprendió que no era un cliente habituado a semejantes operaciones.
– Tendré que pedirle autorización al señor Kinchley -dijo ella, que dio media vuelta y fue hacia una de las mesas de la oficina.
Harry la siguió con la mirada y vio que se detenía frente a un empleado pulcramente vestido, de menos de cuarenta años, con bronceado de albañil y prominente mandíbula.
«Vamos -pensó Harry-. Denme ya mi dinero.» Si por cualquier razón no podía retirar el dinero, Harry ya tenía pensado llamar a su hermano, que vivía en Short Hills, a unos cuarenta y cinco minutos de Fort Lee. Aunque si se veía obligado a ir por aquella ruta, todo se complicaría innecesariamente.
Harry se aventuró a ladear la cabeza y mirar a través del ventanal que daba a la calle. Maura estaba en el BMW, justo enfrente. Llevaba gafas oscuras y un sombrero blanco de ala muy flexible que se movía animadamente, quizá al compás de la música del radiocasete. Pese a la tensión del momento, verla así lo hizo sonreír.
Todo lo ocurrido los impulsaba a unirse cada vez más. En muy poco tiempo, Harry había llegado a una compenetración con ella que jamás tuvo con Evie. Una compenetración que, a su vez, daba a sus relaciones más íntimas una ternura que jamás existió en su matrimonio.
Ahora -aunque muy a su pesar- ponía a prueba no sólo la compenetración sino la amistad. Aunque la versión del misterioso informador era bastante creíble, y pese a que le hubiese dado las iniciales de Perchek, ni él ni Maura las tenían todas consigo respecto de lo que el comunicante le pedía a Harry que hiciera. Con todo, tal como el supuesto delator le había dicho, no veían qué razón pudiera tener Perchek para atraerlo a una trampa. Por dinero no podía ser. Para un hombre como Perchek, 25.000 dólares eran calderilla.
No parecía poder hacer más que ceñirse a las instrucciones al pie de la letra y rezar. No obstante, al reparar Maura en el teléfono que Evie hizo instalar en el BMW, se le ocurrió una idea que les permitió trazar un plan. Tres eran los elementos esenciales para llevarlo a cabo, y Maura contaba con los tres: otro coche, un teléfono móvil y el valor de exponerse a un grave peligro.
De camino, se habían detenido en el puesto de periódicos para comprar un detallado plano de Fort Lee, que incluía las calles de las afueras. El descampado al que debían dirigirse limitaba con cuatro calles, estaba muy cerca del río y tenía unos doscientos metros de lado.
Pertrechada con el teléfono móvil, Maura cogería su coche e iría hasta las inmediaciones del descampado. Luego, se situaría en un punto desde el que pudiese vigilarlo.
A las ocho y veinte, cuando Harry ya hubiese salido del garaje, Maura lo llamaría. Y lo volvería a llamar cuando él ya hubiese cruzado el río y estuviese en Nueva Jersey. Si nada hacía sospechar que se tratase de una trampa, Harry continuaría hasta el descampado con más confianza. Si surgía algún problema, Maura pediría ayuda por teléfono. Tenía un revólver (el que Harry le arrebató a uno de los que los atacaron en el Central Park). Pese a que insistió en que el revólver lo llevase Harry, al final Maura comprendió que era más lógico llevarlo ella.
– Perdone que lo hagamos esperar tanto, señor.
Harry se giró hacia la ventanilla, pero en seguida reparó en que la joven cajera estaba de pie a su lado.
– No importa. No se preocupe -la disculpó Harry, que contuvo el aliento y cerró los puños para que no le temblasen las manos.
Era ya casi la hora punta. Aunque sólo lo hicieran esperar unos minutos más, Maura iba a tener el tiempo justísimo para cruzar el puente George Washington, buscar un buen sitio para dejar el coche y luego un sendero de vuelta al descampado. Si al final tenían que recurrir a Phil, tanto si llevaban el dinero como si no, le sería prácticamente imposible a Maura llegar a tiempo.