Harry tenía en los cajones de la mesa docenas de fotografías de Evie que él hubiese preferido enmarcar en lugar de aquélla, pero su esposa insistió en aquel retrato.
Al sentarse ahora en su sillón, Harry cogió delicadamente el portarretratos entre sus manos y contempló los prominentes y bien modelados pómulos de Evie, su sensual boca y la intensidad de su mirada. Era una foto de poco antes de que contrajeran matrimonio, hacía ya nueve años. Evie, que tenía entonces veintinueve años, era todavía la mujer más hermosa que Harry había conocido.
Cogió el teléfono y marcó el número de la redacción de la revista Manhattan Woman.
– Con Evelyn DellaRosa, por favor -dijo al posar de nuevo el portarretratos en la mesa-. Dígale que es su esposo.
Llevaba cinco años como redactora de la sección de «Consumo» de la combativa revista mensual. Harry era consciente de que, para ella, representaba un duro retroceso profesional aquel empleo, después de haber trabajado como presentadora en una cadena de TV, pero admiraba su tenacidad y su empeño por volver a estar en el candelero. En realidad, le constaba que algo positivo se avecinaba en su carrera. No había querido decirle de qué se trataba exactamente, pero conociéndola, el solo hecho de comentarle que trabajaba en un reportaje que tenía muchas posibilidades era esperanzador.
Evie tardó tres minutos en ponerse al teléfono.
– Perdona que te haya hecho esperar tanto, Harry, pero es que tenía a un técnico dispuesto a contármelo todo sobre un asunto de experimentos con perros en un sótano propiedad de la InSkin Cosmetics, y el muy cabrón se me ha echado atrás.
– ¿Te encuentras bien?
– Aparte de que no dejo de pensar ni un momento en ese condenado bulto de mi cabeza, sí, me encuentro bien.
– Ha habido reunión en el hospital.
– ¿Reunión?
– Bueno, la asamblea. Lo de la comisión Sidonis.
– Ah, sí. ¿Cómo ha ido?
– Digamos que debí haber aceptado el empleo en la Hollins /McCue.
– Siempre es tarde si la dicha es mala.
– Por favor, Evie… Yo reconocí que tenías razón. ¿Qué más quieres que te diga?
Harry tenía claro que cualquier cosa que dijese no haría sino empeorar las cosas. La decisión que tomó, hacía poco más de un año, de rechazar el empleo fue la gota que colmó el vaso, el tiro de gracia a su matrimonio. En realidad, si tenía en cuenta que podía contar con los dedos de una mano las veces que habían hecho el amor desde entonces, lo más lógico era pensar que el distanciamiento continuaba.
– Hace un rato me han llamado del consultorio del doctor Dunleavy -dijo ella.
– ¿Y?
– Tienen ya cama para mí en la planta de neurocirugía, y fecha y hora para operarme. Quiere que vaya mañana por la tarde y que me operen el jueves por la mañana.
– Cuanto antes, mejor.
– Claro… ¡como no es tu cabeza la que está en juego!
– Vamos, Evie…
– ¿Sabes qué te digo? Te prometí ir a escucharte esta noche al club, pero no me apetece.
– No te preocupes. No es ningún asunto importante. No tengo por qué ir a tocar si no quiero.
Se lo dijo con exquisito tacto para que su tono de voz no denotase la menor contrariedad. Durante su noviazgo, e incluso en sus primeros años de matrimonio, a ella le encantaba ir a escucharlo. Ahora, en cambio, no recordaba cuánto hacía que no había ido. Había esperado con ilusión aquel pequeño paso hacia la normalidad de sus relaciones, pero se hizo cargo del estado de ánimo de su esposa.
– Tengo que hablar contigo, Harry -dijo Evie-. ¿Podrías llegar esta noche pronto a casa para salir a cenar?
– Claro. ¿Por qué?
– Ya hablaremos esta noche. ¿De acuerdo?
– ¿Algo malo?
– Por favor, Harry. Dejémoslo para esta noche.
– De acuerdo, Evie. Te quiero.
Ella no correspondió de inmediato al saludo de despedida.
– Ya lo sé, Harry -se limitó a decir.
Capítulo 4
Kevin Loomis, vicepresidente primero de la Crown Health and Casualty Insurance Company, guardó una carpeta con notas en su maletín, ordenó la mesa y consultó su agenda para ver qué compromisos tenía al día siguiente. Era muy meticuloso en su trabajo. Nunca salía del despacho por las tardes sin atar bien todos los cabos.
Loomis llamó a su secretaria a través del intercomunicador y puso en hora su cronómetro mental. A los seis segundos tenía a la secretaria en el despacho.
– Dígame, señor Loomis.
Brenda era una joya (lista, organizada, leal y… despampanante). Loomis la había heredado de Burt Dreiser, que en la actualidad ocupaba los cargos de presidente y director ejecutivo de la compañía.
Kevin sospechaba que Brenda y Dreiser estaban liados, aunque mantuviesen las apariencias en la oficina. No obstante, lo cierto era que le daba igual. Dreiser lo aupó al cargo que ocupaba, pasando por encima de otros ejecutivos más antiguos y, en algunos casos, más cualificados que él. Y, por lo que a Kevin concernía, que Dreiser se acostase con Brenda Wallace le confería aún mayor poder.
– ¿Tenemos pendiente algo más? -preguntó Kevin-. Porque iba a irme ya.
– Como el segundo y el cuarto martes de cada mes -dijo Brenda, sonriente-. Que tenga suerte.
Se refería a su timba de póquer. Durante años, Dreiser, que era un conspicuo «laboradicto», se permitía la alegría de salir del despacho a las cuatro de la tarde el segundo y el cuarto martes de cada mes. La cosa no dejaba de ser curiosa, y Brenda era demasiado eficiente y observadora como para que le pasara inadvertida.
Una timba de póquer venía al pelo. Además del cargo, el despacho y la secretaria, Brenda Wallace tenía claro que había heredado también un sitio en aquel juego de envite, tan propicio a que le dejasen a uno sin camisa.
El segundo y el cuarto martes de cada mes, a las cuatro. Lo cierto era que Dreiser tuvo buen cuidado de corroborarle a Nancy, la esposa de Kevin, el cuento del póquer. El rito de rigor para escalar en la empresa era una cómoda coartada para explicar que, dos veces al mes, su esposo pasase la noche fuera de casa. El secreto, supuestamente obligado, que rodeaba el lugar de la timba justificaba que sólo pudiera comunicar con él a través del «busca».
– Me parece que sólo he ganado una vez en los cuatro meses que hace que juego -dijo Kevin muy serio-. Supongo que por eso debió de invitarme Burt a jugar. Adivinaría que soy un pardillo. Bueno… vayamos a lo nuestro. Deberíamos tener alguna atención con los de Oak Hills, que acaban de renovar la póliza de seguro escolar con nosotros. Tiene usted los nombres de los miembros del claustro de la escuela y el del presidente del sindicato. Envíeles una botella de champaña a cada uno o, casi mejor, una caja de bombones. Sea generosa, pero no se pase. Con unos cien dólares por persona va que arde. Y póngales unas palabras amables en las tarjetas.
– En seguida, señor Loomis.
Brenda salió tras dirigirle una sonrisa que habría podido fundir un glaciar. Brenda consideraba los éxitos de Kevin como propios; por consiguiente, que las escuelas Oak Hills hubiesen renovado la póliza con ellos era un triunfo. Las referidas escuelas eran las más importantes de Long Island, y una gran mayoría de sus profesores eran jóvenes y saludables (palabras mágicas para todo grupo de seguros de asistencia médica).
Kevin podía estar orgulloso de un triunfo que, sin embargo se debía a la Tabla Redonda. Comoquiera que la Crown había comprado un importante paquete de acciones de la Oak Hills, toda competencia para hacerse con la póliza tenía que proceder forzosamente de terceros, que era de quienes se ocupaba la Tabla Redonda.