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Abrumado por estos temores, Harry iba por uno de los pasillos del Centro Médico de Manhattan hacia la unidad de neurocirugía del edificio Alexander.

Eran las ocho y cinco de la tarde y las visitas se dirigían ya hacia las salidas. En realidad, su intención había sido llegar un poco más temprano a la planta. Sin embargo, uno de sus pacientes, a quien trataba desde hacía mucho tiempo, había sido ingresado en urgencias vomitando sangre. Ahora, después de habérsele estabilizado la sangrante úlcera, había podido dejarlo en manos del médico de servicio.

Por la mañana había esperado a Evie en el vestíbulo para acompañarla a la oficina de ingresos. Se había ofrecido a quedarse con ella durante todo el ritual previo a la admisión, pero Evie no había querido. Estaba preocupada y abstraída y, desde luego, no era para menos ante semejante operación. No obstante, había algo más. Harry estaba seguro.

La noche anterior fueron a pie desde su apartamento al SeaGrill sin prácticamente decirse una palabra, y aunque hablaron un poco durante la cena, sólo trataron de un tema importante: Evie le hizo prometer que se opondría a que le prolongaran la vida si había cualquier tipo de lesión cerebral. Y al regresar, de nuevo a pie, ella se excusó por no haberse mostrado más enérgica en su matrimonio. Se lo dijo con agridulce solemnidad y, aunque Harry aceptó sus excusas, no acabó de entender el significado exacto de sus palabras.

En la planta 9 del edificio Alexander, que tenía forma de L y quince habitaciones en cada ala, apenas había actividad entre las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche.

Por los pasillos sólo se veía a una enfermera, que llevaba en silla de ruedas a un paciente desde el salón, y al portero, que iba de un lado a otro con su enceradora.

El mostrador de las enfermeras equidistaba de los ascensores y de la habitación de Evie. Una atractiva enfermera pelirroja, que llevaba las uñas pintadas con una llamativa laca escarlata, estaba sentada detrás del mostrador tomando notas. Harry no la había visto nunca.

– Hola, soy el doctor Corbett -la saludó.

– Ya lo sé -repuso ella-. Su esposa está perfectamente.

– Gracias. He hablado con ella por teléfono hace un rato y me ha parecido que estaba animada; sólo un poco contrariada por la compañera de habitación que le ha correspondido.

– No es la única -dijo la enfermera con el entrecejo fruncido-. Estamos todas hartas de Maura Hughes. Creo que las bebidas alcohólicas deberían grabarse con más impuestos, para sufragar el tratamiento médico de gente como ella. ¿No le parece?

– No sé por qué lo dice.

– Por los alcohólicos. ¿No se lo ha comentado su esposa? Su compañera de habitación, Maura, sufre una crisis de delírium trémens, pero, por desgracia, no había otra cama libre en la planta.

– Pues Evie no me ha dicho que fuese tan horrorosa.

– No, claro; mientras está bajo los efectos del Librium, no. Salió del quirófano hace tres días y, por lo visto, agarró una trompa descomunal, cayó por las escaleras de su casa y se fracturó el cráneo. El escáner reveló una serie de pequeñas hemorragias, por lo que había que intervenirla. Estuvo estupendamente hasta ayer, pero, de pronto, empezó a decir que había arañas en el techo y que tenía las sábanas llenas de hormigas.

– Sí, pues eso es delírium trémens.

– ¡Vaya que si lo es! No lo dude. Lleva a toda la planta a mal traer. Esos alcohólicos son de lo más egocéntrico y desconsiderado. Jamás se les ocurre pensar en las consecuencias de darse a la bebida.

Harry creyó haber oído ya bastante. ¿Dónde habría estado aquella enfermera en los últimos quince años?

– Perdone que haya venido después de las horas de visita-dijo Harry-, pero es que he tenido que atender a un paciente en urgencias, con una hemorragia. ¿Puedo pasar a ver a Evie un momento?

– Por supuesto. Si Maura se le pone insoportable, la sacamos al pasillo. También espera visita. Su hermano ha llamado hace un rato. Es policía… nada menos. No le coincide el horario en su turno de servicio, y quería verla. He estado tentada de decirle que no olvide traer la porra.

– Bueno, señorita Jilson -dijo Harry tras leer el nombre en la plaquita de identificación-, le agradezco que se salte las normas por mí.

– Siempre que lo necesite. Tiene usted una esposa preciosa, doctor Corbett.

– Sí… Sí, gracias…

Harry se alejó a toda prisa de la enfermera y enfiló pasillo adelante hacia la habitación 928.

– … son muy malos conmigo. Malos y antipáticos. No les caigo bien, porque ellos no paran de decir que esta asquerosa planta está inmaculada y yo les digo que no veo más que bichos por todas partes. ¡Con el asco que me dan! Odio a esta gente. Estirada, engreída, sabihonda…

Harry oyó las lamentaciones de Maura Hughes una decena de metros antes de llegar a la habitación. Durante su época de médico residente en Bellevue, y durante sus muchos años de ejercicio de la medicina en una de las zonas más depauperadas de la ciudad, había tratado a muchos alcohólicos. El delírium trémens, por más hilaridad que a veces provocasen los disparates del paciente, era potencialmente letaclass="underline" taquicardia, aceleración del ritmo respiratorio, fiebre, intensa irritabilidad nerviosa, sudoración, fuerte hiperventilación y mínima, o nula, absorción de líquidos. Según algunos estudios, los ataques de delírium trémens resultaban mortales en un 25 % de los casos. Además, Maura Hughes había sufrido una craneotomía hacía tres días. Médicamente, era una bomba de relojería, la última compañera de habitación que Harry hubiese querido para Evie.

Harry dirigió la mirada hacia el vestíbulo. El portero pasaba la enceradora de un lado a otro. Llevaba un walkman y meneaba la cabeza al compás de la música, completamente desentendido de los dramas que se desarrollaban a vida o muerte a su alrededor. Harry se preguntaba cómo debía de sentirse uno sin más responsabilidad profesional que mantener el suelo bien brillante.

La cama de Evie era la que estaba junto a la ventana y la más alejada de la puerta. La cortina que separaba ambas camas estaba descorrida. Harry miró a Maura Hughes al pasar. Esta, sujeta a la cama con una especie de corsé, tenía las muñecas atadas a las barandillas con tiras de cuero. No era nada vieja. Eso era casi lo único que veía en ella. Llevaba en la cabeza un vendaje en forma de turbante y tenía los ojos y la cara amoratados. Su intubación nasal (de oxígeno) se le había desprendido y le ventilaba el oído izquierdo. Sus agrietados y resecos labios esbozaban un extraño rictus. La primera impresión que tuvo Harry fue que se burlaba de él haciéndole muecas. Luego reparó en que, en realidad, sonreía.

– Hola -la saludó-. Soy Harry, el esposo de Evie.

– Double, double, toil and trouble, fire burn and cauldron bubble… -dijo Maura de un tirón.

Harry sonrió, divertido, ante la evocación de Shakespeare y se acercó a la cama de Evie, que no correspondió a su beso en la frente.

– Conoce a los clásicos -dijo Harry.

– La verdad es que sabe mucho de todo; sólo que entre las arañas, las hormigas y las serpientes la tienen frita.

– Tendría gracia, si no fuese porque, en estos casos, lo ven demasiado real -observó Harry.

– ¡Fuera! ¡Fuera de mi cama, bicho asqueroso! ¿Es que no va a venir nadie a ayudarme?

– ¡Ve a llamar a alguien para que la tranquilice! -lo apremió Evie.

Harry se acercó a la cama de Maura y la miró.

– Eh… ya no hace falta, Gene -le dijo Maura-. Me ha picado y se ha escabullido.

– Perdone… -dijo Harry, que se percató entonces de que era aún más joven de lo que pensó; debía de tener treinta y tantos años-. No me llamo Gene, sino Harry -le aclaró.

– Bueno. Es que se parece mucho a Gene Hackman.