El tanto que Kevin se había apuntado con la Oak Hills era significativo también en otro aspecto. Tras sustituir a Burt en la Tabla Redonda, Kevin estuvo cuatro meses en el centro de la polémica. Un comprometedor contratiempo obligó al grupo a trasladar sus reuniones del hotel Camelot al Garfield Suites, y aunque Kevin no hubiese tenido nada que ver, su nombre salió a relucir. Por fortuna así lo entendió la mayoría, pues pudo haber ocurrido cualquier cosa de no haber sido así.
Loomis cogió su maletín y su bolsa de viaje y se entretuvo a contemplar el panorama de la ciudad, el río y los campos que se extendían desde la orilla.
Kevin Loomis había escalado de botones a vicepresidente primero; desde un destartalado cubículo en un pueblo de mala muerte hasta un gran despacho que daba a dos calles. Sus padres se habrían sentido orgullosos (muy orgullosos) de cómo se había abierto camino. La pena era que ambos habían muerto ya. Tuvo que tragar saliva para contener la emoción que siempre sentía al recordarlos.
Al cabo de unos momentos, enfiló hacia los ascensores.
Así empezaba, el segundo y el cuarto martes de cada mes, su transformación en Tristán, caballero de la Tabla Redonda.
El Garfield Suites estaba en Fulton, a manzana y media del World Trade Center. Se tardaba veinte minutos en ir en taxi desde el edificio de la Crown hasta el centro. Kevin iba plácidamente sentado, y miraba por la ventanilla el paisaje urbano, aunque sin excesivo interés. El enorme cambio operado en su vida no hubiese podido ser más brusco de haberle tocado la lotería. No cabía duda de que era bueno (muy bueno) en lo que hacía, que, durante años, no había sido otra cosa sino vender seguros.
Durante cinco años consecutivos fue miembro del club del sector asegurador reservado a los agentes que superaban el millón de dólares de ventas. Luego ascendió a director de una delegación y finalmente a jefe de departamento en la sede central.
Para un hombre relativamente joven, de la zona más deprimida de Newark era todo un logro. Pero, de pronto, Burt Dreiser empezó a invitarlo a almorzar y, poco tiempo después, también a cenar.
«¿Qué opina de…? ¿Qué haría usted si…? ¿Y si le pidiesen qué…?»
Al principio, se limitó a hacerle preguntas, expresadas una y otra vez de mil maneras distintas. Luego, cuando las respuestas de Kevin le parecieron aceptables, le reveló ciertos secretos. Burt le explicó que el celebrado «club» de agentes de ventas tenía una réplica al más alto nivel ejecutivo, pero a diferencia del Club del Millón de Dólares, al que se pertenecía a título honorífico, sin más beneficio que explotarlo en los anuncios, en los membretes del papel de carta y en las tarjetas profesionales, la pertenencia «al otro club» no sólo estaba reservada a muy pocos sino que estaba rodeada del máximo secreto.
Al aceptar Kevin convertirse en sir Tristán y sustituir a Burt Dreiser como representante de la Crown, comprendió que sabía ya demasiadas cosas para poder rechazar el puesto sin perder el empleo. Su recompensa por aceptar el nombramiento fue el ascenso, un generoso aumento de sueldo, un complemento anual de cien mil dólares y el uno por ciento de lo que la Tabla Redonda le ahorrase o le hiciese ganar a la Crown (lo que equivaliese a una mayor cantidad). Según le aseguró Dreiser, las condiciones eran idénticas a las de los demás caballeros.
Debido al reciente contratiempo que obligó a cambiar la sede de sus reuniones, los caballeros optaron por tomar una serie de medidas para proteger a la pequeña organización y a sus miembros. Kevin dejó el taxi en Gold and Beekman, dio un rodeo de dos manzanas hasta Garfield Suites, cruzó unas galerías comerciales y volvió a Garfield Suites dando otro rodeo.
Cuando creyó estar seguro de que no lo habían seguido entró en el hotel. Tenía reservada habitación a nombre de George Trist. La factura ya estaba pagada. Cualquiera que pretendiese seguirle el rastro al nombre para localizar la fuente del pago, no encontraría más que una cuenta corriente con varios titulares muertos hacía mucho tiempo. Sir Galahad, encargado de la seguridad, hacía su trabajo a conciencia. Era un maniaco del detalle. Y después de que se les hubiese colado una periodista a fisgonear en sus asuntos (que fue lo que los decidió al cambio de hotel), su manía se había convertido en una obsesión.
Kevin vio que sir Perceval aguardaba el ascensor al fondo del vestíbulo. Perceval trabajaba para la Comprehensive Neighborhood Health Care, la más importante empresa de seguros médicos del estado. Eso era lo único que sabía Kevin acerca de él; no sabía ni su nombre ni el cargo que ocupaba en la Comprehensive. Burt le había advertido que no se preocupara por tales cosas (él tardó tres años en enterarse de cuáles eran los nombres de los otros seis caballeros).
Perceval y Kevin se miraron y, al instante, Perceval subió al ascensor. Kevin miró el reloj. Faltaban tres horas para que se reuniesen todos los caballeros en la planta 19.
Fue a recepción. El secreto, los nombres en clave, las ambiciosas metas… A Kevin lo entusiasmaban la intriga y el misterio que rodeaban a su pequeño clan. Y, poco a poco, aprendía a capear los aspectos menos agradables de todo el tinglado (algunos de los métodos empleados para conseguir sus objetivos y, por supuesto, el constante peligro de que los descubriesen).
La suite 2314 -dormitorio y salón- tenía una buena vista del World Trade Center. Kevin se entretuvo un momento en el salón y cogió una cerveza del amplio surtido del frigorífico. Luego se quitó la corbata y colgó la chaqueta en el respaldo de una silla. No había hecho más que quitarse los zapatos cuando notó algo que lo alarmó. No estaba solo, había alguien en el dormitorio, estaba absolutamente seguro. Dio un paso hacia la puerta del pasillo. Había varios teléfonos junto al ascensor. Podía llamar a Galahad o a seguridad del hotel.
– ¿Hay alguien ahí?
Era una voz femenina que procedía del dormitorio. Kevin dio media vuelta y abrió. Una joven de veintidós o veintitrés años estaba de pie junto a una enorme cama doble. Era obvio que había estado durmiendo, y se cepillaba su negra melena, que le llegaba a la cintura. Iba demasiado pintada para el gusto de Kevin, pero, en todo lo demás, era perfecta: facciones asiáticas, estilizada, pechos firmes y bien puestos, bonitas piernas. Perfecta. Llevaba un ajustadísimo vestido verde esmeralda con falda abierta hasta la cadera derecha.
– ¿Quién es usted? -le preguntó Kevin.
Ella dejó el cepillo, se alisó el delantero del vestido y se humedeció los labios antes de hablar.
– Me llamo Kelly.
– ¿Quién la ha enviado aquí?
– No… No lo entiendo.
Kevin la fulminó con la mirada. Tras lo ocurrido con la periodista, aquello tenía que ser, por fuerza, una prueba o algo parecido.
– Espero que pueda contestarme unas preguntas muy sencillitas: ¿de dónde ha salido usted? ¿Cómo ha llegado aquí?
No había más que mirarla a los ojos para ver que estaba asustada.
– Nos ha traído un hombre, nos han dado habitación y nos han dicho que esperásemos. Yo… estoy aquí para complacerlo en lo que quiera.
– Pues… siéntese y quédese ahí -le dijo Kevin señalando a la cama-. ¡No! -le espetó al ver que llevaba la mano hacia atrás para bajarse la cremallera-. Sólo quédese ahí sentada.
Kevin enfiló entonces hacia el salón y cerró la puerta del dormitorio ruidosamente. Según Burt Dreiser, las mujeres fueron parte sustancial del segundo y cuarto martes de cada mes durante casi los seis años de existencia de la Tabla Redonda. Lancelot -el miembro más antiguo- era el encargado de contratarlas. Y, hasta hacía dos meses, nunca hubo el menor problema. Los caballeros que quisieran sexo, lo tenían, y quienes no quisieran más que un masaje o una encantadora compañía para cenar, lo tenían también. La agencia de azafatas que Lancelot utilizaba era una de las más lujosas y discretas de la ciudad, pero, insospechadamente, se les había colado una periodista.