– Tenga la bondad de acompañarme, señor Corbett. El interventor le hará entrega del dinero.
– Muy bien -dijo Harry que, pese a que le latía el corazón aceleradamente, sonrió aliviado.
Kevin Loomis estaba sentado en su despachito del sótano. Encima de la mesa tenía fotografías de su familia y de Nancy, junto a una lista de lo que quería dejar solucionado. Ya estaba todo dispuesto. Las pólizas de seguros eran impecables, siempre y cuando nadie recelase de que se había quitado la vida. El suicidio le costaría (le costaría a Nancy) dos millones de los tres y medio que suscribió y, por supuesto, los quinientos mil previstos para el caso de muerte accidental. Pero lo había planeado todo con el mayor detalle: cada movimiento, cada instante. Nadie sospecharía que se tratase de un suicidio.
Había hecho una meticulosa selección de los invitados a la cena que daban la noche siguiente (una barbacoa en el jardín). Entre los invitados -catorce en total- figuraban algunas de las personas más respetadas, acomodadas, influyentes y con mayor sentido cívico de Queens. El pastor y su esposa, el jefe de Nancy y su esposa; el abogado que presidía el Club Infantil de Baseball y el presidente del Rotary Club.
A Nancy le extrañó que su esposo sólo invitase a dos de los amigos con quienes más salía de copas, pero le pareció coherente la explicación de que quería darles las gracias por su amistad a varias personas antes de instalarse en Port Chester.
En realidad, había invitado a quienes tenían más credibilidad y elocuencia; a los más eficaces para dar testimonio de lo hospitalario y alegre que estaba hasta el momento del accidente, aparte de que «llevaba unas cuantas copas». Dos de ellos lo acompañarían al sótano. Eran personas en cuyos domicilios hizo, en otros tiempos, pequeñas reparaciones (el encargado de un supermercado y el pastor). Ambos estarían en las escaleras y enfocarían con sendas linternas el agua que se salía por la boca de un tubo desprendido de la lavadora. Darían testimonio de que Loomis sabía lo bastante de bricolage como para reparar la avería y de que en el sótano había cinco centímetros de agua. El momento en que la mano de Kevin tocase un cable suelto de la secadora no lo olvidarían en la vida. Pero ¡qué puñeta! Eran amigos que harían cualquier cosa por Nancy. Y quien de verdad pagaría un alto precio era él, que perdería la vida.
También había tenido en cuenta a los niños. Nicky y Julie irían aquella noche a casa de unos amigos y se quedarían a dormir. Los padres de Nancy cuidarían de Brian. Se le hacía muy cuesta arriba pensar que, al día siguiente por la tarde, cuando se despidiera de ellos, sería la última vez que los viese. Sufrirían, pero no tanto como si quedaban en la miseria y con un padre en la cárcel.
«Quizá haya de verdad otra vida -pensaba ahora Kevin-. Quizá podré verlos todos los días.»
Kevin Loomis miró las fotos, una a una, por última vez. Luego las sujetó con una goma elástica y las metió en un cajón. Después, rompió la lista y la tiró a una rebosante bolsa de la basura que tiraría más tarde en el contenedor. Por último, fue a echarle un último vistazo a su manipulación en la lavadora y en la secadora. El cordel, que iba desde el desprendido tubo de la lavadora hasta la ventana del sótano, asomaba lo imprescindible. Con sólo un pequeño tirón, el tubo se acabaría de soltar. Arrancar el cordel y desprenderse de él sería su penúltimo acto en este mundo. El último sería tocar ingenuamente la parte de atrás de la secadora.
Kevin era consciente de que Harry Corbett sospechaba lo que se proponía hacer. No fue precisamente muy sutil lo que Harry le contó de Vietnam la noche que se vieron en el coche. La verdad era que, en las pasadas horas, le había dado muchas vueltas a la opinión de Corbett de que su situación no era tan desesperada. Para Corbett era muy fácil decirlo, pensaba Kevin. No tenía tres hijos en quienes pensar.
Kevin había hablado con él varias veces desde entonces y había procurado mostrarse animoso y optimista. No creía que Corbett fuese a hacer nada por ayudarlo. Además, ¿qué podía hacer? Dentro de poco más de veinticuatro horas todo habría terminado.
Loomis inspeccionó la lavadora y la secadora. La policía se presentaría y redactaría un informe. Pero nadie podría probar que no se había tratado de un accidente. Nadie.
Suspiró con el alivio propio de quien cree hacer lo debido y hacerlo bien. Por la noche, cenaría opíparamente con su familia. Luego, haría el amor con Nancy como no lo había hecho jamás.
Capítulo 36
Al fin había cesado la ola de calor que a finales del verano había causado insolaciones, accidentes y muertes en toda la ciudad. A media tarde, la temperatura no llegaba a los 20° C, y soplaba una brisa bastante agradable y amenazaba lluvia.
Harry acompañó a Maura hasta su coche a las seis en punto. Luego regresó al garaje de su casa y aguardó a que fuesen las ocho y cuarto para salir. El reloj del salpicadero del BMW llevaba años estropeado, y ni él ni Evie se preocuparon por arreglarlo. De modo que tendría que fiarse de su Casio.
Estaba ya cerca del garaje cuando Maura lo llamó, para probar el teléfono móvil e informar de que no había excesivo tráfico entre su apartamento y el puente George Washington. Tal como convinieron, no volvería a llamar hasta las ocho y veinte.
– Lo vamos a conseguir, Harry -dijo ella-. Ya lo verás. A las diez de la noche estaremos en condiciones de ir a la policía. Esta vez tendrán que creernos. Ánimo.
– Sí, mujer, sí, pero ten cuidado.
Harry dejó el coche en su plaza del garaje y salió a la calle. Vio un coche patrulla que circulaba muy despacio, a unos cincuenta metros de allí. ¿Lo buscarían a él? Por culpa de Ray Santana no podía considerarse a salvo en ninguna parte. Volvió al BMW, encendió la radio y aguardó.
La cadena de emisoras de radio WINS, que sólo emitía noticias, seguía dando, aproximadamente cada diez minutos, flashes informativos acerca de los extraños hechos que rodeaban al «loco del revólver» del CMM. Al verdadero Max Garabedian lo había detenido la policía, lo habían interrogado e inmediatamente puesto en libertad.
Garabedian había regresado inmediatamente a su apartamento de la calle 103. Se negaba a hablar con los periodistas hasta que no se lo aconsejase su abogado. En una declaración preparada y leída por su abogado, Garabedian afirmaba no saber nada del hombre ingresado con su nombre en el CMM. Negaba tener con Harry Corbett más relación que la propia entre médico y paciente. Sin embargo, decía de Harry que era un «médico inteligente y muy entregado a su trabajo», y expresaba su determinación de abstenerse de emitir cualquier juicio hasta que se aclarase la verdad.
Aunque Harry estuvo tentado de llamar a Garabedian desde el teléfono del coche, comprendió que no era momento para hacer nada más que aguardar a que fuesen las ocho y cuarto.