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Michael Palmer

Tratamiento criminal

Por la paciencia, comprensión, amistad, sentido del humor, saber, estímulo y fe que me ha demostrado a lo largo de una década, este libro está dedicado a Beverly Lewis, directora literaria de Bantam Books

Agradecimientos

Quiero expresar mi más profundo agradecimiento a Susan Palmer Terry, Donna Prince, David Becher, Shana Sonnenburg y, especialmente, Paul Weiss por sus aportaciones a esta novela.

Mi especial reconocimiento también a Stuart Applebaum, vicepresidente primero y jefe de relaciones públicas de Bantam Books, por su aliento, visión, energía y dedicación a los libros.

Prólogo

I

– El médico estará en seguida con usted.

En cuanto Ray Santana le oyó a Orsino decir estas palabras supo que iba a morir, y a morir de un modo espantoso.

Habían pasado unas diez horas desde que le retiraron la adhesiva venda de los ojos. Llevaba diez horas amordazado y atado a un sillón de alto respaldo, con la cabeza y el mentón tan bien sujetos con esparadrapo que no podía moverlos. Después de diez horas sin dejar de oír la música y las canciones de los mariachis que le llegaban desde la calle y de saber a ciencia cierta que lo iban a liquidar, le hubiese dado igual que el jolgorio de la fiesta de Nogales se hubiese celebrado en Marte.

Llevaba diez horas sin ver más movimiento que las idas y venidas de una enorme cucaracha, una cucaracha de unos cuatro centímetros de largo que asomaba de una grieta de la enmohecida pared del sótano y deambulaba sin prisa hasta llegar al suelo.

Ray seguía a la cucaracha con la mirada hasta que dejaba su campo de visión y aguardaba a que reapareciese. Estuvo un rato pensando en las cucarachas (en cómo se apareaban, y en si elegían pareja para toda la vida); y también pensó en su familia: en Eliza, que solía cantar mientras preparaba sus extraordinarias paellas…, en su hijo Ray zambulléndose de cabeza en el agua por donde cubría. Durante unos momentos pensó en cómo fue su vida antes de conocer a Eliza; en su pandilla (los Road Warriors), en las drogas… en su decisión de dejar la pandilla e intentar cursar una carrera… en lo irónico que resultaba haber terminado como agente secreto de la DEA.

Ahora, después de diez años de intensa dedicación, iba a conocer al Doctor. Y pronto, muy pronto, sospecharía de él…; muy pronto moriría.

Aunque no alcanzase a comprender la razón, todo se vino abajo cuando estaba a punto de culminar una labor de casi tres años, porque ya había llegado la hora de ponerlo en manos de la policía y de los jueces. Su tapadera había sido tan sólida y hermética como siempre. La reunión para entregar las pruebas a Sean Garvey (su contacto de la Central) se había rodeado de las medidas de seguridad propias de la Prioridad Uno (cuatro horas de movimiento ininterrumpido, media docena de señuelos y de coberturas y un camino por el que era imposible seguirlos). No obstante, de pronto todos los hombres de Alacante se les echaron encima, y en cuestión de segundos se acabó. Ni un disparo les dio tiempo a hacer para defenderse. No hubo el más mínimo forcejeo. Así. Visto y no visto.

A Garvey lo habrían encerrado vaya Dios a saber dónde. A Ray le vendaron los ojos, lo embutieron en el maletero de un Mercedes y lo llevaron de vuelta a la ciudad. Al cabo de una hora, lo arrastraron hasta el sótano de una casa y luego, a través de un húmedo túnel, hasta otra sección del sótano.

Ray se preguntaba si el Doctor habría ido ya a ver a Garvey.

El bueno de Garvey resistiría lo justo antes de dar nombres porque, pese a su talante de hombre duro, era débil, se decía Ray. En cuanto derramase una gota de sangre, en cuanto sintiese verdadero dolor (el que le produjese un electrodo, un cuchillo, un destornillador o cualquier otra cosa que utilizasen), cantaría de plano. Largaría hasta el último nombre que supiese, convencido de que si no se ponía demasiado pesado con los hombres de Alacante, a lo mejor no lo mataban. Craso error.

«… ¿Tijuana?… Ah, pues ése debe de ser un tal Gonzales. Hace tres años que tiene un tenderete de fruta en el centro, pero en realidad es un agente del FBI… ¿Veracruz? Sí. A ése también lo conozco…»

«Perdona, Garvey -pensó de pronto Santana-. Me hago cargo… qué puñeta. Yo soy un activista y tú un tío de despacho. Yo aquí como un tótem, pensando que eres una mierda por flojear ante ellos. Pero es que a mí aún no me han tocado. Además, tú no sabes ni la décima parte de lo que yo sé sobre los agentes que operan sin cobertura en territorio mexicano. Y no pienso soltar prenda, pase lo que pase, que de algo ha de servirme el entrenamiento con los Road Warriors, bastante más duro que lo que estos cabrones me hagan aquí. Así que… tú haz lo que puedas, Garvey. Haz lo que puedas y, eso sí, no se lo pongas demasiado fácil.»

Pasó otra media hora, o quizá algo más. Santana cerró los ojos y deseó… desearse la muerte o, por lo menos, el sueño. El aire del sótano estaba muy viciado y olía a moho. Aspirarlo a través de la nariz le resultaba tan trabajoso que se le hacía imposible dormir.

Qué ironía. En tres años había acumulado la suficiente información como para procesar a varias docenas de personas por delitos graves. En lo único que en realidad había fallado era en no determinar el trazado del famoso Conducto de Alacante (un túnel que conectaba varias casas del Nogales de Arizona con otras tantas del Nogales de México). Ahora, sin embargo, salvo que estuviese muy equivocado, no sólo había descubierto el Conducto sino que lo había recorrido.

Eliza tenía razón, como de costumbre: debió haberlo dejado cuando aún estaba a tiempo, establecerse en el negocio de ajardinado de parcelas del que siempre hablaba y dejar las heroicidades para los chiflados. Ahora…

Oyó un chirrido por detrás (una sección de la pared que se abría como una puerta). Instantes después vio aparecer a Orsino.

Como hombre de confianza de Alacante y frío asesino, Orsino había sobrevivido a la herida que le produjo un disparo de fusil, que le arrancó la mitad del labio inferior y parte de la mandíbula. Sólo le quedaba el lado derecho de la boca, aunque, quién sabe, quizá Orsino se gustase más así, pensó Ray

– Ya es hora -masculló Orsino con el infatuado orgullo del parásito que vive a la sombra de una leyenda-. Ya es hora de que lo vea el Doctor.

Un cuarentón de aspecto corriente y mediana estatura apareció en el sótano. Lo más destacable de su fisonomía era que no había nada que lo fuese. No era bien parecido ni tampoco feo. Ninguna de sus facciones era desproporcionada. No tenía entradas ni llevaba gafas. Tenía el pelo castaño y lo llevaba corto. No tenía tics ni cicatrices.

Empujaba una carretilla de acero inoxidable en la que llevaba un raído maletín de piel. Le dio la espalda a Ray para abrirlo.

Ray crispó de tal modo las manos, asidas a los brazos del sillón, que los nudillos le quedaron blancos.

– Me llamo Perchek; doctor Antón Perchek -dijo el hombre.

A Santana se le hizo un nudo en el estómago. La saliva le sabía a bilis. Aquel nombre era una sentencia de muerte. El Doctor. En la Agencia (en Washington) todos sabían quién era Perchek, aunque, que Ray supiese, nadie lo había visto nunca más que en fotografía.

– A juzgar por su expresión, le suena mi nombre -dijo Perchek sonriéndole enigmáticamente-. Eso está bien. Eso está muy bien.

Ray tenía la boca reseca.

El doctor Antón Perchek era un médico nacido y formado en la extinta Unión Soviética. Hacía tiempo que había abandonado su país de origen. Ahora era un apátrida.

A lo largo de los años, el Doctor se había labrado la reputación de ser el mejor en lo suyo: mantener a cualquier torturado con vida, despierto y sensible. Rara vez estaba sin trabajo (Sri Lanka, Bosnia, Paraguay, Irak, Sudáfrica, Haití). Dondequiera que hubiese conflictos o represión política había demanda para sus servicios. Incluso se rumoreaba, aunque sin pruebas, que había hecho ocasionales trabajos para la CÍA. Y un gran jurado federal había procesado a Perchek, en rebeldía, por complicidad en la muerte de varios agentes secretos norteamericanos. Ray había conocido muy bien a dos de ellos.